La
puntualidad, es el respeto que se muestra hacia una persona cuando se llega a
tiempo a una cita o reunión.
Con motivo
del habitual despacho que durante el periodo estival lleva a efecto el
Presidente del Gobierno con el Jefe del Estado, el convocado, sin causa alguna
que justificase su proceder, se presentó nada menos que cincuenta minutos más
tarde de la hora prefijada.
¿Casualidad?
¿Imprevisión? ¿Acumulación de actividades? ¿Inconsciencia? ¿Rivalidad?
¿Provocación?
Ninguna de
esta hipótesis debería ser aplicable en casos como este. Sin embargo no es la
primera vez que el significado personaje protagoniza situaciones de emulación
con la más alta magistratura del Estado.
Enmarquemos
los hechos en su adecuado contexto.
- La Nación española, es un Estado social y
democrático de Derecho, que asegura —según cita la Constitución— el
imperio de la ley como expresión de
la voluntad popular.
- La forma
política del Estado español es la Monarquía parlamentaria.
- El Rey es el Jefe del Estado, cuya misión entre
otras es arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones
y asumir su más alta representación.
- Y entre sus competencias, la Constitución
contempla la de ser informado por el Presidente del Gobierno o sus
ministros, de los asuntos de Estado.
Convendría
aclarar que el hecho de informar, equivale a “dar cuenta”, “dar razón”, “poner
al corriente”.
Queda
claro entonces que es el Presidente del Gobierno —quien en estos temas— está
supeditado a la autoridad de la más alta magistratura de la Nación, que es el
Rey.
Por tanto,
en el caso que nos ocupa, la puntualidad, no solo es una de las principales reglas de la cortesía, sino
una muestra de lealtad y respeto, no ya hacia la persona —que también—, sino
hacia la institución superior que lo convoca. Lo contrario denota desinterés,
apatía, pereza, rivalidad, porfía, pugna, antagonismo, o provocativo desafío.
Hacer
esperar casi una hora, sin causa justificada, a quien está por encima en la
jerarquía del Estado, sin duda alguna, es una insolente descompostura con la
que se pretende atribuir una categoría que nadie le ha conferido, que el emplazado
es más importante que quien le requiere;
que a pesar de comparecer, es quien dispone.
El Rey,
como Jefe del Estado que es, goza de gran respeto entre el pueblo español.
Respeto sin duda merecido, por lo que es, y por su profundo empeño en evitar el
enfrentamiento entre los españoles, y aun a costa de su propio desgaste, por su
denodada firmeza en la observancia de la
legalidad, ya que desde la Transición, la falta de respeto a la Ley
propiciada por los mismos gobiernos y los partidos que los sostienen, se ha
convertido en el eje fundamental de la política española, y como tal, en una
humillación permanente de nuestra democracia. Y cuando el desprecio a la ley,
la corrupción, el nepotismo y la mala gestión llegan a cierto grado, el sistema
entero, corre el riesgo de caer en el descontrol y la anarquía.
Si se
comparan las prácticas de los diferentes Gobiernos y las de varios sectores
sociales con las exigencias de las instituciones constitucionales, aparece una
fractura indisimulable y profunda.
De infantiloide
provocación de patio de colegio me atrevería a calificar la actitud del
Presidente del Gobierno en funciones, si se tratara de una pugna personal, pero
en el ejercicio de sus responsabilidades institucionales, no solo pone de
manifiesto su desprecio a la institución, sino a todo lo que la misma
representa y simboliza: nuestro gran pasado y el orgullo que deberíamos sentir
por nuestras viejas tradiciones. Esas tradiciones que deberían ser la base para
la educación de nuestra juventud, y de
este modo declarar una guerra sin cuartel al nihilismo espiritual, cultural y
político imperante.
Si los
políticos y los partidos en los que se integran, para llegar al poder o para
sostenerse en él, atropellan las normas, motivos sobrados hay para esperar que mucho menos las
respetarán tras haber alcanzado el poder después de ganar las elecciones.
Aunque
defienda unas tesis absolutamente contrarias a mis principios, me inspira más
respeto aquel que se presenta a cara descubierta y me permite conocer cuál es
su posición, que quien bajo el manto de ángel redentor, esconde las intenciones
del diablo.
Hace años
que con una irresponsabilidad calculada, caminamos al borde de un despeñadero
al ignorar —algunos hasta repudiar— el enorme paso histórico que supuso la
Constitución de 1978. De todas las que hemos tenido, es la única nacida de un consenso
tan amplio como nunca pudiéramos haber imaginado. Durante cuarenta años nos ha garantizado
la unidad, las libertades y nos ha propiciado el periodo más largo de paz y
prosperidad del que nunca habíamos gozado
los españoles. El espíritu de la transición supuso la reconciliación de
las diversas «Españas», enfrentadas desde la guerra de Independencia.
Ninguna
obra humana es perfecta y tampoco la Constitución lo es. Pero ella misma
contempla los cauces para su propia corrección.
