“En cada niño se debería poner un cartel que dijera:
Tratar con cuidado. Contiene sueños”
Mirko Badiale
Harto
de la mierda en que se ha convertido la política española, y de la jauría
sedienta de dinero, poder y revancha que últimamente se ha apoderado de la
misma, me había prometido a mí mismo, el no ocuparme más de ella, pues la sola
mención de cualquiera de los hechos y/u omisiones de esta manada de
depredadores, elegida por nosotros mismos, me produce náuseas.
Me
había dado un tiempo para reflexionar, y elegir otros temas de mayor interés
humano sobre los que escribir.
Sin
embargo, ha ocurrido algo que ha superado mis expectativas y me ha revuelto las
tripas, por el infinito dolor y sentimiento que me ha producido.
Ha
muerto un ángel.
Nabody,
la niña que llegó en una patera a Canarias, nos ha dejado. Solo tenía dos años.
Su mundo tenía que haber sido el de sus sueños, sus fantasías, sus bromas, sus
risas, sus pequeños juegos realizados con sus manitas. Ni siquiera creo que
haya tenido oportunidad de ensimismarse con Bob Esponja, Tom y Jerry, o el
Pájaro loco. Y por supuesto, haber tenido tiempo de disfrutar de sus dioses. Esos
seres que ella creía omnipotentes, y a los que alzaría sus pequeños brazos,
pidiendo protección, refugio, y sobre todo, amor.
Todo
niño tiene, o debe tener, sus dioses. Esa madre que nos dio la vida a costa de
entregarnos la suya propia, y de la que aunque nos corten el cordón umbilical,
nunca nos desprenderemos. Nunca estuvimos más seguros, más protegidos, y más
amorosamente cuidados, que durante el tiempo en el que ella nos albergó en su
seno. Es imposible imaginar una integración más plena entre dos seres.
El
padre, esa sombra todopoderosa bajo la que el niño piensa que está a salvo de
todo mal. Y ¿Cómo no? Los abuelos, las figuras acogedoras y bondadosas,
dispuestas siempre a satisfacer sus naturales caprichos, que cuando están junto
a ellas, se les entregan en cuerpo y alma para hacerles felices. Tan felices,
como para, hacerles partícipes de sus infantiles juegos, y en el invento de
fingidas historias, disfrazarse para encarnar a imaginarios fantasmas y tratar
de asustarles.
Ese
debería haber sido el mundo de Nabody. Un mundo que le fue negado. Ignoro si
siquiera pudo llegar a estar en sus sueños, pero que jamás llegó a conocer.
Y
no lo conoció por culpa de esos seres miserables, hombres y mujeres —feministas
o improvisadas oportunistas—, que con la excusa de servir al pueblo, se
apropian del poder, a menudo con malas artes. Su propósito es que dejemos de
ser personas con sentimientos, familia, amigos, ilusiones, proyectos, y empeños
de futuro, y convertirnos en unidades de un anestesiado y anónimo rebaño al que
llaman ciudadanía, a la que primero exaltan, y después entierran.
Ha
muerto un ángel. Pero no un ángel asexuado y con alas, como los que creó la
pobre imaginación humana. Nabody era un ángel real, auténtico, tangible y
corpóreo.
Siempre
he mantenido la creencia de que si los ángeles existen, no pueden ser otros que
los niños. Un ángel, al igual que un niño, es la encarnación de la pureza, el
candor y la inocencia. Por eso lo pintamos de blanco. Su alma no conoce la
mancha de la culpa.
¿Me
puede alguien decir que mancha podía ensombrecer el alma de una niña de solo
dos años?
Quizá
el fin del niño sea llegar a ser adulto (lo dudo), pero ya, su frágil
inocencia, es por sí misma, la obra perfecta, virgen, sin contaminar.
¿Habrá
algo más grande que la mirada de un niño? En ella caben todos los anhelos de la
humanidad.
No
puedo imaginar, pero me aterra pensar, en la negritud que tuvo que invadir el
alma de Nabody al sentir como el frio mortal de la soledad invadía hasta el
último rincón de su pequeño ser.
En
esos momentos en los que el niño se siente solo porque sus dioses lo han
abandonado ¿Qué sabemos nosotros los adultos, de la desesperanza, de la
infinita tristeza que cabe en su minúscula cabeza y en su pequeño corazón?
La
angustia y la soledad que un niño de dos años ha de sentir en una patera,
ennegrecen su mundo de tal modo, que toda el agua de los océanos, no bastaría
para limpiarlo.
Es
en ese instante, en el que el hombre hace fracasar la obra del creador, cuando
un atronador grito de angustia y desesperación estalla, y llegando hasta el
último rincón del Universo, pregunta:
¿Por qué?