Comparar novelas y vidas de santos tiene su interés pero también sus riesgos, porque se trata de dos géneros literarios diferentes, tanto en su fundamento como en sus finalidades.
La novela depende de quien la escribe. Un autor, ciertamente, puede inspirarse en hechos reales, pero redacta según la libertad de su genio. La vida de un santo, en cambio, necesita estar enraizada en hechos, documentos, testimonios. El hagiógrafo no domina la historia que narra, sino que simplemente debe someterse a los datos conocidos, a veces insuficientes para desvelar la belleza y profundidad de un corazón bueno.
Una gran ventaja de la novela radica en la fuerza de comprensión que puede alcanzar. El novelista, si lo desea, explica causas, penetra en la psicología de los personajes, elabora la lógica de los hechos. Todo depende de la mente más o menos inspirada del escritor, que introduce y hace desaparecer protagonistas, que describe lo que piensa éste o aquél, que saca a la luz decisiones tomadas en salones oscuros, tras horas de angustia o entre risas maliciosas.
En la vida del santo, en cambio, hay un misterio. Por más abundantes que sean los documentos a disposición, lo que ocurre en el corazón de una persona nunca llega a ser comprendido plenamente. El biógrafo, si tiene en sus manos cartas confidenciales o el diario personal de la persona sobre la que escribe, accede a aspectos de su alma. Pero en muchas ocasiones ni siquiera esos documentos explican por qué se tomó tal decisión, de dónde nacían las fuerzas para trabajar con los enfermos, qué sostenía a aquel sacerdote a pasar horas y horas confesando cada día, dónde encontraba aquella esposa fuerzas para llevar adelante a toda la familia.
Por lo que se refiere a la dimensión religiosa de la vida humana, el novelista puede presentarla con mayor o menor acierto, o puede dejarla de lado por completo. Por eso no es extraño encontrar novelas donde ningún personaje reza, y donde Dios queda relegado al olvido o a alusiones vagas o incorrectas.
En la hagiografía, Dios resulta ser la clave íntima de la trayectoria del santo. Quien escribe su vida puede hacerlo incluso sin fe. Pero en esa situación resultará imposible negar las continuas alusiones a Dios que tejen la vida de la persona estudiada. Si el biógrafo es creyente, incluso cuando se limita a los datos y documentos, sabe que algo escapa a su pluma (o al teclado de su computadora): no será capaz de comprender plenamente en qué manera Dios ha iluminado y dirigido los pasos de este o de aquel santo.
Con estas breves comparaciones podemos volver a la pregunta: ¿es mejor escribir novelas o escribir vidas de santos? Si las dos actividades nacen con fines diferentes y según un deseo sano de comunicar valores y de ayudar a la reflexión, no sería correcto contraponerlas.
Una buena novela no sirve sólo para descansar, sino que puede convertirse en una invitación a una vida buena, noble, justa. A veces, incluso, llega a servir como ayuda para dar un paso maravilloso: descubrir a Dios y acoger a los hermanos.
Una vida de un santo añade un aspecto que tiene su importancia: el del ejemplo concreto y encarnado. En ella se recoge la fuerza de un testigo, de una persona concreta, con sus límites y su grandeza, que se abrió a Dios y que introdujo en el mundo signos concretos de bondad.
La alternativa adquiere un sentido particular cuando un escritor, deseoso de narrar algo grande y provechoso, no tiene tiempo para hacer las dos cosas a la vez. En ese caso, dejar de lado, al menos por ahora, la redacción de una novela para invertir lo mejor del tiempo en el estudio y la presentación de la vida de un hombre o una mujer invadidos por Dios, parecería una opción interesante, incluso a veces urgente. Sobre todo, si el escritor es serio y si sabe desvelar, con una buena formación literaria, la belleza que se esconde en la vida de cada santo