Corrupción,
mediocridad y globalización hunden a Occidente
“El progreso
democrático no es bajar a la élite al nivel de la masa,
sino
elevar el nivel de la masa al de la élite”
Gustave Le Bon
En las
últimas décadas, hemos asistido a una grotesca mutación ideológica, alimentada
por la degradación de la educación y la imposición de realidades ficticias
mediante campañas propagandísticas descomunales. La extinción del pensamiento
crítico y el arrinconamiento de la cultura del esfuerzo han abierto las puertas
del poder a una fauna de dirigentes mediocres, reflejo nítido de una sociedad
en decadencia.
Recientemente
leí la propuesta de uno de esos modernos custodios del universo emocional
infantil: eliminar el rojo de las correcciones escolares por ser “demasiado
agresivo” y generar estrés en los alumnos. Sugería sustituirlo por el verde,
que —según él— transmite “esperanza y sosiego”. Uno se pregunta, perplejo, si
el siguiente paso será pedir que se prohíba el aleteo de las mariposas... porque
traumatiza a los niños y puede truncar su futuro.
Cuando uno
se topa con semejante muestra de conocimiento psicopedagógico, resulta
inevitable pensar que su autor es un necio, un cretino. Craso error. Quienes proyectan
esos postulados conocen muy bien su trascendencia y el objetivo que persiguen. Son
campañas de ingeniería social, meticulosamente diseñadas para moldear a una
ciudadanía carente de sentido crítico e intelectualmente indefensa para
poder manipularla a su antojo.
Si los
políticos mienten descaradamente, Silicon Valley vende algoritmos como
sustitutos de la ética, y las universidades relegan a Platón para “no
traumatizar” a los estudiantes, ¿qué formación estamos ofreciendo a los
jóvenes? ¿Que la sabiduría es un meme, el esfuerzo un mito boomer y el éxito un
NFT?
La
implacable degradación del sistema educativo ha originado una reacción en
cadena. Sus eslabones parten del menoscabo del rigor académico, agravado por la
eliminación de las humanidades. Esta pérdida ha privado a la sociedad de
valores esenciales: la capacidad de discernir, la reflexión ética y la
comprensión de nuestra historia.
Este
proceso ha llegado a un extremo insólito: la creación de una cátedra en el
templo del conocimiento para alguien sin formación universitaria. El hecho,
inimaginable en otros tiempos, no solo evidencia la crisis ética a la que hemos
llegado, sino también el envilecimiento de los sacerdotes guardianes de lo
intocable: la excelencia académica.
Tan
profunda descomposición de las instituciones ha permitido el ascenso al poder
de mercachifles sin escrúpulos, supuestos redentores de explotados y
desvalidos, presuntos liberadores de la mujer, y trepadores de la política, encumbrados
para dirigir un país, que además de saquear el erario público, no sabrían ni
convocar una reunión vecinal.
Hemos
visto cómo improvisados “comisionistas” se han convertido en traficantes de la
muerte, vendiendo sufrimiento y dolor al mejor postor, y cómo algún temerario
grumete se ha puesto al timón de un transatlántico. Este escenario, tan sombrío
como revelador, nos sitúa al borde del colapso de los valores y la concepción
de la existencia que, desde sus orígenes, han nutrido el espíritu de una
civilización milenaria: Occidente.
Cuando
arribistas sin mérito, cortesanos del poder y saqueadores de lo público
alcanzan el gobierno, el desastre es inevitable: hieren a la sociedad con daños
que ningún tiempo cura. Desde el poder, envenenan instituciones, pisotean la
ley y pudren la administración. La legalidad se tuerce o se rompe; las normas
se redactan no para el bien común, sino para el interés de unos pocos. Y así,
la justicia y la equidad mueren de gangrena.
Así las
cosas, los más preparados sirven cervezas y los amorales dirigen el Estado.
¿Hemos de
extrañarnos de que tales personajes proyecten su miseria moral sobre el país?
¿De que la mentira cree un reino de sombras para ocultar su codicia? ¿De que el
futuro se desvanezca en manos de los saqueadores?
Entre
otras muchas consecuencias, fruto de este deterioro político, Occidente perdió
sus fábricas —y con ellas, su poderío económico— para depender de bancos especulativos
y de un turismo, volátil como una montaña rusa, condenando a sus ciudadanos a una
precariedad laboral crónica y a mendigar subvenciones que nunca construirán
futuro. Cuando una sociedad se acostumbra al dinero fácil de las subvenciones deja
de ser soberana para ser sierva de su propio conformismo. Y cuando una nación
cambia fábricas por subsidios, acaba sin industria, sin dignidad… y sin poder.
