“Una
cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”
Montesquieu
Con
frecuencia solemos leer o escuchar opiniones que afirman que tenemos un
Gobierno inepto e incompetente. Yo diría que aparentemente inepto, y aparentemente
incompetente, porque los pasos dados hasta el momento por el ejecutivo, han
dado lugar a que una buena parte de la sociedad, albergue la sospecha latente de
que su verdadero proyecto, apunta hacia un calculado intento de desmontar el
sistema constitucional, que de un común acuerdo muy mayoritario, nos dimos los
españoles en 1978. El Gobierno está demostrando una hábil pericia para que solo
nos percatemos de la gravedad de lo que está perpetrando, posiblemente, cuando los
hechos estén consumados.
Motivos
para la sospecha, haberlos haylos, sobre todo cuando es precisamente el
ministro de Justicia, quien afirma en sede parlamentaria, que España está inserta
en una «crisis constituyente».
Posteriormente,
su propio ministerio quiso matizar sus manifestaciones. Pero el ministro, dijo
lo que dijo, aunque posiblemente no hubiera querido decir lo que dijo. Cabe
pensar que sus palabras fueran un lapsus; una mala jugada del subconsciente que
puso al descubierto aquello que más celosamente quería tener guardado, o quizá fueran
un globo sonda para comprobar cuál era la reacción de la sociedad civil y el resto de las
instituciones del Estado.
Es
mentira que lo que motiva hoy a participar en la vida pública a esos bajitos a
los que se les llama políticos, sea
trabajar, —y mucho menos sacrificarse—, por el bien común de ese tan manoseado,
tan hipócritamente utilizado, “pueblo”.
Salvo
alguna honrosa excepción, hipotecando su propia libertad individual, los
bajitos se afilian a un partido, y aceptan mansamente su disciplina, porque
saben que es la forma más sencilla de alcanzar alguna cota de poder, y con él
satisfacer su propio ego, y lograr un status social y económico, que de otro
modo, jamás obtendrían en la vida civil.
Incluso
aquellos que lograron alcanzar la presidencia del Gobierno, de no haber
aceptado la sumisión a unas siglas, no hubieran pasado de ser unos anónimos
abogados, inspectores o registradores, y mejor no hablar de aquellos que se
afiliaron en la adolescencia y solo han medrado gracias a su fidelidad al
capitoste de turno.
Por
alcanzar esa notoriedad de la que se envanecen como pavos reales, la verdad se silencia,
se desfigura, y si es preciso, se le sepulta para siempre; se promete construir
un puente donde no hay río, o se inaugura un aeropuerto donde ni siquiera hay
una pista de aterrizaje.
Cualquier
cosa es válida para perpetuarse en el poder; primero se desacredita a las cabezas
visibles de las más altas instituciones, enlodando de paso el prestigio de las
mismas; a continuación se lleva a cabo una caza de brujas para justificar una limpia
de todos aquellos que no están dispuestos a inclinarse ante la voluntad de los
que ostentan el poder; por último, al frente de las más altas magistraturas y
organismos del Estado, se coloca a los elementos más sumisos —son sumisos
porque son ignorantes y por tanto inútiles— en los puestos clave de las mismas,
si no es posible liquidarlas.
Se
compran voluntades o se insulta, amenaza y chantajea a los medios de
comunicación para que silencien las fechorías que cometen los que están al
frente de la cosa pública. Los agradecidos estómagos de los medios de
comunicación que están a disposición del mejor postor, los presentan como si
fueran los profetas, que por el simple hecho de existir, nos traerán el maná, mientras
supuestamente nos liberan de la opresión de un sistema corrompido.
¡Corrupción! Arrojadiza bandera. ¿Cómo se
puede luchar contra ese cáncer cuando el poder se ha obtenido por medios
culpables? Generalmente los bajitos delincuentes se nos presentan como
salvadores populares, cuando su única finalidad es engañarnos con la pomposidad
de un doble lenguaje, mientras la bandera de la esperanza que enarbolan solo
esconde siniestros propósitos.
Claro
que no existirían los delincuentes políticos, si no hubiera poderes que los
sostuvieran y ciudadanos que los apoyaran.
Y
por si acaso hay alguien a quien se le ocurra denunciar sus felonías, se
blindan ocupando con sus rebaños las cúpulas de la justicia.
¡Justicia!
¡Que concepto tan noble! Pero ¿existe, o solo es una quimera del ser humano?
Quizá
el único ejemplo de exaltación de la sabiduría que en la administración de
justicia encontramos en la historia de la humanidad, lo hallemos en el célebre Juicio
de Salomón que nos narra el Libro I de los Reyes. Pero, si este hecho sucedió,
fue mil años antes de Cristo. Desde entonces acá, como diría Platón 600 años
después, la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte.
A la vista del comportamiento de esos
bajitos —bajitos de conocimientos, pero gigantes de la ignorancia; bajitos de
principios morales, pero grandes en el deshonor; bajitos de la realidad, pero
colosos de la mentira, bajitos de credibilidad, pero titanes de la falsedad y
el engaño; bajitos de autoridad, pero generales del autoritarismo, bajitos de
honestidad, pero campeones del descrédito y el desprestigio— bajitos que con
nuestro dinero viven por todo lo alto y de los que la gente se siente asqueada.
