Cuando un Ejecutivo que no ganó en
las urnas se aferra al poder a cualquier precio,
la parálisis
no es casualidad: es la consecuencia inevitable de su propia impostura.
"Los pueblos no caen de golpe:
se desgarran poco a poco,
cuando quienes los dirigen siembran división
en lugar de esperanza."
La política,
cuando se vacía de propósito y se reduce al mero afán de ocupar el poder, deja
de ser el arte de gobernar para convertirse en un ejercicio grotesco de
supervivencia. España se encuentra hoy en ese escenario: atrapada en un
callejón sin salida donde la incapacidad del gabinete no es un accidente, sino
el resultado lógico de haber construido su legitimidad sobre pactos imposibles.
El país, paralizado, asiste a un espectáculo que ya no es de gobierno, sino de
resistencia numantina frente a la evidencia del fracaso.
El actual
gabinete alcanzó la Moncloa pese a haber perdido las elecciones. Para lograrlo,
ofreció a fuerzas dispuestas a dinamitar el marco constitucional cuanto
exigieran con tal de asegurarse sus votos. En ese trueque sin escrúpulos,
hipotecó la integridad nacional como quien empeña el alma al diablo a cambio de
unas migajas de poder. Un poder sostenido en apoyos programáticamente
incompatibles, lo que hace inviable cualquier gobernabilidad.
No es la
primera vez que España padece gobiernos tan frágiles. En el siglo XIX, los
gabinetes se sucedían a golpe de intrigas y pactos efímeros, incapaces de
garantizar estabilidad alguna. Cada uno parecía durar lo que una llama expuesta
al viento. Recordar aquellos años no es un recurso retórico: es advertir que
caminamos hacia un retroceso histórico que ya demostró ser nefasto para el
país.
La
imposibilidad de gobernar no parece inquietar al Presidente. Sus actos revelan
que su verdadera obsesión no es servir al país, sino perpetuarse en el cargo.
Como un náufrago que, en su desesperación, arrastra consigo a quienes lo
sostienen, se aferra al poder aun a costa de socavar los cimientos de la nación
que constituye su propia razón de ser. Lo prueban sus promesas de agotar la
legislatura e incluso repetir, pese a los continuos fracasos legislativos y a
unos presupuestos encallados. A ello se suman los escándalos que alcanzan a
ministros, al fiscal general, a la cúpula del partido e incluso a su más íntimo
entorno familiar. Todo converge en un único propósito: seguir en la Moncloa,
aun cuando el precio sea hundir el barco entero.
El origen de
ese proceder está en el bloqueo parlamentario. Las negociaciones de Illa y
Zapatero con Puigdemont evidencian la paradoja: un Ejecutivo sostenido por
socios que se excluyen entre sí solo puede generar inmovilidad. Así, los
proyectos se encallan y las votaciones se reducen a un ritual condenado a la
esterilidad.
Ante su
impotencia, el poder recurre a la táctica más vieja: fabricar enemigos externos
para desviar la atención. Gaza se ha convertido en bandera coyuntural; el miedo
a que “viene la derecha”, en mantra diario. No se trata de asumir
responsabilidades ni de corregir el rumbo, como cabría esperar de quien
prometió sensatez desde la oposición, sino de sepultar fracasos bajo estrépitos
mayores: tapar el disparo de una pistola con el cañonazo de una pieza de
artillería. El resultado no es disipar el ruido, sino saturar el ambiente con
tal escándalo que la verdad queda irreconocible.
Cada día
afloran nuevos escándalos. Se suceden casos protagonizados por el Ejecutivo y
sus adeptos, y la respuesta es siempre la misma: negarlo todo con desvergüenza,
acusar a la oposición de crispar y señalar a la prensa crítica como cómplice.
Paralelamente, se intensifica un acoso contra jueces y fiscales: ataques
públicos, insinuaciones y acusaciones —unas veladas, otras descaradas— de
prevaricación, la imputación más grave que puede lanzarse contra quien
administra Justicia. Esa estrategia busca amedrentar al poder judicial y
desacreditar cualquier investigación incómoda: el relato oficial intenta
convertir al mentiroso en víctima y al denunciante —incluidos quienes investigan—
en culpables.
