“Debería
ser un delito romperle el corazón a quien todo lo dio por ti”
Anónimo
Cuenta
la leyenda, que en una ocasión, alguien preguntó a Galileo la edad que tenía. El
astrónomo, que ya había alcanzado una edad provecta, respondió: “ocho… quizá
diez años”.
Su
interlocutor, perplejo, le dirigió una mirada inquisitiva que expresaba su
desconcierto.
El
gran matemático añadió: “…ocho o diez años, son los que pueden quedarme aún por
vivir. Y esos son los que tengo. Los pasados, no existen; son como un sueño; ya
no los tengo.”
En
España, cuando un médico de familia de la sanidad pública deriva a un paciente
de edad avanzada a un especialista, en el impreso acreditativo, suele hacer una
anotación manual que generalmente reza así: “Paciente de … años”.
A
primera vista, la apostilla manuscrita del galeno, parece una observación innecesaria,
puesto que en la ficha del historial médico del paciente, ya aparece su año de
nacimiento. Uno, que es ingenuo por naturaleza, picado por la curiosidad, en
cierta ocasión preguntó al facultativo el porqué de dicha anotación. Por toda
respuesta, recibí una enigmática sonrisa.
Ante
la falta de una respuesta clara y convincente; ante un silencio tan elocuente,
cabría pensar que la anotación manual del facultativo, no es una aclaración
para el especialista, sino más bien una advertencia notoria, para que desde el
primer momento, establezca una prescripción paliativa en base a la expectativa
de los años de vida estimados para el paciente. Y ¿Esto qué quiere decir? Pues
que si la solución óptima al problema del enfermo representa una inversión muy
onerosa para el sistema sanitario, y según la estimación de los años de vida
que le pueden quedar al mismo, se considera que dicha inversión no será
amortizada, entonces se sustituya la misma por tratamientos paliativos simplemente.
Hace
años que el Estado convirtió a las personas mayores, a los viejos, a los
jubilados, en una unidad anónima improductiva; en un eslabón de la cadena que configura
las grandes cifras de las estadísticas; en una partida del pasivo del Estado;
un ente abstracto sin nombre, sin pasado, sin raíces, sin familia, y desde
luego… sin futuro.
El
invierno de nuestra existencia, suele aparecer acompañado de achaques y
enfermedades que sin duda precisan de una mayor atención por parte del Estado. De
ahí que para evitarnos sufrimientos —muy compasivo él— nos abra el camino para
que podamos gozar de una “muerte digna”.
En
estos días, hemos conocido que las residencias geriátricas, tenían orden de mantener
aislados en sus propias instalaciones a los residentes con síntomas de haber
sido contagiados por el coronavirus, y de no ser trasladados a los hospitales
para no colapsar los mismos. Así, los pobres ancianos, mucho más vulnerables a
los efectos del contagio, eran condenados a morir solos; sin la atención
sanitaria propia de su enfermedad; abandonados en la fría y anónima habitación
de una residencia, sin el calor de nadie; sin una palabra de consuelo; con la
ausencia impuesta de sus seres queridos, pero sabiendo que se van. Muchos de
ellos, no sabría decir si han muerto a causa del coronavirus, o les ha matado
la angustia y la tristeza de saber que se iban de este mundo sin poderse
despedir de los suyos. Con el desconsuelo en sus ojos que podríamos ver en un
perro abandonado.
La
mayoría de ellos, eran niños de la guerra o la postguerra, con una vida a sus
espaldas, plena de renuncias y sacrificios para entregar a las generaciones que
les sucedieron un mundo mejor del que ellos vivieron. Ninguno merecía este
amargo final.
Nacieron
con el fragor de las bombas y murieron con el silencio del olvido.
En
su infancia, carecieron de juguetes, pero ellos se los inventaron y fueron
felices. Las niñas jugaban a la comba y la rayuela. Los chicos a las chapas y
las canicas.
