CAMINEO.INFO.- Existe un viejo principio que puede considerarse como una de las reglas universalmente admitidas de la conducta humana: el fin no justifica los medios. Habría que recordar también otro principio, tan válido y cristiano como el anterior y mucho más elemental: los medios no justifican el fin. ¿Adónde queremos ir a parar con esto? Lo aclararemos en seguida.
Podría ocurrir que un imprudente fervor propio de principiantes ingenuos, llevase a algunos a pensar que cualquier opción política, con tal que haya sido reconocida como democrática, sería desde ese mismo momento admisible para un ciudadano cristiano; o bien –y esto resultaría todavía más aberrante-, que toda nueva normativa, con tal de que sea implantada por un procedimiento legal democrático, resulta también moralmente lícita y puede seguirse con recta conciencia. Las cosas no son exactamente así.
La democracia es sobre todo un método, un procedimiento, que establece unas reglas de juego para la vida pública que, si se observan lealmente, pueden producir indudables beneficios: eliminar traumas violentos en la política de un país y garantizar que las alternativas entre diversas opciones que con el tiempo se produzcan no desemboquen nunca –como en los regímenes totalitarios- en una aventura sin posibilidad de retorno. Pero la democracia –el medio- no justifica los fines que por ella se alcanzan, porque no es el bautismo en un Jordán purificador que limpia y santifica todo lo que toca. Un mal –como, por ejemplo, el divorcio- establecido por un procedimiento democrático, no por eso deja de ser mal y para el cristiano seguirá siendo siempre moralmente ilícito; y hay opciones políticas que una legalidad democrática puede reconocer y que son absolutamente incompatibles con el Cristianismo.
La democracia, en suma, no dispensa al católico del deber de ejercitar su facultad de discernimiento, que es arte de distinguir entre el bien y el mal y de acertar con el camino recto.