La Vuelta
ciclista a España no fue una reacción espontánea del pueblo español, como
sostuvo el propio Presidente. Los sindicatos policiales señalaron la presencia
entre los manifestantes de activistas políticos perfectamente identificados, lo
que desmonta la versión oficial. A ello se suma un hecho revelador: el
presidente de RTVE —nombrado por el Congreso e impulsado por las mayorías que sostienen
al Ejecutivo— anunció que España se retirará de Eurovisión si Israel participa
en el certamen. RTVE, aunque formalmente depende del Parlamento, refleja en la
práctica los equilibrios políticos que dicta la Moncloa. Los hechos vividos en
la Vuelta muestran así un patrón: al menor vínculo con Israel, directo o
indirecto, se organiza un estrépito inducido que sirve de telón para disimular
carencias, fracturar aún más a la sociedad y empujar a la oposición al terreno
envenenado del “genocidio sí” o “genocidio no”.
El hecho de
presentar a la derecha como un enemigo temible no es más que una pantalla
destinada a distraer de la verdadera deriva: una orientación ideológica que nos
aleja de las democracias occidentales y nos aproxima a regímenes autoritarios,
desde teocracias islámicas hasta dictaduras que se proclaman comunistas y
conviven con el narcotráfico. Bajo ese prisma se llega incluso a estigmatizar a
todo un pueblo, como Israel, cuando lo que en todo caso pudiera ser objeto de
crítica son las decisiones de su Gobierno.
Gaza, en
definitiva, no es más que la bandera coyuntural que el Ejecutivo ha decidido
abrazar para ocultar sus fracasos. Pero lo verdaderamente inquietante es
comprobar cómo esa agitación trasciende el conflicto concreto y se utiliza como
catalizador de tensiones internas. Si ya hemos visto brotes de violencia
ideológica, verbal e incluso física en recientes escenarios, ¿qué impide pensar
que esa chispa pueda intentar prender también en el terreno más sensible de
todos: unas elecciones? No conviene olvidar que los comicios son, por
naturaleza, un campo propicio para la confrontación argumental, y deberían
dirimirse únicamente en las urnas y nunca en las calles.
En un
hipotético escenario de disturbios, el resultado de unas elecciones podría
dejar de ser la expresión auténtica de la voluntad popular para convertirse en
el fruto de maniobras inducidas, atribuidas falsamente al clamor ciudadano
contra un enemigo demonizado. En ese contexto, la violencia preventiva correría
el riesgo de instalar un relato según el cual la alternancia solo traería caos.
Así, se acabaría criminalizando de antemano el voto del adversario y
condicionando la voluntad popular bajo la amenaza del incendio: una democracia
tentada por el chantaje del miedo.
La polarización
no es solo un estado de ánimo: es la fractura íntima de la convivencia. Cuando
el discurso y las decisiones de quienes gobiernan dan lugar a la confrontación
social, no se enfrentan solo partidos o ideologías: se abren grietas en el
corazón de la sociedad. Lo que antes era un hogar se convierte en un campo de
batalla; la mesa familiar, en un tribunal donde los padres discuten con los
hijos, los hermanos se miran con recelo y las palabras se vuelven dardos. Allí
donde hubo confianza y afecto, aparece la sospecha y la distancia. La
confrontación política se cuela en los rincones más sagrados de la vida
cotidiana, envenena el diálogo, desfigura los vínculos más hondos y destruye
poco a poco la cohesión que mantiene unido a un pueblo. El saldo es un país exhausto
e incrédulo, más vulnerable a voces que prometen soluciones fáciles al precio
de la libertad.
Nos
encontramos en una encrucijada histórica. O recuperamos la política como
servicio y no como simple ocupación, o nos resignamos a que España se deslice hacia
una deriva tan peligrosa como previsible. Un país puede resistir crisis
económicas, catástrofes naturales e incluso conflictos bélicos; lo que
difícilmente soporta es la parálisis de un Ejecutivo cuyos actos parecen
orientados más a perpetuarse en el poder que a gobernar.
El futuro de
España exige romper la inercia de la parálisis y la polarización que hoy la
atenazan. El caos no estalla de repente: germina lentamente en cada mentira
impune, en cada promesa incumplida, en cada gesto de cinismo político, en cada
sombra de corrupción y en cada ataque a la separación de poderes. Si no se
rectifica a tiempo, el precio será devastador: no solo la degradación del
sistema democrático, sino la pérdida de confianza de un pueblo que,
desengañado, puede acabar entregándose al espejismo de un salvador. Y la
historia es elocuente: los salvadores rara vez traen libertad; casi siempre
traen cadenas.
España
merece reconciliarse consigo misma