«Sólo
soy, sólo sigo siendo una sola cosa: un payaso. Eso me pone en un plano más
alto que el de cualquier político».
Charles Chaplin
Se han cumplido 44 años de aquel hecho histórico en el que los
españoles, al aprobar por una abrumadora mayoría de casi el 92%, la
Constitución de 1978, decidimos cerrar las heridas producidas por la guerra
civil del 36, y juntos, encarar un nuevo futuro.
Con tal motivo, cada año, el Congreso de los diputados se erige en
el escenario de una gran mascarada en la que los primeros actores de un ramplón
grupo de pícaros hampones que se ha subido a la carreta de los cómicos de la
legua, pronuncian discursos grandilocuentes —que por supuesto nada tienen que
ver con lo que sienten o piensan— pero sentenciosamente, hacen una fingida
exaltación de los valores contenidos en nuestra carta magna.
Teatro, es un concepto que proviene del griego,
"theatron", que indica un "lugar para mostrarse,
exhibirse". Así que todo, tanto el escenario como lo que en él se representa,
forma parte del tinglado de la antigua farsa.
Si siempre me ha parecido que estos actos encerraban una gran dosis
de hipocresía por la diferencia existente entre los valores que en los mismos
se enaltecían y los hechos que la realidad política de cada día ponían de
manifiesto, los celebrados en el transcurso de la actual legislatura, me
parecen un auténtico sarcasmo; una auténtica mofa; un puro escupitajo en la
cara del espectador.
De entrada, me parece una manifiesta provocación el hecho de que
sea Presidenta del Congreso de los Diputados alguien, que en febrero de 2013,
rompió la disciplina de voto del Grupo Socialista, y en el Congreso que
actualmente preside, votó a favor de las iniciativas presentadas por CiU y La
Izquierda Plural (IU-ICV/EUiA-CHA), para permitir en Cataluña la realización de
un referéndum sobre su futura relación con el resto de España.
De forma clara, simple, concisa y sin adornos, digamos que la
actual Presidenta del Congreso de los Diputados de España, votó a favor de que
los partidarios de romper su unidad, pudieran celebrar un referéndum con el
propósito de violentar su Constitución, que “se fundamenta en la indisoluble
unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los
españoles”, acto que es de competencia exclusiva del Estado —del cual, ahora,
es ella la tercera autoridad— y que por tanto solo puede convocarlo el Jefe del
mismo, es decir: El Rey.
Por supuesto que cualquier persona es libre de pensar como le
plazca, pero no todas son idóneas para presidir una institución en la que ha de
ejercer sus funciones como árbitro moderador, y para lo que previamente, ha
jurado o prometido (para el caso es lo mismo) lealtad al Rey, y guardar y hacer
guardar la Constitución como norma fundamental del Estado.
Resulta difícil esperar equidad de alguien, que habiendo jurado o
prometido su acatamiento a la Constitución, sin embargo, vote en contra de lo
previsto en la misma.
De hecho y como reiteradamente se ha podido apreciar en sus
intervenciones, en mi opinión, muestra una manifiesta ausencia de
imparcialidad, al privar de la palabra a diputados de la derecha, por expresar
lo que piensan de la acción del Gobierno o de la actuación de alguno de sus
miembros, mientras se muestra tolerante ante manifestaciones equivalentes de
los representantes de la izquierda.
Ante actuaciones tan impropias, según mi parecer, conviene recordar
que la razón de ser de los parlamentos, radica precisamente en la acción de
parlamentar, de usar la palabra libremente, de expresar con toda claridad los
pensamientos, de contrastar sin menoscabo las ideas, que sean las palabras las
que se enfrenten y no los hechos, sobre todo cuando la Constitución reconoce y
protege el derecho “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y
opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de
reproducción”.
Si la Constitución no impone ninguna restricción a este derecho,
mucho menos lo puede forzar ninguna regla de rango inferior, y aún menos,
aplicar arbitrariamente la presidenta de una institución como es el Congreso de
los Diputados, máxime cuando la propia Constitución garantiza esta facultad en
el punto 2, de su artículo 20, cuando dice: “El ejercicio de estos derechos no
puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa”.