Académicamente,
no fue la generación más ilustrada. No tuvieron la oportunidad de exhibir
títulos de licenciaturas, ni de postgrado. En el campo a los 10, y en las
ciudades a los 14 —cuando aún eran niños— tuvieron que dejar la escuela y
ponerse a trabajar como adultos, para aportar unas pocas pesetas con las que
ayudar en la casa.
Sin
embargo, a pesar de su falta de preparación técnica, fueron capaces de llegar a
ser doctores en la facultad de la vida, renunciando muchas veces a lo más
básico de su existencia; quitándose el pan de la boca para que no les faltara a
sus hijos; la madre, administrando los escasos recursos de la familia y
haciendo un duro de cuatro pesetas; zurciendo calcetines y poniéndoles
remiendos en los talones y en las punteras, con frecuencia, de trozos de tela
que nada tenían que ver con el tejido original; dándoles la vuelta a los
cuellos de las camisas, o cortando los faldones de las mismas para con ellos
sustituir las pecheras desgastadas; remendando los zapatos una y otra vez,
hasta que no servían o se caían a pedazos; y por la noche, tras interminables
jornadas de duro y callado trabajo, tejiendo un jersey para algún miembro de la
familia, hasta que extenuada por el cansancio, se quedaba dormida con las
agujas de hacer `punto entre las manos.
El
padre, con un sueldo miserable de 700 pesetas que no alcanzaba para llegar a
fin de mes, no tenía más remedio que buscar una segunda ocupación con la que
complementar sus ingresos. Hacía jornadas de 12, 14 y hasta 16 horas diarias de
trabajo, doblando el lomo, cobrando recibos o llevando la contabilidad de una
empresa en ese segundo empleo.
Por
supuesto, las cervezas en los bares o las comidas en restaurantes, eran lujos
prohibitivos que solo se podían permitir excepcionalmente, y siempre de forma muy
parca y sencilla. Las vacaciones se disfrutaban en casa, en camiseta, delante
del ventilador. Los viajes constituían una aventura fantástica con la que
disfrutaban más soñando con ellos que con la propia realidad.
Sobre
todo ese andamiaje de esfuerzos, sacrificios, renuncias y privaciones,
construyeron el mañana de sus hijos. Era una inversión de futuro. El gran sueño
de sus vidas. Que sus hijos tuviesen la oportunidad que a ellos les fue negada.
Ir a la universidad; que lograran un título que les permitiera gozar de un
futuro estable y prometedor. Un futuro que les permitiera hacer realidad, lo
que para ellos solo fueron sueños, jamás cumplidos.
No.
No merecían acabar en una residencia esperando la ansiada visita de aquellos a
quienes les dieron la vida y les entregaron la suya. Y mucho menos, rechazados
como apestados; condenados a esperar la muerte en la infinita soledad que
depara el saber que ya nunca más volverán a ver el rostro de ninguno de sus
seres queridos; que nunca más volverán a sentir el calor de una mano amiga.
Ellos
fueron los pilares sobre los que se sostiene el mundo y la vida que sus
herederos han recibido.
Es
demasiado cruel constatar que los humanos hemos caído en la inhumanidad de
dejar desahuciados a quienes todo lo dieron por nosotros; pero en la actual
sociedad del ocio, dominada fundamentalmente por los intereses económicos, ha
germinado la idea de que los viejos son un
lastre que debe soltar; ya no dan fruto a una sociedad entregada
fundamentalmente al hedonismo; son una carga; si los trasladan a los hospitales
en los que desde el primer momento deberían haber estado, van a crear más
problemas de los ya existentes. Es más fácil ignorarlos y dejar que el virus, y
la madre Naturaleza, cumplan sus designios.
A
la luz de la respuesta que Galileo dio sobre la edad que tenía ¿Cuantas
personas, de edad más o menos avanzada, serán las que con zozobra en sus
corazones, se estarán preguntando?
¿Cuántos meses?
¿Cuántas semanas? ¿Cuántos días tengo… de vida?