CAMINEO.INFO.- Se ha hablado y escrito de los grandes valores que constituyen el patrimonio de la herencia europea: la unicidad de la persona, su dignidad, su libertad, la igualdad de todos, el sentido democrático, el respeto de los derechos fundamentales del hombre, la justicia social, la solidaridad, la ciencia y el progreso y tantos otros valores personales y colectivos. Enraizados, sin duda, en el corazón de la humanidad, dichos valores han llegado a nosotros, europeos, a través de la fe cristiana, purificados y enriquecidos por ella, y no son otra cosa que valores cristianos laicizados, naturalizados, secularizados.
Solamente la unión de estos valores a su fuente y su garantía puede curar a Europa de un lento envenenamiento debido a las toxinas segregadas por su propio cuerpo de valores. Solamente una terapia procedente de otra parte puede curar esta especie de depresión endémica en la que se debate Europa. Existe, pues, una liberación que solamente la fe cristiana y la Iglesia son capaces de llevar a buen término. ¿No será ésta la liberación y la promoción del hombre propia de nuestro continente? Otras partes del globo sufren hambre, enfermedades crónicas, analfabetismo y pobreza, injusticias en las relaciones internacionales. Traen su patología de la miseria y de la opresión.
Nuestra enfermedad, ¿no será la de una libertad sin patrón, aquella libertad de la que habla Isaías? “El buey conoce a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende… Se ha apartado del Señor, han renegado del Santo de Israel, le han vuelto las espaldas. ¿A qué castigaros todavía, si aún os habréis de rebelar? Toda la cabeza está enferma; el corazón está todo malo. Desde la planta de los pies hasta la cabeza, no hay en él nada sano. Heridas, hinchazones, llagas podridas, no curadas, ni vendadas, ni suavizadas con aceite” (Is. 1, 3-5-7).