Quien se arrodilla para comer, no puede alzar la voz para decir la
verdad.”
George
Orwell
Dicen que ninguna cadena pesa más que aquella que se
disfraza de medalla. Y qué cierto es. Vivimos tiempos en que la cultura, que
debería ser faro de libertad y rebeldía, ha perdido peligrosamente su camino,
sustituyendo la autenticidad del arte por el calculado negocio del aplauso
institucional. Y todo ello sucede en nombre de nobilísimas causas políticas
que, curiosamente, coinciden en beneficiar a aquellos que las predican desde
los escenarios, desde las pantallas cinematográficas o desde las durmientes páginas
de los libros que consumimos con sospechosa frecuencia.
Históricamente, el artista, ha sido la voz incómoda para el
poder. Desde la independencia crítica, ha señalado las injusticias y ha
confrontado al poderoso. Pero, ¿qué ocurre cuando el artista deja de ser
incómodo y pasa a ser útil, cuando abandona la rebeldía auténtica por una
rebeldía falsamente escenificada y convenientemente monetizada?
No nos engañemos. Nadie cuestiona el legítimo
derecho de cada persona a abrazar una ideología, a defender unos ideales. Pero
sí cabe preguntarse qué lleva a reconocidos artistas, admirados artísticamente por una
abrumadora mayoría de público, a apoyar de forma tan vehemente
causas que la mayoría percibe claramente negativas, impopulares o sencillamente
indefendibles. ¿Es convicción real, es inocencia, o es algo menos noble pero
más tangible?
Hay un vídeo sobre este tema, en el que Albert Boadella
dice: “Cada día detesto más este gremio mío de la farándula. Ni son de
izquierdas, ni son de derechas, ni son de centro, ni son nada. Todo es mentira.
Ficción. No abandonan la escena. Simulan. Se exhiben. Hacen público lo buenos y
solidarios que son. Su enorme impostura tiene una sola y sólida razón: estar
con el poder que facilita los medios que necesitan. ¿Quién es este poder?
Casualmente el PSOE ¡Claro! Si esos alardes de compromiso social los hiciesen
los más desarrapados de la farándula, tendrían la justificación de la
supervivencia. Pero miren quien firma estos manifiestos: millonarios. Cómicos
que han ganado fortunas y quieren seguir en el candelero. Así tienen premios,
prebendas y se sienten protegidos por los medios del poder. ¡Naturalmente! No
les importa ponerse del lado de los sinvergüenzas chantajistas y separatistas
ni de los que tuvieron responsabilidades criminales en el País Vasco. No
digamos ya de los delincuentes del partido que han sido amnistiados. Qué suerte
vivir en este tiempo. Qué suerte no estar en el 36 porque con sus manifiestos
públicos, algunos fachas como yo, seguramente acabaríamos en la checa”.
¿Qué mueve realmente a esas voces famosas, a esos rostros
conocidos que vemos repetirse una y otra vez en manifestaciones públicas de
apoyo a determinados líderes políticos? ¿Lo hacen por amor a la justicia, por
un sentido puro de la equidad y la democracia? O más bien, ¿por la certeza de
que ese gesto de aparente compromiso cívico se traduce casi inmediatamente en
contratos jugosos, en giras interminables financiadas con dinero público, o en
títulos honoríficos entregados con pompa por los mismos que reciben su respaldo
en tiempos electorales?
Hay que ser francos: la realidad es mucho más prosaica. Las
mismas voces que denuncian desde sus cómodas tribunas la injusticia social, la
corrupción o la desigualdad, reciben con total naturalidad y ninguna objeción
moral, contratos millonarios provenientes de las arcas públicas, administradas
precisamente por aquellos que apoyan públicamente. Esos discursos de fingida rebelión
y justicia quedan automáticamente invalidados por la fría lógica de los hechos:
¿cómo creer en la sinceridad de una denuncia pronunciada por quien se beneficia
tan claramente de aquello que finge cuestionar?
¿Acaso no recordamos esa imagen grotesca y teatralizada de
ciertos artistas posando con el ceño fruncido, mostrando indignación ante las
cámaras, en un esfuerzo tan calculado como ridículo de aparentar compromiso? El
símbolo definitivo de esta hipocresía fue, sin duda, aquella foto de la ceja,
tan inolvidable como vergonzosa. Una imagen que, lejos de convencer, despertaba
la sonrisa amarga de quienes sabían que aquello no era más que la pose
interesada del que ya no busca la justicia, sino el favor y el beneficio mutuo
con el poder.
¿Y qué beneficio es ese? Muy sencillo: contratos y giras
por municipios convenientemente gobernados por correligionarios políticos,
subvenciones recurrentes que engrosan sus ingresos, y premios institucionales
en forma de medallas, reconocimientos, y nombramientos honoríficos. Todo ello
presentado como muestras espontáneas de admiración popular, pero que, en realidad,
esconden el frío cálculo de una maquinaria bien engrasada por intereses mutuos.
Es triste reconocer que lo que debería ser denuncia
valiente se ha convertido en simple negocio. Los "artistas
comprometidos" disfrutan así del oxígeno institucional, del amparo del
poder político que, convenientemente, los contrata y los homenajea. Y mientras
tanto, aquellos otros artistas –los olvidados, los que realmente practican la
independencia crítica– quedan marginados, silenciados por no alinearse con
ninguna sigla, por no aplaudir ningún escándalo, por no aceptar ninguna
prebenda. Para ellos, no hay contratos fáciles ni medallas relucientes.
Quizá algún día el telón caiga definitivamente, y detrás
solo quede al descubierto lo que ya intuíamos: la triste realidad de una pretendida
cultura vendida, domesticada y dócil al servicio de quienes manejan el poder y
las cuentas públicas. Hasta entonces, no queda más remedio que
denunciarlo y decir con claridad, aunque incomode, que la rebeldía auténtica
nunca ha brotado del acomodo ni de la complacencia con el poder.
Bastaba simplemente con la dignidad.