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Portada:: Reflexión en libertad:: Pedro Luis Llera Vázquez:: En la Solemnidad de la Epifanía del Señor

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En la Solemnidad de la Epifanía del Señor

Tue, 08 Jan 2013 07:05:00
 

¡Venid a adorar a Cristo! El Señor se ha manifestado, se ha hecho hombre, carne de nuestra carne para salvarnos del mal, del pecado y de la muerte. El mundo estaba envuelto en las tinieblas; no había esperanza entre tanta maldad: corrupción, injusticias, pobreza, paro, abusos, avaricia, soberbia, lujuria. El mundo, sin Dios, permanecía en la oscuridad.

Entonces, "las Tres Personas Divinas miraban toda la planicie, o redondez de todo el mundo, llena de hombres; y como veían que todos descendían al infierno, se determina en su eternidad que la Segunda Persona se haga hombre, para salvar al género humano; y así, venida la plenitud de los tiempos, envió al ángel San Gabriel a nuestra Señora" (Ejercicios Espirituales de San Ignacio). Y la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre y habitó entre nosotros. La Luz vino al mundo, pero el mundo no la conoció. La Verdad se hizo hombre, pero los hombres no quisieron escucharla y la clavaron en la Cruz. El Dios que se nos manifiesta, que viene a nuestro encuentro para salvarnos; el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, acabó crucificado por el mundo. Pero el Amor de Dios es más fuerte que el mal y venció la muerte. Y Cristo vive hoy y Él es nuestra esperanza. ¡Venid a adorarlo!

Cristo es la Verdad. Él es nuestra esperanza. El mundo lo rechazó, lo persiguió, lo torturó y lo mató. Pero el Señor vive. Ha resucitado. No es un personaje histórico más. Él vive hoy: es nuestro contemporáneo. Conoce nuestras penas y nuestros sufrimientos. El Señor no nos evita el dolor, no es un opio que nos adormezca ni una anestesia contra las penas. Sufrimos por nuestros hijos, por las enfermedades, por el paro y la crisis, por las injusticias, por la muerte de nuestros seres queridos. Sufrimos porque amamos. Cuando amas a alguien es inevitable que sufras si algo malo le ocurre a ese ser querido. Cualquier padre se cambiaría por su hijo de buen grado cuando éste enferma o cuando lo pasa mal por cualquier motivo. Dios no nos libra del sufrimiento, pero le da sentido: todos cargamos con nuestra propia cruz. Pero el Señor no nos abandona en el dolor y nos acompaña siempre, porque Él sabe lo que es sufrir y lo que es morir. ¿Acaso libró Dios a su propio hijo del sufrimiento y de la muerte? ¿Acaso libró a la Santísima Virgen María del dolor insoportable que tuvo que padecer al pie de la cruz donde colgaba su Hijo? Pero nosotros sabemos que el dolor y la muerte no tienen la última palabra y que si sufrimos y morimos con Cristo, también resucitaremos con Él. La última palabra no la tienen ni el dolor ni la maldad ni la muerte: la última palabra es el Amor de Dios que es vida, porque el Señor no es un Dios de muertos, sino de vivos. ¡Venid a adorarlo!

El mundo no conoce a Cristo y no quiere que se le conozca. El mundo quiere ocultar la Verdad, porque vive en la mentira y en la indecencia y la Verdad saca a la luz y denuncia su maldad. Por eso los poderosos de este mundo siempre han querido matar a Cristo. Ahora, a los cristianos, nos ridiculizan, se burlan de nosotros, nos humillan: ¿qué tiene esto de nuevo? ¡Nada! Dicen que la verdad es algo subjetivo. Nos preguntan qué es la verdad y dónde está: como hizo Pilatos ante el Cristo humillado y torturado. Exactamente igual que entonces. Los Herodes de todos los tiempos quieren encontrar al Señor para matarlo, para evitar que Cristo reine. Porque los poderosos de este mundo quieren impedir a toda costa el reinado de Nuestro Señor. Porque los poderosos de este mundo, y quienes los sirven obedientes, no aceptan el amor de Dios y justifican el asesinato de niños inocentes que aún no han nacido, promueven el adulterio y toda clase de depravaciones; pervierten a nuestros niños y jóvenes y los degradan y los matan con botellones, macro-fiestas y drogas; hacen recaer sobre las espaldas de los más pobres las consecuencias de las crisis que los mismos poderosos han provocado; echan a los pobres de sus casas y a los trabajadores de sus empleos. Pero Cristo venció al mal y nosotros también venceremos. Estamos humillados, pero no derrotados. Nos persiguen por todas partes,pero no desfallecemos. Porque Dios es nuestra fuerza. Y si Él está con nosotros, nada debemos temer. No debemos tener miedo al mundo que sólo puede quitarnos esta vida corporal, pero no puede matar nuestras almas que son de Dios. ¡Venid a adorar a Cristo!