A diario sabemos de cómo los órganos que
tienen encomendado promover ante los tribunales la acción de la justicia, han
sido preparados para defender al bajito delincuente o instrumentar las más
increíbles artimañas técnicas para poner fin a los procedimientos penales
interpuestos contra ellos, sin llegar a una resolución sobre el fondo. Es decir:
para que sus fechorías queden impunes, y como coloquialmente se suele decir:
“Se vayan de rositas”.
Estamos jugando a hacer creer que la
justicia existe. ¡Es mentira! Existen las leyes, y las leyes —como decía
Montesquieu— no son justas por el hecho de ser, sino que deberían ser ley
porque fueran justas. Pero, es que además, las leyes se interpretan, se
bordean, se instrumentan o se ignoran, según la habilidad, la pericia o la
desvergüenza de quien las utilice.
En no pocas ocasiones, las leyes se promulgan,
no para buscar la verdad y proporcionar una mayor justicia a la sociedad, sino
para favorecer espurios intereses ideológicos con los que falsear la verdad. Sus
textos suelen ser fruto de una muy estudiada ingeniería jurídica, que con
apariencia de bien social, solo tratan de encubrir un fraudulento fin
predeterminado.
La mayoría de las veces, esos textos son incomprensibles
para el común de la ciudadanía porque están plagados de tecnicismos y trampas legales
que convierten a los jueces en árbitros con las manos atadas, haciendo del
culpable, víctima, y de la víctima, culpable.
Llegados a este punto, uno se pregunta ¿A
qué estamos jugando? ¿Qué relación existe entre la ley y la justicia?
Cuando se comete un delito, siempre hay un
culpable y una víctima. Y una víctima no es un término legal, y mucho menos,
una cifra estadística. Es un ser humano que sufre, que tiene una familia que se
aflige, se angustia y de la que depende su futuro.
Es necesario que la ley garantice los
derechos de los delincuentes, sí. Pero siempre que estos no se sobrepongan a los
de las víctimas.
Ahora la ley no busca la verdad. Al rigor
de la realidad, se ha impuesto la consideración de la apariencia, de las
etiquetas aplicadas a conveniencia. Ahora ya nada es bueno, si no lleva aparejado
el marchamo de democrático o progresista.
Así, el sistema, no funciona, porque no
trata de impartir justicia; no trata de distinguir entre el bien y el mal. Trata
de aplicar una ley que pervierte el lenguaje para interpretar sus tecnicismos. Unos tecnicismos que los delincuentes se
conocen tan bien como los jueces y los abogados defensores.
Pero resulta que en la vida real, el bien
y el mal sí existen y cuentan.
Yo me pregunto; los jueces y fiscales
honestos, se preguntan; la gente se pregunta: El bien y el mal ¿Están presentes
en algún lugar de las leyes que se promulgan bajo las etiquetas de democrático
y progresista? O ¿Sólo son unas consignas que malévolamente se utilizan para
convencer a los crédulos y beneficiar a determinados colectivos con intereses ideológicos
comunes y grupos de presión afines?
Estamos hartos de ver como se desprecia y
se atropella la ley, y como los primeros que la mancillan con hechos muy
graves, o cuando menos, deberían ser los primeros en respetarlas, son algunos
de los mismos que la promueven.
Se hacen leyes de cara a la galería del
inmenso tinglado de la farsa, mientras que entre bambalinas, se induce, se
promueve y hasta se presiona a instituciones jurídicas del Estado, policías,
jueces y fiscales, a pisotearlas. Y si se niegan, pues se les destituye ¿Qué
carajo? Que para eso tienen el poder.
Solo por citar algo cotidiano que en la
calle sufrimos cada día, es que nos vemos obligados a ir esquivando a todo él
que circula por la acera, en patín o en bicicleta, con absoluta impunidad. Y
que no proteste el peatón a punto de ser atropellado porque inmediatamente será
tildado de facha, viejo, dictador, y otras lindezas peores, que día a día, los
progres, y los altavoces mediáticos que les amparan, van instalando en la
sociedad como algo natural en nuestra forma de vida.
Los que se quedan en casa, porque la ley
no les ampara, por prevención se ven obligados a blindar las puertas de sus hogares,
y contratar un sistema de video vigilancia con alguna empresa de seguridad para
no verse sorprendidos a media noche por los ladrones en el interior de su
dormitorio, o para evitar que los okupas, aprovechando la ausencia de los legítimos
dueños, se instalen en su domicilio, cambien la cerradura, y el expulsarles
constituya todo un calvario judicial, amén de un gravosísimo quebranto
económico.
Pero ya nadie responde de nada. Vivimos en
el reino de la impunidad. Ya no sabemos cuál es el tribunal del último recurso.
Los encargados de preservar la justicia
son quienes la han secuestrado y la han escondido, mientras el ciudadano
honrado y respetuoso de las normas, se pierde en los intrincados laberintos de
la ley.
Hay
intereses muy poderosos empeñados en promover el desacuerdo, cultivar la provocación,
el desinterés, el desaliento y la confrontación. La forma más directa de crear
una sociedad enferma con la que destruir un país.
Hoy
más que nunca, está vigente el pensamiento del jurista brasileño, Ruy Barbosa
de Oliveira:
“De
tanto ver triunfar las nulidades; de tanto ver prosperar la deshonra; de tanto
ver crecer la injusticia; de tanto ver agigantarse los poderes en manos de los
malos; el hombre llega a desanimarse de la virtud, a reírse de la honra, a
tener vergüenza de ser honesto”.