Democracia es el arte de manejar el circo desde la
jaula de los simios.
Henry-Louis
Mencken
No
fue Giuseppe Tomasi di Lampedusa el primero en expresar en su novela “El
gatopardo”, el cinismo que encierra la frase: “Si queremos que todo siga como
está, es necesario que todo cambie".
Ya,
en la antigua Grecia, en los últimos años del siglo VI antes de Cristo, ante la
rebelión de los artesanos y los campesinos (el pueblo) de Atenas, frente a los
privilegios de la nobleza de la ciudad/estado, ésta lo puso en práctica al adoptar
formalmente un sistema de gobierno, denominado “democracia”, lo que se puede
traducir como “gobierno del pueblo”.
El
nuevo orden social sustituía el régimen de prerrogativas del que gozaba la aristocracia,
por el aparente traspaso del poder a los ciudadanos, haciendo posible su
participación en el foro, a excepción de los esclavos, que sí estaban obligados
a participar en las guerras, las mujeres, y los extranjeros residentes, a pesar
de que estuvieran obligados a pagar impuestos.
Todos
los intervinientes en el foro, podían expresar libremente su opinión sin temor
a represalias, y cualquiera podía ser elegido para ejercer un cargo público.
Los más “convenientes” para ejercer responsabilidades públicas, eran los más
ignorantes y osados en la expresión de sus críticas, y los necesitados
ambiciosos. Los primeros porque eran los más fáciles de manipular. Los segundos,
los más factibles de corromper.
De
este modo, la nobleza ateniense seguía rigiendo los destinos del Estado, bajo
la apariencia de que eran los elegidos por el pueblo para hacerlo. Se había
cambiado todo, para que todo siguiese igual.
Se
había sustituido el nombramiento elaborado por una minoría privilegiada, por la
elección de ineptos manejables y necesitados corruptibles, hecha por una
mayoría previamente manipulada por oradores cuya misión era excitar en las
masas las reacciones más primitivas del ser humano.
Fue
el populista Juan Domingo Perón el primero que dijo en 1954 que el pueblo nunca
se equivoca. Y probablemente tenía razón, porque cada uno vota en función de
sus apetencias.
Al
pueblo —ingenuo, incauto, crédulo y confiado— le mienten cuando le adulan, le
engañan mientras lo ensalzan, y le ciegan cuando le ocultan la verdad, para
obtener su apoyo.
Con
mentiras y engaños encandilan a la masa prometiéndole paraísos que jamás
alcanzará, y al día siguiente causan su infortunio con la realidad de sus
actos.
Por
supuesto ¿Quién no va a querer abrazar los derechos inherentes a la democracia?
Derechos que cómodamente pueden prostituirse, mientras quien elija a los
gestores sea un colectivo carente de conocimiento y ávido de dádivas.
Es
fácil comprar la voluntad de la mayoría, manteniéndola en la ignorancia, haciéndole
interesadas concesiones, y ofreciéndole privilegios y beneficios, que más que
allanar su camino hacia la libertad, terminan por hacerles esclavos de un
Estado cada vez más omnipotente, más aplastante, más opresor.
Esclavos
de los griegos, de los romanos, del feudalismo… y esclavos del siglo XXI.
El
pueblo no se equivoca, pero no es de buen juicio dejarse guiar por la supuesta
sabiduría de quienes carecen de discernimiento, y previamente han sido
atiborrados de seductoras, pero tramposas promesas.
La
ignorancia de una sociedad es el germen más fecundo para manipularla, casi
siempre impulsando sus pasiones más primitivas y presentándoselas como la
liberación de una pretendida opresión previamente orquestada.
Esa
ignorancia, cuando no estupidez, convertía a quienes la sufrían en un
instrumento fácil de manejar por personas que ansiaban el poder al precio que fuera,
de tal modo que al final, quien guiaba al pueblo, no era una persona instruida
que defendiese unos principios éticos o morales, sino un rufián dispuesto a venderse
al mejor postor con tal de conservar el mando.
Una
de las más graves consecuencias de la democracia, es que permite imponer lo que
diga una mayoría bajo el sofisma de que es lo mejor, lo cierto, lo verdadero,
lo auténtico. Hacer que la voluntad de los más sustituya a la certidumbre; suplantar
la sustancia por la entelequia, la evidencia por la irrealidad, la cantidad por
la calidad.
Si
un hecho es justo, bueno, malo, tuerto o derecho, no depende de que lo decida
una mayoría. La realidad siempre será la que es, lo digan cien mil personas,
diez mil, o ninguna.
Aceptar
lo que pueda decidir una mayoría como algo incuestionable, es admitir que
aquellos que ostentan la representatividad, no pueden ser más incompetentes que
aquellos que les han votado.
Necesariamente,
la democracia tiene que ir acompañada de la rectitud y la transparencia del
cristal. No puede cohabitar con el silencio, la ocultación, el subterfugio, la
ambigüedad o la tergiversación de la realidad. De lo contrario, se convertirá
en un elemento corrosivo que
destruirá todo lo que pretende amparar y tutelar.
Sin
embargo, la naturaleza de su propio nacimiento, y su aplicación posterior en el
transcurso de su historia, muestra bien a las claras que casi siempre ha sido
la engañosa máscara que oculta un rostro diferente al que presenta, y con el
que pretende hacer creer a los ciudadanos que son ellos los dueños de su propio
destino, cuando en realidad no son más que marionetas, que obligadamente se
mueven siguiendo las órdenes de quien, en cada momento, mueva los hilos.