En mi opinión, la presidenta del Congreso y los miembros de la mesa
que actúan como ella, están cometiendo un abuso de autoridad al retirar el uso
de la palabra por razones de consideración personal, a cualquiera de los
miembros de la Cámara. Es más: casi me atrevería a decir, que con decisiones
como las tomadas, están violentando la propia Constitución que han prometido
guardar y hacer guardar.
Por eso considero que es una burla de nuestra Ley de leyes, manifestaciones
como las de la presidenta del Congreso y sus adláteres, cuando como el pasado
año, en el acto equivalente al que hoy se celebra, dijo:
“Quienes cuestionan el cumplimiento de la Constitución pretenden
situarse por encima de ella"
"Hay que defenderla activamente. Hay que ser leal a ella y
dentro de ella se incluyen distintas formas políticas”
“La lealtad es, ante todo, autoexigencia"
A aquellos que creen en acuerdo y a quienes estamos comprometidos a
exigirnos esa lealtad en nuestra propia conducta".
Cualquiera que tenga un mínimo de sentido común y haga un análisis
comparativo de sus palabras con sus actos, cuando menos habrá de preguntarse:
¿Pretende situarse por encima de la Constitución una persona que
vota a favor de que los ciudadanos de una parte del territorio español celebren
un referéndum para romper el Estado sin ajustarse a lo previsto en este sentido
por nuestras Carta Magna?
¿Defiende activamente y es leal con la Constitución, cuando según
su criterio, impone arbitrariamente una censura previa al silenciar a unos
determinados miembros de la Cámara, cuando la máxima Ley lo prohíbe?
¿Ejerce la autoexigencia que ella misma proclama cuando toma
decisiones como las descritas?
Según las autoritarias decisiones que solo a los miembros de la
oposición impone la presidenta del Congreso ¿Podría afirmarse que con su
conducta, está comprometida a exigirse la debida lealtad constitucional?
Que tenemos una tropa política tramposa y facinerosa, es algo notorio:
está podrida social, moral e ideológicamente, y como por añadidura hace gala de
una indigencia intelectual superlativa, se dedica a someter los intereses de España
a cualquiera que le pueda facilitar o sostener en el poder. Ya conoce el lector
la célebre frase atribuida a Groucho Marx: "Éstos son mis principios, pero
si no les gustan, tengo otros"[i] Si
para ello hay que legalizar a una banda terrorista o indultar a unos
delincuentes juzgados y condenados por golpistas, pues se hace con el mayor
descaro argumentando que así se facilita la convivencia; si para que estos
actos queden impunes hay que vaciar de contenido las leyes que desarrollan la
Constitución y prostituir a la Justicia, se hace con el mayor desahogo
conocido, acusando siempre a un tercero de crispar la política española. Si hay
que ocultar hechos punibles, se ocultan, y si se llegan a descubrir, ya se
buscará un cabeza de turco que pague los platos rotos, pero entre tanto, si hay
que mentir, se miente con la mayor desvergüenza.
Lo cierto es que en una democracia seria y asentada, cualquiera de
estos hechos habrían tenido muy graves consecuencias políticas, sin embargo,
para vergüenza propia y ajena, en España, los condenados por estos delitos, se
han convertido en los que dictan el rumbo de los destinos del país.
Los personajes que cada año vemos exaltar la Constitución en el
Congreso de los Diputados, como diría el Crispín de la inmortal obra de Jacinto
Benavente, “Los intereses creados”, son cómo los viejos polichinelas que
pretenden una vez más divertirnos con sus niñerías, aunque a mí, más bien me
parecen muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a
poca luz y al más corto de vista. Son las mismas grotescas máscaras de cera,
que al calor de sus engañosos ardides, se van deshaciendo, dejando al
descubierto la decepción de sus mentiras.
[i] En
realidad esta frase apareció en un periódico de Nueva Zelanda en 1873