Una tradición literaria de siglos conserva numerosos textos que hablan de Jesús, que recogen sus enseñanzas, que narran sus milagros. Se detienen con detalle en el proceso que lo lleva a una muerte de Cruz. Defienden que resucitó de entre los muertos.
Esos textos constituyen lo que llamamos Evangelios; o, para ser más precisos, Evangelios canónicos, en cuanto aceptados por los cristianos como auténticos.
Junto a los Evangelios, otros escritos antiguos recogen historias diferentes, algunas hasta extrañas. Muchos de esos escritos reciben el nombre de Evangelios apócrifos. Otros todavía han de ser catalogados y estudiados seriamente.
Desde el siglo XVIII se ha desarrollado un modo de estudiar los Evangelios canónicos que ha puesto en discusión todo. A través de análisis más o menos ingeniosos, unos intérpretes han negado este o aquel milagro; otros han propuesto que algunas enseñanzas procedían de tradiciones no cristianas; otros fueron más lejos, y afirmaron que la resurrección era un mito. No faltaron quienes llegaron a negar la existencia histórica del mismo Jesús de Nazaret.
En una dirección opuesta, otros intérpretes han ido revalorizando los contenidos de los Evangelios apócrifos y parecidos, hasta defender la idea de que cualquier afirmación encontrada en ellos debería ser considerada como un testimonio claro y seguro sobre quién fue y qué hizo el auténtico Jesús el Nazareno.
Como se ve, se trata de dos pesos y de dos medidas. Por un lado, se pone entre paréntesis o se niega la validez de los relatos creídos durante siglos por los cristianos, mientras que por otro lado se exalta o se exagera el valor de afirmaciones contenidas en textos considerados como no válidos por los mismos cristianos.
Lo paradójico de la situación es que un testimonio antiguo “vale” si dice lo que agrada a ciertos intérpretes, y deja de ser valioso si choca contra sus ideas previas.
Este modo de actuar es incorrecto. Cualquier documento antiguo debe ser sopesado con seriedad y discutido según criterios adecuados. No es justo aceptar una idea desde un supuesto manuscrito (hay que estar abiertos a la posibilidad de fraudes, antiguos o recientes) porque resulta simpática, y luego rechazar otra idea de muchos manuscritos porque no agrada al intérprete.
En un mundo donde algunos medios de información divulgan “resultados” declarados como “definitivos” desde manuscritos de origen dudoso y de significado impreciso, es necesario denunciar manipulaciones que engañan. Sólo así tendremos la seriedad que permite acercarnos a un tema que interesa hoy como ha interesado a millones de seres humanos durante siglos: ¿quién fue de verdad Jesucristo?