Una de las mayores preocupaciones que tenemos los españoles radica en los casos de corrupción que se destapan un día sí y otro también: EREs falsos en Andalucía, el caso Gürtel, Urdangarín, Pujol… Parece que no hay partido político que no esté salpicado por corruptelas y choriceos de todo tipo.
Y lo que a mí me surge inmediatamente es preguntarme por las causas y las soluciones. Me pregunto cómo se sentirán los padres de esos tipos que se han forrado a base de robar. Yo me sentiría abochornado si fuera el padre de cualquiera de esos ladrones y me preguntaría en qué habría fallado en la educación de mis hijos.
Y los hijos de todos esos delincuentes, ¿qué pensarán de sus padres? Supongo que no se podrán sentir muy orgullosos de ellos. Yo me avergonzaría si supiera que el pan que he recibido de mis padres proviene del robo o de la estafa.
Porque al final, el problema de la corrupción es un problema de educación. No de instrucción, sino de educación. Porque el latrocinio y la mentira no tienen que ver con el grado de estudios de las personas: hay sinvergüenzas en todos los estratos sociales, con carrera universitaria y sin ella; con cinco posgrados o sin estudios. El problema no se soluciona con leyes educativas ni con Bolonia ni mejorando los resultados de PISA. Ni siquiera endureciendo el código penal (que tampoco estaría mal). El problema de la corrupción es un problema de educación moral y en esa tarea, la escuela es subsidiaria de la familia. Un buen colegio puede colaborar en la labor de infundir unos determinados principios éticos a los alumnos, pero la moral y los principios se maman en casa.
Papá y mamá son quienes tienen la obligación de enseñar a los niños a no mentir, a no robar, a no abusar de los compañeros en el patio del colegio (ahora a eso se le llama "bullying", que queda más fino y más moderno); a ser responsables de sus actos, a reprimir sus deseos caprichosos, a respetar a los compañeros y a ayudarlos siempre que sea necesario. Papá y mamá son quienes tienen que inculcar a los niños desde pequeños la necesidad de sacrificio y esfuerzo para alcanzar las metas que se hayan fijado o para superar los obstáculos que la vida les vaya poniendo por delante. Porque sin sacrificio, sin disciplina, sin esfuerzo, sin fuerza de voluntad no se consigue nada. Pero la voluntad y el carácter hay que forjarlo. El niño tiene que ser capaz de dominarse a sí mismo para no ser títere de sus propios instintos, de la vagancia o de sus pasiones desordenadas.
Así pues, si la educación moral es una de las responsabilidades básicas de los padres, la conclusión inmediata a la que podemos llegar es que el origen de la corrupción radica en buena medida en la crisis de la familia: divorcios, familias desestructuradas; niños desatendidos por padres que trabajan jornadas interminables y delegan sus obligaciones en abuelos, niñeras o guarderías (¿de qué vale ganar el mundo entero si pierdes los más importante?); padres irresponsables que prefieren cumplir todos los caprichos a sus hijos para evitar conflictos o para acallar su mala conciencia por el tiempo que no les dedican. Y en casos extremos, padres impresentables que maltratan, torturan o abandonan a sus hijos.
Hemos cambiado los valores y principios que sustentaron nuestra civilización durante siglos por contravalores que nos están conduciendo de nuevo a la ley de la selva. Pero, ¿cuáles son esos principios que debemos recuperar, que debemos vivir y transmitir a nuestros hijos? Sin ánimo de ser exhaustivo, yo apuntaría los siguientes:
1.- El amor es lo primero. El bienestar, el lujo, el dinero, los viajes, los coches, las casas, no son lo más importante. Lo más importante, lo que nos puede hacer realmente felices, es el amor: amar y sentirse amado. Amar a la esposa, a los hijos, a los padres, a los amigos, a los vecinos… Darse, entregarse, desgastarse por los demás. No hay otro camino hacia la felicidad. Lo más importante de la vida no se compra ni se vende. Lo que hará felices a tus hijos será el amor que tú les des, no los juguetes que les compres ni los viajes a los parques temáticos. Tus hijos necesitan tu tiempo, tu atención; que juegues con ellos, que les leas cuentos, que les mimes, que los abraces, que los beses. Para vivir con dignidad no hacen falta muchas cosas. Tal vez deberíamos revisar nuestra lista de prioridades y plantearnos vivir con menos cosas, con mayor austeridad, pero con más tiempo para disfrutar de los hijos.
