Hace unos meses le pedí ayuda y consejo a un entrañable amigo, a mi venerado amigo don Santiago Valle, que lleva muchos años dirigiendo colegios y, además, es un verdadero hombre de Dios. Le pedí que me diera algún consejo para poder llegar a ser un buen director de colegio. Los principiantes como yo tenemos mucho que aprender de los que saben algo de esto. Y esta es la contestación que don Santiago me envió. Por su interés la comparto con todos ustedes. A los profesores de los colegios católicos les vendría bien leer la carta del señor Valle. Tal vez a alguien le abra los ojos. Creo que a cualquiera que le interese el tema de la educación católica le puede resultar interesante.
Oviedo, a 1 de julio de 2015
Querido Pedro:
Me alegra mucho saber que vas a ser director de un Colegio Católico en esas tierras gaditanas. No es un reto fácil. Me halaga que pienses que yo te pueda dar alguna orientación que te pueda resultar de utilidad. No sé si sabré decirte algo que te ayude. Te puedo contar cuál es mi experiencia y cómo pienso yo que tiene que ser un director de un colegio católico que quiera ser fiel a Cristo y a su Iglesia.
Yo no me explico todavía cómo he terminado dirigiendo un colegio. Ciertamente, cuando empecé a estudiar, jamás se me habría pasado por la cabeza. Yo quería ser profesor de literatura (como tú). Esa era y es mi vocación desde un punto de vista puramente profesional. Y cuando mejor me lo paso, cuando estoy en mi salsa, es cuando estoy en clase con mis veintitantos adolescentes analizando oraciones o haciendo comentarios de texto (ellos sospecho que no disfrutan tanto).
El caso es que, después de no sé cuántas jornadas de formación de directivos; de cursos sobre calidad educativa, sobre recursos humanos, sobre legislación educativa; sobre metodología, evaluación, tutoría, atención a la diversidad, enseñanza cooperativa, aplicación de nuevas tecnologías y muchos otros asuntos – todos ellos muy sesudos – , he llegado a una conclusión definitiva: lo único que hace falta para dirigir un colegio católico; lo único realmente importante y relevante es estar en gracia de Dios. Se aprende más rezando delante de un Sagrario, que en todos los cursos que uno pueda recibir. Sólo dejándose empapar por el amor de Dios, se puede amar al prójimo. ¿Y en qué otra cosa consiste dirigir un colegio, sino en amar a los niños, a sus familias, a los profesores y a todo el personal que tienes a tu cargo y a quienes tienes que servir?
Cuando uno se deja mirar por Cristo y el Señor te abre los ojos, eres capaz de verte a ti mismo y de ver a los demás tal como son, tal como somos, tal como Dios nos ve. Y todo cambia. El mundo se ve de otra manera. Ya no hay ricos ni pobres, ni buenos ni malos, ni educados ni analfabetos, ni listos ni torpes. Dios nos ve a todos con ojos de Padre, con una mirada llena de ternura, de compasión, de amor: de un amor excesivo, apasionado, descomunal. Por eso, quien es de Cristo no mira a nadie por encima del hombro. Te das cuenta de que no eres más que nadie, porque ante Dios todos somos iguales. No eres más por tener una carrera o por ocupar un cargo. No soy más que la señora que limpia las clases. No soy más que el padre de familia que sufre el paro. No soy más que el profesor que acaba de empezar a trabajar. No soy más que la madre que trae a su hijo al colegio cada mañana y lo deja a la puerta con un beso. No soy más que el mendigo sin techo que duerme en el cajero automático de un banco o que pide limosna en la calle. No soy más que nadie ni mejor que nadie. Porque Dios nos quiere a todos por igual. Bueno, no. El Señor quiere más a los más pequeños: a los niños inocentes, a los que sufren la enfermedad o el paro; a los más humildes, a los más pobres. Porque los mira con más cariño, con más ternura, con más misericordia. Por eso, los que son de Cristo se vuelcan especialmente con ellos, con los más pequeños. No hay lugar para la soberbia si te dejas mirar por Él. Entonces ya no ves extraños a tu alrededor. Ves a Dios en los ojos de los niños, ves el dolor de Dios en el del padre que no encuentra trabajo para sacar adelante a su familia; ves el sufrimiento de Dios en la madre que lucha contra la enfermedad y sufre por sus hijos; ves a Dios en la madre que sufre el abandono de su marido, o en la mujer maltratada o en el niño que sufre por las humillaciones que le infringe su propio padre. Y entonces, los más pequeños, los más pobres, los que más sufre, son los más grandes. La mirada de Dios invierte la escala social. Dios nos ve al revés de cómo nosotros solemos mirar, porque los más despreciados por el mundo se convierten en los más preciados para Dios. Y todo cambia. Y ya nada puede ser igual que antes. Cuando te conviertes a Cristo, cuando te dejas transformar por Él, tu corazón cambia, tus ojos cambian, tus prioridades cambian. Y ya nada importa más que vivir siempre en gracia de Dios: que ser santo. Y ya no pides nada más a Dios, salvo que te siga haciendo santo cada día un poco más. “Dios mío, no permitas que me aparte nunca de ti”.
