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No merecieron esto

Fri, 24 Apr 2020 19:51:00

“Debería ser un delito romperle el corazón a quien todo lo dio por ti”

Anónimo

 

Cuenta la leyenda, que en una ocasión, alguien preguntó a Galileo la edad que tenía. El astrónomo, que ya había alcanzado una edad provecta, respondió: “ocho… quizá diez años”.

Su interlocutor, perplejo, le dirigió una mirada inquisitiva que expresaba su desconcierto.

El gran matemático añadió: “…ocho o diez años, son los que pueden quedarme aún por vivir. Y esos son los que tengo. Los pasados, no existen; son como un sueño; ya no los tengo.”

En España, cuando un médico de familia de la sanidad pública deriva a un paciente de edad avanzada a un especialista, en el impreso acreditativo, suele hacer una anotación manual que generalmente reza así: “Paciente de … años”.

A primera vista, la apostilla manuscrita del galeno, parece una observación innecesaria, puesto que en la ficha del historial médico del paciente, ya aparece su año de nacimiento. Uno, que es ingenuo por naturaleza, picado por la curiosidad, en cierta ocasión preguntó al facultativo el porqué de dicha anotación. Por toda respuesta, recibí una enigmática sonrisa.

Ante la falta de una respuesta clara y convincente; ante un silencio tan elocuente, cabría pensar que la anotación manual del facultativo, no es una aclaración para el especialista, sino más bien una advertencia notoria, para que desde el primer momento, establezca una prescripción paliativa en base a la expectativa de los años de vida estimados para el paciente. Y ¿Esto qué quiere decir? Pues que si la solución óptima al problema del enfermo representa una inversión muy onerosa para el sistema sanitario, y según la estimación de los años de vida que le pueden quedar al mismo, se considera que dicha inversión no será amortizada, entonces se sustituya la misma por tratamientos paliativos simplemente.

Hace años que el Estado convirtió a las personas mayores, a los viejos, a los jubilados, en una unidad anónima improductiva; en un eslabón de la cadena que configura las grandes cifras de las estadísticas; en una partida del pasivo del Estado; un ente abstracto sin nombre, sin pasado, sin raíces, sin familia, y desde luego… sin futuro.

El invierno de nuestra existencia, suele aparecer acompañado de achaques y enfermedades que sin duda precisan de una mayor atención por parte del Estado. De ahí que para evitarnos sufrimientos —muy compasivo él— nos abra el camino para que podamos gozar de una “muerte digna”.

En estos días, hemos conocido que las residencias geriátricas, tenían orden de mantener aislados en sus propias instalaciones a los residentes con síntomas de haber sido contagiados por el coronavirus, y de no ser trasladados a los hospitales para no colapsar los mismos. Así, los pobres ancianos, mucho más vulnerables a los efectos del contagio, eran condenados a morir solos; sin la atención sanitaria propia de su enfermedad; abandonados en la fría y anónima habitación de una residencia, sin el calor de nadie; sin una palabra de consuelo; con la ausencia impuesta de sus seres queridos, pero sabiendo que se van. Muchos de ellos, no sabría decir si han muerto a causa del coronavirus, o les ha matado la angustia y la tristeza de saber que se iban de este mundo sin poderse despedir de los suyos. Con el desconsuelo en sus ojos que podríamos ver en un perro abandonado.

La mayoría de ellos, eran niños de la guerra o la postguerra, con una vida a sus espaldas, plena de renuncias y sacrificios para entregar a las generaciones que les sucedieron un mundo mejor del que ellos vivieron. Ninguno merecía este amargo final.

Nacieron con el fragor de las bombas y murieron con el silencio del olvido.

En su infancia, carecieron de juguetes, pero ellos se los inventaron y fueron felices. Las niñas jugaban a la comba y la rayuela. Los chicos a las chapas y las canicas.

Académicamente, no fue la generación más ilustrada. No tuvieron la oportunidad de exhibir títulos de licenciaturas, ni de postgrado. En el campo a los 10, y en las ciudades a los 14 —cuando aún eran niños— tuvieron que dejar la escuela y ponerse a trabajar como adultos, para aportar unas pocas pesetas con las que ayudar en la casa.

Sin embargo, a pesar de su falta de preparación técnica, fueron capaces de llegar a ser doctores en la facultad de la vida, renunciando muchas veces a lo más básico de su existencia; quitándose el pan de la boca para que no les faltara a sus hijos; la madre, administrando los escasos recursos de la familia y haciendo un duro de cuatro pesetas; zurciendo calcetines y poniéndoles remiendos en los talones y en las punteras, con frecuencia, de trozos de tela que nada tenían que ver con el tejido original; dándoles la vuelta a los cuellos de las camisas, o cortando los faldones de las mismas para con ellos sustituir las pecheras desgastadas; remendando los zapatos una y otra vez, hasta que no servían o se caían a pedazos; y por la noche, tras interminables jornadas de duro y callado trabajo, tejiendo un jersey para algún miembro de la familia, hasta que extenuada por el cansancio, se quedaba dormida con las agujas de hacer `punto entre las manos.

El padre, con un sueldo miserable de 700 pesetas que no alcanzaba para llegar a fin de mes, no tenía más remedio que buscar una segunda ocupación con la que complementar sus ingresos. Hacía jornadas de 12, 14 y hasta 16 horas diarias de trabajo, doblando el lomo, cobrando recibos o llevando la contabilidad de una empresa en ese segundo empleo.

Por supuesto, las cervezas en los bares o las comidas en restaurantes, eran lujos prohibitivos que solo se podían permitir excepcionalmente, y siempre de forma muy parca y sencilla. Las vacaciones se disfrutaban en casa, en camiseta, delante del ventilador. Los viajes constituían una aventura fantástica con la que disfrutaban más soñando con ellos que con la propia realidad.

Sobre todo ese andamiaje de esfuerzos, sacrificios, renuncias y privaciones, construyeron el mañana de sus hijos. Era una inversión de futuro. El gran sueño de sus vidas. Que sus hijos tuviesen la oportunidad que a ellos les fue negada. Ir a la universidad; que lograran un título que les permitiera gozar de un futuro estable y prometedor. Un futuro que les permitiera hacer realidad, lo que para ellos solo fueron sueños, jamás cumplidos.

No. No merecían acabar en una residencia esperando la ansiada visita de aquellos a quienes les dieron la vida y les entregaron la suya. Y mucho menos, rechazados como apestados; condenados a esperar la muerte en la infinita soledad que depara el saber que ya nunca más volverán a ver el rostro de ninguno de sus seres queridos; que nunca más volverán a sentir el calor de una mano amiga.

Ellos fueron los pilares sobre los que se sostiene el mundo y la vida que sus herederos han recibido.

Es demasiado cruel constatar que los humanos hemos caído en la inhumanidad de dejar desahuciados a quienes todo lo dieron por nosotros; pero en la actual sociedad del ocio, dominada fundamentalmente por los intereses económicos, ha germinado la idea de que los viejos son un  lastre que debe soltar; ya no dan fruto a una sociedad entregada fundamentalmente al hedonismo; son una carga; si los trasladan a los hospitales en los que desde el primer momento deberían haber estado, van a crear más problemas de los ya existentes. Es más fácil ignorarlos y dejar que el virus, y la madre Naturaleza, cumplan sus designios.

A la luz de la respuesta que Galileo dio sobre la edad que tenía ¿Cuantas personas, de edad más o menos avanzada, serán las que con zozobra en sus corazones, se estarán preguntando?

¿Cuántos meses? ¿Cuántas semanas? ¿Cuántos días tengo… de vida?






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