Ello no empece – sobra decirlo – que sea necesario que los padres tengan un trabajo decente y un salario digno con el que llevar el pan a casa honradamente. El paro atenta gravemente contra la dignidad de las personas y pone en riesgo a la familia. No es que el dinero no sea importante: claro que lo es. Pero no es lo más importante: lo realmente determinante es el amor a la esposa o al esposo, a los hijos y al prójimo.
2.- La responsabilidad: somos responsables de nuestra vida y también de la de los demás. Pongámonos en el lugar del otro. Comportémonos con los demás como quisiéramos que los demás se comportaran con nosotros. Los demás también son asunto mío.
Somos responsables de nuestros actos, para bien y para mal; responsables de nuestros errores y de nuestros pecados. Estamos demasiado acostumbrados a buscar culpables y a echarle la culpa de todo a los demás, a la sociedad, al gobierno, a los políticos, a los profesores que le tienen manía a nuestros hijos... Y somos reacios a asumir la propia responsabilidad. Vivimos en una sociedad que exalta la libertad como derecho absoluto. Somos libres, sí; pero también responsables de nuestras decisiones. Aceptemos y afrontemos las consecuencias de nuestras decisiones y enseñemos a nuestros hijos a hacer lo mismo y a vivir su vida sabiendo que sus actos y sus decisiones tienen consecuencias para bien o para mal.
3.- La honradez: no se roba ni se engaña. Es fácil, ¿no? Ni en lo mucho ni en lo poco. No vale enriquecerse de cualquier manera. Además de ser un delito, quedarte con lo que no es tuyo resulta indecente. Recuperar la decencia es una necesidad imperiosa. Y la honradez no debe ser producto exclusivamente del miedo a que te acaben pillando con las manos en la masa. Uno debe ser honrado para estar en paz con su conciencia. Yo no robaría en unos grandes almacenes ni en un banco aunque tuviera todas las facilidades para ello y supiera a ciencia cierta que nadie se iba a enterar. No se roba por principios, por dignidad, por decencia. No se roba ni se traiciona a los demás ni se engaña ni se miente para que uno pueda mirarse en el espejo cada mañana sin que se te caiga la cara de vergüenza; para que uno pueda mirarles a los ojos a los hijos sin sentir el rubor de la culpa en la cara.
4.- La honestidad: no se miente ni se traiciona a los demás. La verdad, sea la que sea, nos perjudique o nos beneficie, es sagrada. El origen de todos los males es la mentira: de la corrupción, del adulterio… Un hombre vale lo que vale su palabra. Educar a nuestros hijos para que no mientan ni engañen resulta primordial. Hemos de recuperar y reivindicar el honor, la coherencia y la autenticidad. Engañar, mentir, traicionar, resulta indigno de una persona como Dios manda. Da igual que sea el presidente del gobierno que el tendero de la esquina. Hoy se tolera y se entiende que la gente mienta: "todo el mundo lo hace", "es normal"... Pero la mentira y la traición resultan intolerables: más intolerables aún si esas mentiras y esas traiciones de dan dentro del matrimonio.
5.- La fidelidad: el matrimonio se basa en el amor. Pero estamos confundiendo el amor con el sentimentalismo barato de las novelas románticas. El amor no es un mero sentimiento pasajero. El amor implica compromiso y fidelidad. Si no, no es amor auténtico. Las infidelidades – el adulterio – están en el origen de la mayoría de los divorcios. Y las separaciones provocan dolor y sufrimiento en los propios cónyuges y en los hijos. ¡Cuántas vidas dañadas encontramos en los colegios a causa de las separaciones! Una persona que no cumple con la palabra dada no es de fiar.