Lo que más me sorprende cada día es cuando un profesor agradece “mi cercanía”, cuando me dan las gracias por preocuparme por sus problemas o por alegrarme con sus logros. O cuando una madre o una abuela me da las gracias por consolar a un niño de tres años que llora a la hora de entrar al colegio por las mañanas o cuando alguien da importancia a que me sepa los nombres de muchos de los niños y les dé los buenos días por la mañana. Todo eso no tiene mérito ninguno. Amar a unos niños inocentes y buenos, ¿qué mérito tiene?; preocuparse por los problemas de aquellos a quienes tienes que cuidar y animar, ¿qué tiene de particular?
“Cuanto es el hombre ante de Dios, tanto es y no más”, decía San Francisco. Yo valgo muy poca cosa. Ni siquiera me siento digno de dirigir mi colegio. Me parece un honor inmerecido. Quisiera poder hacer más de lo que hago pero no doy para más. Quisiera poder hacer algo para que los padres que no tienen trabajo pudieran ganarse la vida honradamente y con dignidad; pero no puedo. Me gustaría que quienes sufren por las enfermedades se curaran pero tampoco puedo. Me gustaría poner esperanza en quienes están tristes y desalentados. Me gustaría resolver los problemas de mis niños y los de sus familias, pero no puedo. Lo que puedo hacer es rezar todos los días por ellos porque, aunque yo no pueda, el Señor sí puede. Él es Todopoderoso. Me gustaría tener más fe, una fe de esas que mueven montañas y hacen milagros. Pero mi fe es pobre y no llega a tanto. Pero desde mi debilidad y mi impotencia le pido al Señor por todos los que sufren a mi alrededor, que son muchos, y a veces, el Señor me escucha y llega el milagro. Porque los milagros existen.
Voy concluyendo. Un director de un colegio católico debe ser santo, debe vivir en gracia de Dios, debe vivir de rodillas ante el Sagrario. Sé humilde, sirve a todos, ama a todos. No te creas más importante que nadie. No seas prepotente ni soberbio ni vanidoso. El director del colegio no es el primero: es el último; es quien tiene que servir a todos y amar a todos. Es quien tiene que animar, cuidar y proteger a los profesores para que ellos puedan trabajar a gusto y desempeñar su labor de la mejor manera posible. Es quien tiene que animar y valorar al personal no docente para que se den cuenta de lo importante que es su trabajo y no se sientan trabajadores de segunda. El director es quien tiene que escuchar y ayudar a los padres y quien tiene que conocer a sus alumnos y quererlos como son. Porque sin amor no hay educación posible. La filosofía y la teología hay que entenderlas y explicarlas. El amor no requiere explicaciones: todo el mundo entiende el amor sin necesidad de explicaciones. Una caricia a un niño vale más que todo un tratado sobre el amor. Hasta mi perro sabe que lo quiero: y mi perro no piensa. Todo el mundo entiende el lenguaje del amor sin necesidad de discursos ni artículos sesudos. Por eso, predica más con el ejemplo que con las palabras. Pero el amor no se puede comprar en los estancos. No se puede forzar. O te sale de manera natural o no vale: sería pura impostura. Y para amar tienes que beber de la fuente del Amor: tienes que dejarte querer por Cristo. Quien no se deja amar por Cristo delante del Sagrario, no puede amar a sus alumnos ni a sus profesores ni a las familias del Colegio.
Mira… Esto es más sencillo de lo que parece. Todo se resume en amar a Dios y amar al prójimo. Sin Cristo no podemos hacer nada. Pedro, sé santo. Vive en gracia de Dios. Confiésate con frecuencia, llénate de Dios en la Eucaristía, reza ante el Santísimo, adora a Dios, agárrate a la cruz de Cristo. Niégate a ti mismo y síguelo a Él. Si rebosas del Amor de Dios, ese amor anegará a cuantos te rodean. Para ser santo no tienes que hacer nada; no es una cuestión de esfuerzo. Ser santo es dejarse llenar de la gracia de Dios. Déjate hacer por Él. Confía en el Maestro, que Él no te decepcionará ni te dejará de su mano. Abandónate en las manos de Dios y que el Sagrado Corazón de Jesús cambie tu corazón para que seas capaz de amar como Él ama. Nosotros somos del Corazón de Cristo.
¡Ah! Y no te agobies, que te conozco... No pierdas el sentido del humor: reírse, sobre todo de uno mismo, es un ejercicio muy saludable. No somos tan importantes… A veces parece que fuéramos el ombligo del mundo. Nosotros sólo somos pobres trabajadores de la viña del Señor. Hacemos lo que podemos pero la viña es suya.
Espero que estas cuatro letras puedan servirte para reflexionar sobre la misión que Dios te encomienda en tu nuevo colegio. Yo sigo en camino. Ser santo es lo único que le pido al Señor. Reza por mí.
Un abrazo y que Dios te bendiga,
Santiago Valle Balbín
Aquí termina la carta de don Santiago. Que el Señor me haga santo a mí también, que nos haga santos a todos. Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.