A
la vista del análisis del sistema y de su propia evolución histórica, se puede
afirmar sin riesgo de equivocación, que la democracia es una forma de
organización social extremadamente frágil y vulnerable, tanto, que como
Aristóteles decía hace 2.500 años: “La turbulencia de los demagogos derriba los
gobiernos democráticos”.
Si
no hubiera en la historia de la humanidad, infinidad de sucesos que ratificasen
las palabras del gran filósofo griego, bastaría para comprobar lo acertado de
su juicio, recordar las trágicas o extrañas circunstancias en que en nuestros
días, accedieron al poder en España dos individuos de infausta memoria ya.
Al
igual que las antiguas civilizaciones divinizaron al fuego, al mar o las
cosechas, nosotros, en el siglo XXI, hemos divinizado a la democracia. Hoy,
todo lo que no sea considerado como democrático por quien ostenta el poder, es
fascismo; toda discrepancia con quien ostenta la mayoría, es fomentar la
división, la confrontación y la discordia social. En suma, fomentar el odio.
No
aceptar la crítica, pretender estar en posesión de la verdad absoluta o creer estar
ungido por una pretendida superioridad moral, atenta contra la propia esencia
de la democracia y pone de manifiesto un claro empeño porque solo impere el
pensamiento de quien tiene en sus manos la posibilidad legal de imponer su
voluntad. Y eso es autoritarismo, absolutismo, o despotismo, comportamientos
propios de una dictadura.
El
abuso que en nuestros días se hace del adjetivo democrático, hace que uno se
pregunte ¿Si habrá algo más esperpéntico y que ponga de manifiesto la supina
ignorancia de un gobernante que el escucharle decir que hay que democratizar
las matemáticas o el sacrificio de la vacas?
La
concepción enaltecida que tenemos de la democracia podría ser equivalente a la
de la libertad. De ahí que la historia de este sistema de gobierno, sea mucho
más que la reseña de una forma de organizar la sociedad. Es, incluso antes de
inventarla, el ideal de la humanidad.
Salvo
los países en los que la autoridad política se considera emanada de Dios, y es
ejercida directa o indirectamente por un poder religioso, la idea de la
democracia ha sido tan aparentemente aceptada que incluso no pocas dictaduras
se disfrazan y desvergonzadamente se presentan revestidas con el manto de la
libertad.
No
es de extrañar, por tanto, que haya habido muchas naciones que han escogido este
sistema de gobierno, o más bien un simulacro del mismo, porque solo han
adoptado el envoltorio, la apariencia, al tiempo que socavan los cimientos en
los que el mismo debe asentarse, convirtiéndose en esos casos en un frágil
fenómeno agónico desde su propio nacimiento.
No
se podía esperar que tuviese una larga vida —no llegó a dos siglos – una
organización social, que como nos muestra su propia historia, germinó de una semilla
ya enferma. Las propias vías de agua con las que emergió son las que la
sumergieron durante siglos en el oscurantismo de los tiempos.
Al
igual que a un niño se le da una chuchería para conformarlo, quienes diseñan
los cauces por los que debe discurrir la democracia, siempre se han preocupado
de que esta satisfaga nuestras aspiraciones más primarias a través de
posesiones materiales, mientras secularmente se ha “olvidado” de los
principios, los valores, el raciocinio y el sentido común.
Como
contrapartida, el centrar nuestros afanes en el continente en vez de el
contenido, nos ha originado una decadencia moral sin precedentes, como la que
en estos días, Occidente, está protagonizando en Afganistán.
La
vergonzosa claudicación de Occidente, frente a una de las más inhumanas
teocracias, con seguridad tendrá incalculables consecuencias nefastas para
nuestra civilización, para nuestra organización social, para nuestra forma de
concebir nuestro día a día.
Ya
dijo Rodríguez Zapatero, en su día que: “En España cualquiera puede llegar a
ser presidente del gobierno”. Todo es cuestión de que ese “cualquiera” se
preste a ser el fantoche de los intereses de los poderes fácticos.
Sin
embargo, este factor que se suele exhibir como uno de los grandes atractivos de
la democracia, es en realidad el caballo de Troya que finalmente le hará
naufragar, porque es una insensatez que personas incompetentes tomen decisiones
sobre temas complejos de enorme relevancia.
Fue
precisamente este contrasentido el que hizo que la primera democracia tuviera
tan corta vida.
En
la catedral de Ávila, hay una lápida dedicada a la memoria del que fuera el
gran presidente que con firme espíritu llevó el timón de la transición, Adolfo
Suárez González y su esposa Amparo Illana Elórtegui, con una inscripción que
recuerda, que en momentos tan delicados como aquellos, “La concordia fue
posible”.
Pero
aquella concordia que entonces se logró con tantas renuncias, con tanto
esfuerzo y sacrificio, no son realidades que surgieran de manera natural; no
son estados irreversibles que estén consolidados para siempre. Por el
contrario, lo que la inmensa mayoría de los españoles alcanzamos con tanta
ilusión, por la infame voluntad de la suma de los menos, se encuentra ahora más
amenazada que nunca.
Pero
debemos tener muy presente que todos y cada uno de nosotros, somos
corresponsables de nuestro presente y nuestro futuro. Nadie más que los
ciudadanos deben ser los garantes de nuestra democracia. Ejerzamos con
responsabilidad el poder que tenemos nuestras manos teniendo en cuenta que no
es la política la que hace que un candidato nos engañe y nos defraude. Es
nuestro voto el que hace a un mentiroso estafador, convertirse en político.