“Las expectativas adversas que existen hoy sobre la
vejez, casi siempre están basadas en la ignorancia o en premisas falsas”
Luis Rojas Marcos
Psiquiatra, investigador y profesor
español
España es un país que está envejeciendo a pasos
agigantados, y si no se ponen los medios para que la tendencia cambie, su
situación sociológica, en un futuro no muy lejano, puede ser algo más que comprometida.
De una parte, los avances científicos hacen que la
humanidad vaya añadiendo años a la vida, aunque de lo que no estoy muy seguro,
es de qué eso a lo que hoy llamamos progreso, vaya al mismo tiempo añadiendo
vida a los años.
De lo que se trata, no es solo de que la edad media
de vida vaya siendo mayor, sino de que la ciencia sea capaz de encontrar
remedio a muchos de los males inherentes a las edades avanzadas para que esos
años que vayamos añadiendo a nuestro calendario particular, los podamos vivir con
el menor deterioro físico posible y no precisemos del auxilio paralelo de innumerables
atenciones médico-farmacéuticas y sociales.
Estos avances científicos, conllevan sin duda
transformaciones sociales que inevitablemente plantean nuevos problemas que requieren
la adopción de medidas que den solución a los mismos.
A ese
amplio sector de la sociedad, que cada día, no solo va siendo más longevo, sino
que va creciendo en número, los poderes públicos y la sociedad toda, tienen el
deber y la obligación de encontrarle su adecuado encaje en un mundo, que por su
propia naturaleza, evoluciona permanentemente, y que por tanto, nunca será
estable en su crecimiento y desarrollo.
Sabemos cuál
es el papel y la misión que en nuestro mundo juega la infancia: el de adaptarse
a al mundo nuevo y desconocido al que se asoma cada día; el de la juventud, irse
formando y robusteciendo en el contexto social en el que se han de desenvolver
el día de mañana; el de la madurez, administrar el presente e ir poniendo los
cimientos para construir el futuro, cosa que rara vez ocurre. Pero ¿Cuál es el
papel que ha de desempeñar el ser humano en su siguiente etapa? Oficialmente deja
de ser parte productiva para la sociedad, situación que no termino de entender,
cuando es precisamente el periodo en el que mayor experiencia tiene que ofrecer
y tiempo para dar, de modo que la comunidad podría beneficiarse de la valiosa
riqueza acumulada en el transcurso de una vida. Este periodo de nuestra
existencia, es una magnífica oportunidad para darse a los demás, y no quedar
simplemente, aferrándose a la vida con sus menguadas fuerzas, mientras espera
el final de sus días.
El ser
humano no sabe qué hacer consigo mismo en la última etapa de su vida. Ni
siquiera sabe cómo denominarse.
¿Anciano?
A los 65, 70, ni siquiera a los 75 se es hoy un anciano.
¿Viejo?
No. Viejo es un término despectivo que se aplica a todo aquello que se
considera inútil, que ya no sirve, que estorba y se tira.
¿Mayor?
¿Mayor que quien? Es un término impreciso que induce a confusión.
¿El
ridículo, “tercera edad”, que se inventó la progresía empeñada en cambiar la
definición real de los conceptos? Lo cierto es que además de ser una acepción
estúpida por falta de entendimiento claro y conciso, es incierta, porque antes le
precede la infancia, la mocedad y la madurez. Así que usando un orden
cronológico, en cualquier caso, no sería la tercera, sino la cuarta edad.
Para abundar
en el intrincado laberinto de la confusión, el 14 de diciembre de 1990, la
Asamblea General de las Naciones Unidas, designó el 1° de octubre, como “Día
Internacional de las Personas de Edad”. Pero ¿De qué edad? Ni siquiera el
organismo mundial ha sabido encontrar la definición adecuada para quienes
afrontan el último tramo en la carrera de la vida.
Hasta no
hace mucho tiempo, para no pocas civilizaciones, la edad y el parentesco,
tenían un carácter casi sagrado. Había sociedades en las que unos a otros, no
se llamaban por sus nombres particulares, sino con un término que expresaba el
grado de relación determinado más allá de los lazos de sangre que les pudieran
unir. Así, un joven se dirigía a una persona de más edad llamándole «padre» o
«madre» o, si la diferencia de edad era muy grande, «abuelo» o «abuela»; cuando
la relación era por un mayor grado de conocimiento, se dirigían a la persona
con el respetuoso y afectivo título de “maestro”.
Cuanta
nobleza y dignidad había en esa forma de designar a quien nos enseñaba a
caminar por el sendero de la vida, a quien nos transmitía sus conocimientos, a
quien nos enseñaba los arcanos saberes de un oficio.
Antaño,
los discípulos se levantaban cuando el maestro entraba en el aula. Lo hacían en
señal de respeto a lo que su persona simbolizaba. ¡La sabiduría! Porque el
maestro lo es, porque es el más mejor, el que sabe más… que sus alumnos.
