Hay pensadores atípicos. Se mueven en un mundo de libertad interior desconcertante. Hacen saltar esquemas rígidos. Promueven ideas que estimulan fuera de los parámetros establecidos.
Por eso podríamos preguntarnos: ¿dónde quedaría Sócrates en un sistema muy estructurado? ¿Lograría una beca de estudios? ¿Recibiría la habilitación de la enseñanza? ¿Conseguiría dinero para un proyecto de investigación?
Es cierto que el mundo académico necesita reglas, requisitos, exámenes, concursos, puntuaciones. Un buen profesor no se limita a ocupar un cargo y luego vivir de rentas, y vale la pena un buen sistema de controles para evitar esos riesgos.
Pero también es cierto que ciertos pensadores rompen esquemas y desentonan. Si, además, son agudos, intuitivos, profundos, exigentes consigo mismos, empezarán senderos culturales sorprendentes, nuevos, enriquecedores. Romperán esquemas…
El mundo de la cultura será algo vivo y estimulante si sabe, por un lado, mantener niveles de calidad bien pensados y con procedimientos exigentes. Por otro, si deja espacios al pensamiento creativo y a la genialidad de los pequeños o grandes Sócrates que pueden surgir en diferentes lugares y culturas.
Sócrates es un paradigma de un pensador explosivo. Ni encajó entre los sofistas más famosos, ni fue aceptado por el mundo democrático en el que vivió, ni recibió el apoyo de otros ambientes aprisionados en esquemas aristocráticos. Por eso era inevitable su fracaso entre sus contemporáneos.
Su estela, sin embargo, ha quedado grabada profundamente en lo que muchos llaman como Occidente. No sólo porque contó, entre sus admiradores, a discípulos como Platón; sino, sobre todo, porque se ha convertido, para todos los tiempos, en un modelo de lo que puede surgir fuera de esquemas rígidos cuando hay audacia intelectual y libertad de espíritu.