6.- El respeto. La dignidad de todo ser humano es sagrada desde la concepción hasta su muerte natural. Respetemos la vida – también la del no nacido. Respetemos la dignidad de los ancianos y enfermos; la de los que sufren cualquier tipo de limitación. Respetemos a los niños y a las mujeres.
Enseñemos a los niños a respetar a sus semejantes, a los adultos, a sus propios padres. Enseñémoslos a ser educados: a ceder el asiento en los transportes públicos, a dejar pasar a las señoras delante, a ser corteses y atentos; a no interrumpir a los demás cuando hablan, a comportarse correctamente en la mesa; a vestirse adecuadamente según las circunstancias; a saber hablar en público y a dirigirse correctamente a los demás con el debido respeto (y sin tuteos impertinentes). Enseñemos a nuestros hijos a ser puntuales en sus citas y compromisos; a cuidar su aspecto y su aseo por respeto a los demás. Enseñemos a nuestros hijos a ser respetuosos con las demás personas, con los animales, con la naturaleza. Enseñémosles a ser respetuosos con quienes piensan diferente, o viven de otra manera; o con quienes profesan otra religión.
Pero enseñemos también a nuestros hijos a ser intolerantes con el mal, con cualquier ideología o con cualquier comportamiento que menoscabe la dignidad de las personas: intolerantes con el terrorismo, con el machismo, con la violencia contra las mujeres o contra los niños (también los no nacidos), con las ideologías totalitarias y populistas que viven de la demagogia y el engaño; seamos todos intolerantes con la explotación laboral, con la trata de seres humanos, con las mafias, con la prostitución y la pornografía, que degradan la dignidad de las personas. Toda persona decente tiene la obligación de combatir el mal y defender a los más débiles.
7.-La cultura. Cultivar el buen gusto, la inteligencia y la sensibilidad es tarea diaria no sólo de los centros de enseñanza, sino también prioritariamente de la familia. El gusto por aprender, por comprender el mundo y por conocerse a sí mismo debe adquirirse desde la cuna. La literatura, la filosofía, las artes plásticas, la música o el conocimiento de la historia contribuyen decisivamente a formar el buen gusto y la sensibilidad. Con ello combatimos la vulgaridad, la zafiedad y la ramplonería. Cuando uno se acostumbra desde pequeño a los manjares, huye de la basura.
El conocimiento de las ciencias, por su parte, contribuye al desarrollo de la inteligencia y nos ayuda a comprender la realidad de cuanto nos rodea: nos acerca a la verdad. Y cuanto más cerca estemos del conocimiento de la verdad, más cerca estaremos de Dios.
Me resulta difícil imaginar a un amante de Bach o de Garcilaso de la Vega o de Velázquez haciendo mal a los demás. Quien ama la belleza y busca la verdad probablemente – a buen seguro – será capaz de llevar una vida más digna y decente.
Para concluir, estoy convencido de que la corrupción no es un problema exclusivamente político o legal. La corrupción forma parte de cada uno de nosotros: es un problema personal. Es consecuencia de ese defecto de fábrica que llamamos pecado original. Todos tendemos a la corrupción y al pecado. Y el único que puede solucionar ese problema es Dios. La crisis que vivimos es una crisis de fe. Y mientras no volvamos a Cristo por el camino de la conversión, no habrá solución. Jesús sacrificó su vida para salvarnos de nuestra propia corrupción personal. Pero nosotros somos libres de aceptar su salvación o no. Cristo es el camino, la verdad y la vida. Nada podemos sin Él, pero con Él nada es imposible. El actual secularismo nos aparta de Dios. Y en la medida en que nos apartamos de Dios, nuestra sociedad degenerará cada día más hacia la podredumbre, el vicio y la corrupción. No hay más camino que la conversión. Yo al menos no encuentro otro. La mejor educación moral se recibe ante el Sagrario, mirando al Señor, cara a cara, a los ojos: "Señor mío y Dios mío: ten compasión de mí, que soy un pobre pecador".