Porque el que paga, manda. Y el que mendiga, obedece.
Los
países industrializados son los que marcan el rumbo. Quien fabrica bienes
útiles tiene el poder. Sin fábricas, Occidente navega sin rumbo, sin timón ni
timonel — basta con analizar la calidad de la mayoría de sus dirigentes y las
políticas que practican.
Si
antes arruinaron la industria, hoy, en aras de una pretendida protección del
planeta, están impidiendo el aprovechamiento de los recursos naturales, vetando
la fuente de energía más estable, limpia y económica —como la nuclear—,
erradicando la agricultura y destruyendo la ganadería; y, no contentos con
ello, ya han puesto en el punto de mira al turismo y a los bancos.
Si
el turismo cae o los bancos truenan, no hay plan B. Nos volvimos adictos a un
dinero fácil… y perdimos nuestro poder.
Una imagen
ilustrativa del desmantelamiento de Occidente son los centros históricos de sus
ciudades.
Desde que
la memoria alcanza, toda callejuela, iglesia, taberna o taller artesanal ha
sido crisol donde clases, intereses, tradiciones, oficios y generaciones
fundían su existencia El mercado no era solo un lugar de transacción,
sino de negociación simbólica en el que se dirimían los conflictos, forjaban
las lealtades y sellaban acuerdos tácitos.
Antes
de la globalización, estos espacios eran el fiel reflejo de como una sociedad
concebía su existencia: qué reglas observaban, cuáles eran las jerarquías y
valores que conformaban el conjunto de una cultura. Genuinos exponentes de esta
realidad era un relojero en Núremberg, un orfebre en Córdoba o un librero en
Florencia. Su desaparición a manos de las cadenas multinacionales refleja la
capitulación de la identidad local frente a la colonización cultural de la
globalización: un híbrido impersonal aniquilador de la singularidad, la
tradición, y la diversidad. Es decir: del esencial legado humanístico forjado durante milenios, sin él cual no
seríamos lo que somos.
Junto a su
identidad cultural, Occidente hipotecó el alma de sus centros urbanos al
becerro de oro de la globalización. Antes de que la uniformidad arrancara de
cuajo sus raíces, sus ciudades latían con ritmo propio: por plazas y
callejuelas surgían al encuentro del viajero tabernas familiares, donde el
mostrador de roble —testigo mudo de siglos— era crónica silenciosa escrita con
viejos caldos en las páginas del tiempo.
En sus
colmados centenarios, artesanos ofrendaban obras únicas elaboradas con sus
manos. Allí, el tendero, sabio de su oficio, aconsejaba como un viejo amigo
entre olores a especias o cuero viejo. Las piedras de sus muros guardaban
anhelos y sueños tejidos en el alma del lugar.
Las
tiendas eran santuarios del encuentro, donde el dinero no compraba productos,
sino complicidad en la memoria colectiva.
Hoy, la
vieja muestra de madera tallada con la palabra «Juguetería» —¡qué imagen tan
expresiva!— ha sido sustituida por un frío luminoso de neón con letras
indescifrables, donde se ofrecen cientos de fundas de silicona para móviles, masas
de helados y turrones de sabores exóticos o cerámica de Talavera… fabricada en
China.
Débil e
indefensa imagen ofrece nuestra civilización, carente de la savia que nutrió su
grandeza: el pensamiento crítico, reducido a escombros; la cultura del
esfuerzo, ahogada en la mediocridad; las humanidades, exiliadas de las aulas.
En
nombre de la Eurocracia hemos abdicado
de nuestra soberanía; a cambio de tapones de plástico y curvaturas de pepinos, mientras
entregábamos el alma de nuestras ciudades a los dioses del neón, el acero y los
cristales de la McMundialización.
Cuando
un ídolo cae, siempre hay alguien listo para ocupar su pedestal.
Occidente corre el riesgo de dejar
de ser dueño de su destino: saboteado por los ingenieros del caos que se hicieron
con la nave, avanza a la deriva en un mundo donde otros —más astutos— marcan el
rumbo. Seducida por el dinero fácil, hace
décadas que la nave se mece dulcemente en el mar del conformismo. Si la
tripulación no despierta de su indiferente letargo para inhabilitar al capitán,
terminará por ser un punto perdido en el horizonte… mientras los demás serán
quienes arriben a puerto.