Sombras y luces, blanco y negro, bien y mal, justo e injusto. Entre los extremos, un territorio de penumbra, a veces de ambigüedades y datos confusos.
La mente encuentra ante sí verdades y errores. Busca las primeras, teme los segundos. La ambigüedad deja una extraña sensación de tinieblas: no se comprende si estamos en un lado o en el otro.
Ser ambiguos permite algunas ganancias: uno no se pronuncia, no se quema, no se compromete. Las palabras quedan en una zona indefinida que impide juicios claros sobre lo que se dijo o lo que no se dijo. El corazón del oyente queda entre dudas que busca superar lo más pronto posible.
Hay en el alma humana un deseo irrenunciable de luz, de claridad, de franqueza sana. En cambio, el alma se siente confundida ante lo ambiguo. Con medias verdades o medias mentiras, cada quien puede cortar e interpretar lo dicho según perspectivas diferentes o intereses más o menos definidos.
Por eso tiene una actualidad perenne aquella enseñanza del Evangelio: “Sea vuestro lenguaje: ‘Sí, sí’; ‘no, no’: que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5,37). Porque Dios es claridad sin mezcla alguna de tinieblas. Porque los hijos de la luz se apartan de las tinieblas.
“Que nadie os engañe con vanas razones, pues por eso viene la cólera de Dios sobre los rebeldes. No tengáis parte con ellos. Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz” (Ef 5,6