A su vez,
los mayores, soportes de la estabilidad social, como portadores de la sabiduría
proporcionada por la experiencia de la vida, la ponderación de su juicio, y el
sosiego que proporciona la indiferencia hacia los falsos oropeles que
proporciona la civilización material, se dirigían a los más jóvenes llamándoles,
«hijo» o «hija».
Para
aquellas sociedades, todos los grados de parentesco terrestre, simbolizaban el
parentesco indisoluble entre el hombre y el Sumo hacedor, o entre el hombre y
la madre Tierra, considerada como principio y fin de nuestra razón de ser.
Hoy, con
la gilipollez de divinizar la democracia y ararnos el cerebro con la falacia de
que todos somos iguales, el maestro ha sido desposeído de su aureola; depuesto
del pedestal y negada la “autoritas” que proporciona el saber. Se ha convertido
—o lo han convertido— en enseñante, un
concepto tan hortera que transforma a todos en “coleguis” y cualquier indocumentado puede creerse con derecho a
exigir que le otorguen nota suficiente para erigirse en catedrático de la incompetencia.
Hasta tal
extremo hemos devaluado el grado más alto del conocimiento, el entendimiento profundo
en una materia, o la conducta prudente y sensata que proporciona la experiencia
adquirida en el transcurso de la vida.
Atravesamos
una grave crisis que pretende borrar de un plumazo aquellos valores por los
cuales la sociedad occidental se concibe como el origen de lo más bello y lo
más brillante del desarrollo humano.
Es cruel,
que salvo por incapacidad mental, obliguemos o induzcamos a nuestros mayores a
verse en la triste situación de tener que renunciar a ser ellos mismos, a abandonar sus hábitos y enseres, porque se
consideran trastos viejos que estorban, que ocupan sitio y no sirven para nada.
¡Qué falta de sensibilidad! Somos incapaces de comprender, que esos “trastos
viejos” son el reflejo de toda una vida, parte de los anhelos e ilusiones de
nuestros mayores, de sus sueños y realidades; somos incapaces de ver que cada
uno de ellos les recuerda un momento vivido, les hace renacer un sentimiento,
una emoción.
A veces,
esa insensibilidad, ese despego, esa falta de reconocimiento por lo mucho
recibido, en resumen: esa falta de amor, llega al extremo de causar la profunda
desolación que produce la noticia de como un hijo ha dejado abandonado a su
padre a la puerta de una estación de servicio en mitad de no se sabe dónde,
porque es un estorbo y no hay nada peor que convivir con un “viejo”.
Cuando nos
apartamos de nuestros mayores para mantener una conversación; cuando comemos a
distintas horas que ellos; cuando bueno o malo, les ocultamos los aconteceres
que nos atañen, les estamos hiriendo en lo más profundo de su corazón porque
les estamos alejando, excluyendo: quienes nos dieron la vida y su vida,
necesitan seguir sintiéndose parte de la familia.
Hemos
tirado de la cadena. La sociedad del deshecho ha cruzado las fronteras de la
sinrazón. Si no te apetece, deshazte de ello. Si no te gusta, tíralo.
En la
sociedad actual, dejar de ser joven, es casi un estigma.
A nuestros
mayores, evidentemente no hemos sabido encontrarles su lugar y han pasado a ser
objeto de la voluntad ajena.
Por
nuestra cuenta hemos decidido que no pueden trabajar, que no son capaces de
aprender, y ¡Que escándalo, si a su edad, sienten la necesidad de amar y seguir
ejerciendo su sexualidad!
Porque sus
ramas ya no dan fruto, creemos que el árbol está seco, pero cuando la canícula
hace sentir los efectos de su rigor, aún nos sigue ofreciendo su sombra. Y si
no, analicemos el papel que están jugando millones de abuelos en la sociedad
actual.
Mucha es
la grandeza contenida en el rostro de un anciano. Si tenemos la humanidad de
mirarle, no con los ojos del cuerpo sino con los ojos del alma, nos conmoverá
descubrir en su mirada la briosa locomotora que fue, a dónde pretendía llegar,
en que estación tuvo que detener su marcha, y comprobar en lo que finalmente el
discurrir de la existencia lo ha convertido. Alguien a quien formando parte del
paisaje cotidiano, terminamos por no ver. Alguien que está, pero ya no existe.
Alguien cuyo atronador silencio, es incapaz de hacerse oír.
Sin embargo,
aunque la sociedad actual así lo considere, no es un cacharro proscrito fuera
de servicio, situado en vía muerta, ignorado
por todos, y sin otro destino que el de ir convirtiéndose en chatarra, hasta
que un día, alguien autorice que se le aplique “una muerte digna”, en un
aséptico sanatorio del desguace humano.
Ellos
saben que la vida está vivida, y la función representada. Solo aguardan que, de
un momento a otro, el regidor dé la señal para que caiga el telón. La farsa,
escrita no se sabe muy bien por quien, ni para qué, ha terminado, y además, nunca
estuvo bien representada.