La salud es un don precioso. Nos permite realizar un sinfín de actividades. Nos abre a horizontes de relaciones significativas. Nos proporciona un estado de ánimo adecuado para ver el mundo y la vida con un corazón más sereno.
Pero la salud es sumamente frágil. Basta un accidente, o un cambio brusco en el clima, o un contagio fácil en el cine, o un descuido en los alimentos, o un esfuerzo demasiado intenso en el trabajo, para que aparezca una enfermedad inesperada.
Quien está habituado a una vida sana y realiza año tras año las mismas actividades, puede sentirse sumamente frustrado ante una enfermedad de cierta envergadura que ha llegado por sorpresa. No está acostumbrado a detener sus actividades continuadas, ni a visitar médicos, ni a hacerse análisis y más análisis.
Desde luego, esforzarse por recuperar la propia salud tiene su sentido. Por eso buscamos conservarla y, si la hemos perdido, hacemos lo posible por sanar rápidamente. Pero en ocasiones, una enfermedad inesperada dirige el corazón del “neo-enfermo” a un territorio de esperas y de miedos, sobre todo cuando la curación no parece fácil ni inmediata.
Entonces llega la hora de descubrir el sentido de la nueva situación. No todo termina con una enfermedad, aunque a veces habrá que realizar cambios decisivos en el estilo de vida llevado adelante hasta ese momento. Ni todo está perdido si pasan semanas o meses sin una curación satisfactoria: el tiempo de la enfermedad tiene su significado y puede abrirnos a horizontes desconocidos en la experiencia humana.
De modo especial, una situación así nos permite recordar que estamos siempre en las manos de Dios, de quien depende la salud y la enfermedad, a quien siempre podemos acudir para recibir fuerzas y para mantener el corazón abierto a la esperanza.
Ha iniciado una enfermedad inesperada. Cambia el modo de ver la vida y cambian las relaciones con quienes viven a nuestro lado. Comienza una nueva etapa de la propia biografía. Afrontarla de modo adecuado depende en buena parte de cada uno. Darle su sentido auténtico será posible desde un sano realismo y, sobre todo, desde una mirada hacia el horizonte que nos abre a Dios y al significado más profundo del sufrimiento humano.