“Ningún cargo o poder del Estado
concede a quien lo ejerce más funciones que las que les confieren la
Constitución y las leyes”
Proyecto de
Reforma constitucional de Nicaragua (1995)
En
1939 se estrenó una de esas películas, que con el tiempo, llegó a convertirse
en uno de los títulos míticos del cine del Oeste americano: “Dodge City, ciudad
sin Ley”. La historia se desarrolla en 1866 en una de las ciudades más
importantes del Oeste, dominada por un cacique, que con la ayuda de un grupo de
pistoleros y matones, impone su ley mediante la corrupción y el delito.
Seguro
que salvando la distancia en el tiempo y las costumbres de la época, a muchos,
la situación les puede resultar algo más que familiar.
En
la ficción aparece un héroe que asume la responsabilidad de devolver el orden
al lugar aplicando el imperio de la Ley. Pero claro, ya sabemos que en la
ficción, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Me
pregunto si en la Sodoma política de nuestros días sería posible encontrar, al
menos los diez justos de que habla la historia, que fueran capaces de salvar el
sistema democrático y evitar la destrucción que del mismo, tan obscenamente se
está amasando.
Pero
como al tonto no le sienta bien el artificio, ni al gobernante la mentira,
resulta fácilmente constatable, que como consecuencia de las acciones políticas
de los últimos años, todo el sol suele caer a una parte y las tempestades a
otra.
Se
ha publicado que el ex terrorista Arnaldo Otegi escribió un tweet que decía: “La
decisión del pueblo debe estar por encima de la Ley”. Una afirmación que está
en la misma línea de quienes afirman que hay que desjudicializar la política.
Pocos
son los que se han parado a analizar el sombrío significado de esta afirmación,
que en el fondo, lo que persigue es dar a quienes ostentan el poder, carta
blanca para cometer los mayores desafueros con absoluta impunidad.
La
aplicación de este principio nos conduciría irremediablemente a una dictadura
totalitaria, de un signo o de otro, eso sería indiferente. Los resultados
serían los mismos: los ciudadanos nos veríamos privados de todos nuestros
derechos y ello nos convertiría en marionetas en manos de quienes ocuparan el
poder.
No
hay que desjudicializar la política. Lo que hay que hacer —y urgentemente— es
despolitizar la justicia.
Los
partidos tienen que sacar sus infectas manos de las estructuras del poder
judicial, institución en la que jamás deberían haberlas puesto.
Por
supuesto, no es ese el proyecto del actual gobierno. Si en 1985, Guerra se
encargó de matar a Montesquieu, ahora,
35 años después, al igual que ha hecho con Franco, Sánchez proyecta desenterrar
los escasos vestigios que del espíritu del filósofo y jurista francés aún
pueden quedar en España y fundirlos en la pira funeraria de su obsesiva
ambición política personal.
Al
parecer Sánchez olvida que la gloria mundana se acaba con el mundo, y para los
seres humanos, el mundo acaba con la vida.
El
desafiante nombramiento de la nueva fiscal general, permite presagiar un asalto
político a los órganos de la Justicia, de tal naturaleza, que no quedarían tan maltrechos,
si espada en alto, fuesen invadidos por el séptimo de caballería. Este proyecto
no es de hoy. Se encuentra en las raíces de todo sistema totalitario. Da igual
que el régimen sea fascista o marxista. Con distinta máscara, ambos persiguen
los mismos fines.
En
2016, Podemos ya manifestó claramente que había que situar en las estructuras
del poder judicial a jueces y fiscales que hubieran mostrado su compromiso con
el Gobierno del cambio. Más claro agua. No cabe mayor corrupción que poner a la
justicia de rodillas ante la política. Igual que en la antigua URSS; igual que
en la Alemania nazi; igual que en Cuba, Venezuela, China o Corea del Norte.