Pero
tenemos un gran problema moral: el desafecto —o cuando menos respeto— que por
la ley han demostrado los Gobiernos, partidos y los distintos sectores sociales
por ellos promovidos.
Desde el
momento en el que los que se llaman
políticos, pusieron sus sospechosas manos sobre el máximo órgano del poder
judicial, la ley ha sido manipulada, burlada, ignorada y finalmente ultrajada.
Tal
degradación de la democracia no es ahora ajena a la parálisis política que
padecemos desde hace años, con gabinetes presididos por demagogos irresponsables,
convertidos en los más activos y eficaces colaboradores políticos de aquellos
partidos y grupos que rechazaron la Constitución o la aceptaron a
regañadientes.
La clave
de todo este proceso, insisto, reside en la parcial pero persistente falta de
respeto a la ley, la plaga que ha hundido una y otra vez las democracias en
Latinoamérica y también en España.
Sin el
cumplimiento de la ley, la democracia, y consecuentemente, el ejercicio de las
libertades, es inviable.
El
problema es que eso a lo que llamamos democracia, no lo es tal. Lo que impera
es una partidocracia. Un sistema en el que con el pretexto de defender unas
hipotéticas libertades y un presunto estado de bienestar material, en su propio
beneficio, utilizan a las masas irreflexivas como si de niños chicos se
tratase. Lo único que a las organizaciones políticas, de verdad les importa, es
la asunción de mayores cotas de poder, y para ello no tienen el menor embarazo
en presentarse hipócritamente como solucionadores de todas las injusticias del
universo. Ellos se anuncian como poseedores de todas las soluciones, y con tal
de obtener tu importantísimo voto, no les sonroja ofrecerte su apoyo
incondicional, mientras al contrario le dicen: "contigo para siempre".
Quiero
pensar que hay suficientes ciudadanos españoles conscientes del grave riesgo
que estamos corriendo, para detener y contrarrestar la desafiante ofensiva del
discurso único, la práctica de dividir a los españoles en buenos y malos, y la amenazada
integridad de nuestra patria. Porque lo grotesco del caso es que quien está
ganando la partida no es un poderoso ejército, si no unos osados golfos que se
autodenominan políticos, que en su vida han hecho nada que produzca un
beneficio a la sociedad y cuya arma principal se basa en la mentira, la
perversión del lenguaje cambiando el verdadero nombre de las cosas, la
demagogia, la intriga, el enredo, sacar a los muertos de sus tumbas y abrir
viejas heridas que los españoles cerramos en el 78, la creación de falsos
estados de opinión, alrededor de los cuales se crean infinidad de chiringuitos
para mantener a sus paniaguados y que cuestan miles de millones que salen del
bolsillo del sufrido contribuyente. Y ya se sabe: si el presupuesto no da para
ello, se suben los impuestos o se crean otros por uso de las carreteras, el
desgaste de las aceras o la contaminación del aire con nuestro aliento. Y no
quiero seguir dando ideas, porque seguro que habrá quien las pueda apuntar.
En los últimos
cuarenta años España ha progresado notablemente en el aspecto económico. Las
clases medias habían adquirido un
importante protagonismo, y cuando por fin algo muy anhelado se posee, la
sociedad está dispuesta a defenderlo si cree que corre el riesgo de perderlo, y
eso es estar a un paso de ser conservador, algo que las izquierdas nunca podrán
consentir.
Hay que
mantener la presunta fuerza moral y la primacía ideológica. La estrategia por
tanto será arruinar al país para acabar con las clases medias y crear un falso
proletariado, razón y pretexto “por el que luchar y al que defender”.
Hemos
convertido a España —y digo hemos porque todos tenemos una parte de
responsabilidad, electores y elegidos— en el reino de la osadía procaz, el
cinismo, la sordidez y la desvergüenza. Hemos invertido los valores. La víctima
es ahora reo y el delincuente mártir.
Creo que no
erraríamos mucho si toda la sociedad respetase un principio: el imperio de la
ley. El respeto a la ley debería ser un principio por todos reverenciado.
Sin
respeto a la ley no puede haber orden jurídico, ni libertad, ni dignidad
humana, ni justicia. El imperio de la ley, es ante todo, el triunfo del Derecho
sobre la arbitrariedad, pero no pocos de los que se autodenominan políticos, se
han encargado de mancillarlo, unos con oculta nocturnidad y otros
desahogadamente a plena luz del día.
La
educación democrática de un pueblo es la que crea una conciencia cívica, base
para la harmónica convivencia de la sociedad. Sin embargo, los partidos,
persiguiendo más el rédito político que la solución de los problemas que aquejan
al país y a todos los españoles, se saltan las normas, bordean la legalidad,
imponen la arbitrariedad a su conveniencia aplicando una impúdica doble vara de
medir, y para desprestigiar y zaherir a quienes consideran un obstáculo o
estorbo, hacen burla de las instituciones como Pedro Sánchez al menospreciar al
Jefe del Estado, el Rey.