“Cantando me he de morir, cantando
me han de enterrar, y cantando he de llegar al pie del Eterno Padre. Desde el
vientre de mi madre vine a este mundo a cantar”
José Hernández
Hace
unos días enmudeció el clamor de un cantor. Su voz rota, desgarrada, áspera
como el papel de lija, hería y profundizaba en las grandes hipocresías en las
que se asienta nuestra sociedad. Alguien dijo, no recuerdo ahora quien, que la
sociedad no sería posible sin la mentira.
La
verdad es que no me imagino una convivencia civilizada si cada uno le dijese al
vecino en su cara lo que de él piensa, cuando se encuentran por la mañana en el
ascensor. No, nos callamos, hablamos del tiempo y recurrimos a alguna
trivialidad que ni siquiera viene a cuento, por evitar la violencia de hacer el
recorrido en medio de un atronador silencio.
La
de Patxi Andión era una voz más que clamaba en la Naturaleza. Tuvo tres amores
y una amante voraz que finalmente le atrapó para siempre. La Naturaleza a la
que tanto amaba, y que finalmente le acogió en su seno para siempre. Atrás dejó
las miserias humanas; las ideologías; los hechos que marcaron su vida. Dejó a
aquellos que le miraban como un intruso porque no pertenecía a su clase. Dejó
un mundo desquiciado e incomprensible. Su voz desgarrada dejó atrás “El Rastro”
de este mundo, ese Rastro que es todo lo honrado que cada uno quiera creer.
En
estos días el mundo conmemora el nacimiento del Hijo de Dios. Unas fechas en
las que todos, cada uno a su manera y según sus tradiciones, cantan la buena
nueva. Todas ellas valen. Todas ellas le son gratas a los ojos del recién
nacido. Al fin y al cabo el universo todo es una orgía de danza, en la que bajo
reglas muy estrictas, los astros giran y dan vueltas en una máxima expresión de
la grandeza de la creación.
No
importa quiénes seamos, no importa cuáles sean nuestras circunstancias,
nuestros sentimientos. Nuestras emociones son universales. Todos los pueblos cantan. La música es un don que se le
ha otorgado al ser humano sin distinción. No importa su indumentaria, el color
de su piel, sus creencias, su cultura, sus costumbres o si es hombre o mujer,
porque la música, ese presente seductor que se le ha dado al ser humano, no
conoce de ideologías ni de géneros.
Un
artista, un hombre de ciencia, no tiene nacionalidad. Un cantor tampoco; es de
todos, y su patria está allá donde haya alguien dispuesto a escucharle.
El
cantor no alza su voz por dinero; su palabra es como el agua que brota del
manantial para dar vida a la tierra. Es un requiebro de amor a la Naturaleza;
una mano tendida que te brinda su amistad; unos brazos abiertos para acogerte
cuando más lo necesites; un aliento de vida en el camino de la desesperanza; es
el trino del pájaro en libertad, o el grito desgarrado, que en mitad de la noche,
mirando a las estrellas, pide justicia y libertad. Es la voz sorda de los
corazones silenciosos. Es la demanda, que nacida del alma, tronará en el
universo.
Nadie
podrá expulsarnos del paraíso que el Cantor crea con sus canciones.
Una
vez, ya hace años, Jorge Cafrune, un gaucho criado en la Pampa, me dijo:
- Me crie pastando
cabras, no bien aprendí a caminar. Desde que nací mi mamá empezó a llevarme en
su espalda y así crecí encima de ella escuchando sus coplas. Y mi padre cantaba
acompañado por la guitarra. Por eso salí cantor. Soy un cantor de artes
olvidadas que camina por el mundo para que nadie olvide lo que es inolvidable:
la poesía y la música.
Y
con la mirada perdida en un pasado lejano preñado de duras experiencias, añadió:
- Yo soy sólo
cantor, no soy poeta, ni músico, así que sólo soy un vocero de lo que el poeta
toma de su pueblo y lo devuelvo en forma de canción. Con mi guitarra soy el
martillo que golpea el yunque o el arado del sufrido labrador que clava sus
ojos en el surco que va dejando en la tierra.
La música nos puede provocar alegría en
medio de la tristeza, calma, paz y sosiego en mitad de la tormenta, melancolía en el álbum de nuestros
recuerdos o tristeza en el horizonte de la lejanía. Júbilo, desconsuelo, llanto,
aflicción, risas… A todo esto la música da vida, transportándonos del mundo de
la turbación al universo de la armonía; permite que veamos la realidad a través
de la luz de la esperanza, porque es un arma en la guerra contra la infelicidad.
Es el más bello refugio de nuestra intimidad. El espacio en el que nada nos
puede hacer daño y las notas pueblan nuestra más íntima soledad, al tiempo que con
ellas escribimos nuestros más profundos sentimientos sobre el libro del
silencio.
No sé si la música nos hace soñadores de
sueños, pero creo que nadie me podrá negar que sea el eco de un mundo invisible
pero permanentemente presente en nuestros corazones. Difícilmente podemos
encontrar otra forma más hermosa de hablarle al corazón y expresarle lo
inexpresable.
La música es pura magia. Y la magia
existe. Seríamos ciegos si lo negásemos cuando podemos ver el arco iris, las
flores silvestres del campo, escuchar la música del agua en un arroyuelo o el
silencio de las estrellas. Casi me atrevería a decir que la música es la propia vida a través de la
sangre bailando por nuestras venas; es la muleta, sobre la que a cada lado de
nuestra existencia, nos sostenemos en el
diario discurrir de nuestra andadura en este mundo. Normalmente, cuando tenemos
un problema serio que nos aflige, este se refleja en la música que escuchamos y
es en ese momento cuando la siento toda mía, cual amante generosa que se da sin
condiciones y posesiva por no compartirte con nadie.
Lo
cierto es que estamos demasiado inmersos en las realidades perecederas que nos
rodean, en la aparente importancia de un mundo materialista que nunca llegará a
satisfacernos. Nos hemos saturado de cosas materiales que nunca colmarán
nuestras apetencias. Si queremos impregnarnos de la armonía espiritual que
anhelamos, hagamos el silencio a nuestro alrededor y vaciémonos de aquello de
lo que estamos llenos para llenarnos de aquello de lo que estamos vacíos.
Sabemos
que la gente no siempre estará ahí para cuando la necesitemos. La música nunca
nos abandonará. Siempre nos será fiel y puede cambiar el
mundo porque puede cambiar a la gente.
¡Hay tantas cosas que el ser humano aún no
comprende! Me pregunto ¿Si sería demasiado
pensar que haya veces en las que tal vez Dios nos hable a través de la música? ¿Seremos
tan sordos como para ignorar su mensaje?
Despertemos
a la vida y escuchemos la melodía de nuestra alma, porque como dijo Chaplin,
“el cantor sabe que la vida es una obra de teatro que no permite ensayos. Por
eso el cantor canta, ríe, baila y llora intensamente, antes de que el telón
baje y la obra termine sin aplausos”.