Y
¿Saben lo que les digo? Pues que creer, no creo en las meigas, pero que
haberlas, haylas. Donde haya un ser humano, siempre hay una posibilidad de
corromperlo. Y los jueces y los fiscales, no están hechos de una masa diferente
a la del resto de los humanos. El ex Fiscal General del Estado, Cándido
Conde-Pumpido no tuvo el menor embarazo en sentenciar que: “habrá que arrastrar
las togas por el polvo del camino”. El Gobierno pro comunista de Pedro Sánchez,
no es que pueda arrastrar las togas, es que puede ponerlas a los pies de
aquellos que le sostienen en la Moncloa y cuyo objetivo declarado es la
destrucción de España. Si el proyecto se llega a culminar, ¡Ay! de aquellos que
se atrevan a discrepar, porque donde la Ley no impera, las condenas o
absoluciones siempre se aplican en función de la adscripción política del
sujeto a juzgar.
Quienes
trabajamos activamente en lo que ´felizmente llegó a ser la Constitución de
1978, y los españoles que la votaron, éramos conscientes del enorme paso
histórico que aquel pacto constituía. Era la primera nacida de un acuerdo casi
generalizado, y suponía —o al menos eso creíamos— la reconciliación de las
diversas «Españas». Unas Españas que desde la guerra de Independencia, ventilaban
sus diferencias a garrotazos, como bien reflejó en su famoso cuadro Francisco
de Goya.
A
pesar de sus defectos — ¿Qué obra humana no los tiene?— durante más de 40 años,
la Constitución del 78 nos ha proporcionado el más amplio periodo de paz,
progreso y libertad del que en toda nuestra historia hemos gozado los
españoles. Sólo grupos muy reducidos, pero exaltados, xenófobos y separatistas,
se opusieron entonces a la reconciliación y a la democracia, y por ello
parecían condenados a la marginalidad. Sin embargo, gracias a quienes ignoran
lo que es la dignidad y solo piensan en su propio beneficio; gracias a quienes
mienten, engañan, deforman la verdad, se inventan una falsa realidad —los
follones que diría don Quijote— aquellos a quienes siempre se debió mantener alejados
de los centros de decisión, son los que ahora tienen el poder en España. El PSOE, inmerso en su propia descomposición, a
cambio del aparente relumbrar que adorna la pompa y circunstancia de la
presidencia del Gobierno, les ha entregado ha puesto España en sus manos hasta
el extremo de convertir el cargo en un patético polichinela que va bailando al
son que cada uno de los que le sostiene le va marcando.
Una
vez más en su larga historia, el intolerante sectarismo del socialismo traerá el
caos y nos sumirá en el infortunio, la desgracia y la indigencia, como ha
ocurrido cada vez que ha tenido la prerrogativa de gobernar.
Quien
adapta sus principios a su propia conveniencia, es un árbol sin raíces: ¡Está muerto!
Los valores no son simplemente palabras, son aquello por lo que vivimos, las
causas que defendemos y por las que luchamos. Son la esencia de nuestra propia
identidad y eso nunca será negociable.
Sin
embargo, hoy son los burladores de la Ley, aquellos que nos han traído la
mentira obscena, la cobardía y su provocadora hipocresía, los que se sienten
insolentemente triunfadores.
Como
en la vieja farsa del guiñol, la burla de enredo y engaño que cada día nos presentan,
carece de personajes humanos; los protagonistas son simples e impresentables
fantoches de cartón piedra, que bajo la grotesca máscara del diálogo, practican
el ancestral arte del perjurio y la traición. En lo más profundo del anfiteatro,
como contrapunto de los muñecos de trapo que están en primer plano, se opone el
coro de las lamentaciones, y como entorno del decorado, en lo más alto del graderío,
en el gallinero o paraíso que diríase en el lenguaje de la farándula, muy
desdibujado, desteñido y apenas perceptible, un pueblo ciego, sordo y mudo, al
que dicen servir los villanos de esta intolerable bufonada.