Cristo es el origen y el destino final de todo lo creado. Cristo es el principio y el fin al que se encamina la Historia. Cristo es quien nos ha dado la vida a cada uno de nosotros y quien nos espera más allá, cuando el Padre nos llame a su presencia. Cristo es el camino, la verdad y la vida. En Él vivimos, nos movemos y existimos. Por el bautismo hemos sido injertados en Cristo. Como miembros de su Iglesia, somos hijos de Dios y hemos sido nombrados profetas, sacerdotes y reyes. Sí: somos reyes. Y como los reyes sabios que acudieron a postrarse ante el Señor, el Espíritu Santo nos conduce hacia Cristo para que nos arrodillemos ante Él. El Espíritu Santo es la estrella que nos guía a nosotros, que también somos reyes y sabios y nos gloriamos de la única sabiduría que importa, que es la que nos da el Señor (escándalo para unos y necedad para otros); el Espíritu Santo es ese fuego que arde sin consumirse en nuestro corazón y que nos conduce hacia Cristo para que lo adoremos: como ardía en la zarza de Moisés; como ardía en los corazones de los discípulos de Emaús cuando escuchaban al Señor sin reconocerlo hasta que el Resucitado partió el pan para ellos. El Espíritu Santo es quien nos acompaña y nos desvela a Cristo para que lo adoremos, como lo hizo ante Juan Bautista en el Jordán; como lo hizo en la transfiguración del Monte Tabor. El Espíritu Santo es la Luz que brilla en las tinieblas para que nuestro caminar tenga el rumbo marcado hacia Cristo, que es la meta de nuestro peregrinar por este mundo, aunque tengamos que atravesar muchos desiertos y escalar montañas que nos parecerán muchas veces imposibles de superar. Pero el Espíritu Santo es nuestra fortaleza. En el Santísimo Sacramento, Cristo se hace presente en el pan y en el vino para que, como Tomás, podamos ver con nuestros propios ojos a Nuestro Señor y repetirle con asombro, ante el milagro de la transubstanciación, aquellas palabras que pronunció el apóstol incrédulo: "¡Señor mío y Dios mío!". Nuestra vida es una caminar hacia Cristo para adorarlo, como hicieron los sabios de oriente, porque el Señor es nuestra esperanza, nuestra plenitud; el tesoro escondido por el que se vende todo; la perla preciosa. Cuando descubres a Cristo, todo lo estimas en nada. ¿Que eso te procura la incomprensión de la mayoría? ¿A quién le importa? ¿Que anunciar a Cristo te causará humillaciones o persecuciones? ¡Benditas humillaciones y benditas persecuciones! ¡Venid a adorarlo!

¡Cristo vive! Lo podréis encontrar en cada sagrario de cada iglesia ¡Postraos ante Él! Sólo Él tiene palabras de vida eterna:¡escuchadlo! ¡Haced lo que Él os mande! Sólo el Señor os podrá colmar de felicidad. Sólo Cristo nos podrá consolar en las tribulaciones nuestras de cada día. Sólo Dios basta. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo: sólo el Señor puede acabar definitivamente con tanta oscuridad, con tanta depravación, con tanta corrupción, con tanta indecencia (la que vemos en el mundo y la que llevamos dentro de nosotros mismos). Sólo Él es Santo y sólo el Señor nos puede perdonar nuestros pecados para que seamos dignos de ser discípulos suyos. No importa que seamos pocos ni que nos consideren locos. Postrémonos ante nuestro Rey y sirvámosle para su mayor gloria y alabanza, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. ¡Venid a adorar a Cristo!







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