"El Señor me llamó desde el seno materno, desde el vientre de mi madre pronunció mi nombre".
"Yo soy valioso a los ojos de Dios", dice el profeta Isaías. Y lo somos. Dios me escogió y me quiso desde antes de ser engendrado. Y me dio la vida por puro amor. Él me insufló la Vida y me ha ido enseñando como un Maestro bueno a lo largo de mi vida. A veces, las lecciones han sido duras y difíciles de aprender. Pero aquí estoy: sigo corriendo mi carrera y sigo buscando con pasión la Verdad.
El Señor me dio todo lo que tengo y me moldeó, a pesar de mis caídas y mi pecado. Lo bueno que pueda tener se lo debo a Él. El Señor me puso en el camino a una esposa maravillosa y nos regaló tres hijos a cada cual mejor. Todo lo que puedo hacer cada día es dar gracias a Dios por lo mucho que me ha mimado durante estos casi cuarenta y nueve años que he vivido. Y sigo aquí, intentando mantenerme fiel y pidiéndole fe para confiar siempre en el Señor, especialmente en las pruebas y tribulaciones que todos tenemos que pasar. Espero seguir en el camino que mi Maestro me vaya poniendo por delante, confiando siempre en su Divina Providencia. A veces, esperando contra toda esperanza; muchas veces, a ciegas, dejándome llevar por la mano de Dios hacia donde Él quiera conducirme, aunque no vea nada claro por ninguna parte. Sé que el Señor me quiere y me mira con ternura, a pesar de mis traiciones y mis negaciones. Sé que siempre está dispuesto a perdonarme y a recibirme con los brazos abiertos.
Muchas veces te preguntas por qué te pasan determinadas cosas que no acabas de comprender. Con el tiempo acabas leyendo tu vida y con perspectiva, todo encaja y todo cobra sentido, pero cuando te vienen los malos tiempos (que es bastante a menudo, todo hay que decirlo), es como caminar por una senda oscura en la sólo puedes agarrarte a la mano del Señor que te guía y esperar que Él te abra los ojos para volver a ver el horizonte y no despeñarte en el intento.
¡Cuántos judas nos encontramos en el camino de la vida! ¡Cuántas veces yo también traiciono a mi Señor! ¡Cuántas veces lo habré negado! ¡Cuántas veces me acomodo al mundo para que no me señalen con el dedo! ¡Cuántas veces nos acobardamos por miedo, como el apóstol Pedro, y renegamos del Señor! Es difícil mantenerse firme en la fe. Es más fácil pensar como todo el mundo, decir lo que dice todo el mundo, opinar lo que opina todo el mundo. Lo sencillo es ser políticamente correcto y nadar a favor de corriente. Pero cuando te sales del rebaño y nadas contra la corriente dominante, la persecución está servida. Porque aquí, en nuestras democracias, todo el mundo es muy tolerante: aquí cabemos todos, se puede pensar, creer y expresar lo que cada cual quiere. Aquí caben distintas sensibilidades: menos la tuya, claro. Cuando defiendes tus principios y tu fe intentando ser coherente e íntegro (sólo intentándolo), entonces eres un "talibán integrista" y ya dejas de tener derecho al pan y a la sal. Entonces te etiquetan como a una especie de fanático peligroso que pretende restaurar la Inquisición para quemar a los herejes en la hoguera. ¡Bendito sea Dios!: Si uno sólo quiere vivir amando a Dios y al prójimo… Sólo eso… (o nada menos que eso).
Créanme que sé que muy bien de lo que hablo. Les aseguro que no hay nada más contracultural y escandaloso para el mundo que defender sin glosa la fe y la moral de la Iglesia. Pero, si les soy sincero, me importa un bledo. A estas alturas de mi vida y, después de haber pasado por todo lo que he tenido que pasar (no quiero ni pensar lo que me quedará todavía por ver y pasar), de lo único que presumo y de lo que me enorgullezco es de la cruz de Cristo. La única sabiduría que me importa es la que el Señor me enseña desde la Cruz. Como dijo Santo Tomás, he aprendido más contemplando la cruz de Cristo que en los libros (y he leído bastante). Y si algo he aprendido hasta ahora es que ser fiel a Cristo significa aceptar la persecución, las injurias y los desprecios. ¡Y benditas persecuciones! Si el "mundo" me mira mal y me señala con el dedo, es que no voy por mal camino. Si al Señor lo crucificaron, no debe extrañarme que a mí me descalifiquen y me desprecien por intentar seguirlo. Pretender otra cosa, sería ingenuidad.
Yo, cuando la gente que me rodea empieza a hablar maravillas de mí y a sacar las palmas para alabarme (por el cargo que pueda ocupar en un momento determinado o por lo que sea), me echo a temblar. Inmediatamente sonrío con el escepticismo de quien sabe bien que más tarde o más pronto te espera la soledad del Huerto de los Olivos, la angustia de la tribulación y la crucifixión más inmisericorde (permítanme la metáfora). Siempre que me han ensalzado (inmerecidamente), acto seguido me han arrastrado por el fango. Así es la vida. Por eso agradezco cada día más que me eviten los elogios: ni los necesito ni soy tan masoquista como para desear que me "martiricen". Siempre que sea posible, tenemos la obligación de evitar que nos apedreen.
Ni soy tan bueno ni tan maravilloso como algunas veces por pura adulación me han querido hacer ver (sin ningún éxito, por cierto); ni tan malo y despreciable. Yo sé que soy importante para Dios. Eso me basta. Sé que formo parte de una Historia milenaria en la que debo escribir mi palabra. Sé que soy una nota insignificante de la sinfonía eterna y magistral que compone mi Creador y Señor cada día desde el principio de los tiempos y que esa música concluirá un día con la venida gloriosa de nuestro Salvador, Jesucristo. Pero sin mi nota, a la partitura le faltaría algo y no sonaría bien del todo. Sé que, aunque todo el mundo me desprecie (que gracias a Dios no es caso) y el mundo me rechace, el Señor no me rechazará jamás y que si vivo y muero con el Señor, también algún día resucitaré con Él. Esa es mi esperanza.
¡Cuánto siento que el mundo esté ciego! Piensan que somos fruto de azar y que al final, la muerte es la nada. ¿Cómo es posible que el mundo no vea ni sienta el inmenso amor que Dios nos tiene? Cristo es el alfa y la omega. Y al final todos tendremos que rendir cuentas ante el Señor por nuestros actos. Que el Señor nos conceda morir en su Gracia y mantenernos fieles en los momentos de dificultad. Que el Señor no permita que nunca me aparte de Él. Lo demás no importa. Sólo Dios basta.