“…los ancianos son abandonados, y no solo en la
precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus
limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben
superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar
ni ser referentes según el modelo consumista en el que sólo la juventud es
aprovechable y puede gozar”
Papa Francisco
En todas las culturas, el anciano ha sido siempre el
sabio a quien se respetaba y se pedía consejo. La vejez -que no se improvisa
porque es un proceso largo e inexorable- es la cosecha de la larga siembra que
hacemos en el transcurso de toda nuestra vida.
Es cierto que con el correr de los años, experimentamos
una decadencia física creciente. Sin embargo, el alma, o el intelecto -como le
queramos llamar-, salvo enfermedad, no decae: se enriquece al estar engrandecido
con el asombro y la fascinación que acompañan a la infancia; el fuego, la
nobleza y la generosidad que adornan a la juventud, y la prudencia, sensatez y
equilibrio que presiden la madurez.
La persona que ha alcanzado una edad avanzada,
contempla el hoy desde la privilegiada amplitud que le proporciona la atalaya
de los años vividos, y a ella, y a quienes le precedieron, debemos el haber
llegado, con mejor o peor acierto, al punto en el que nos encontramos.
Esa es la deuda que las actuales generaciones tienen
contraída con quienes les han precedido. Una deuda generalmente no respetada, y
mucho menos reconocida. ¡Todo se lo deben a ellos mismos!
El ser humano, según va añadiendo años a su cuenta, gana
en lucidez.
Sin embargo, en las últimas décadas, la sociedad ha
invertido sus valores. Ha sustituido lo sustancial por lo aparente; lo
permanente por lo efímero; lo ético por lo utilitario, y las canas de la
experiencia por la guapeza de la juventud.
Según las actuales tendencias, la experiencia no es
otra cosa más que la historia de nuestros fracasos, y como el futuro no es más
que un sueño aún no hecho realidad, lo único importante es vivir el presente. Y
vivirlo con la mayor intensidad posible sin pensar en el mañana.
Esa exaltación de la juventud y del presente como
únicos valores a tener en cuenta, es lo que como consecuencia haya hecho que se
llegue a la conclusión de considerar que la vejez es una enfermedad inútil e
incurable; su mantenimiento, caro, y su rendimiento, nulo, salvo cuando los
políticos tratan de instrumentalizarla en función de sus intereses electorales.
Refiriéndose
a los ancianos, el premio Nobel norteamericano William Faulkner, describía así
como debería ser su último paso por el camino de la vida:
-
“Cualesquiera que sean los lugares
desde donde contemplen los desastres antiguos y las esperanzas nuevas
(apacibles valles, arroyos apacibles y tranquilizadores de la vejez, rostros
como espejos de los nidos), nunca olvidarán aquello. Estará siempre allí,
pensativo, tranquilo, constante, sin palidecer nunca, sin ofrecer nunca nada
amenazador, sino sereno por sí mismo, triunfante por sí mismo”.
¿Qué es la
vejez? ¿Un rostro surcado de esas cicatrices que en nuestro paso por la vida
nos dejan la frustración, el desengaño, la ingratitud y la duda? ¿El reverso de
la imagen sólida y robusta que ofrecen los años de la madurez?
La vejez
no la causa tanto la decrepitud del cuerpo, como el vacío y la indiferencia en
el alma.
Las
arrugas son los surcos que revelan nuestra marcha por esto que llamamos vida y
que nadie sabe lo que es. Son el sello indeleble de las innumerables
dificultades y aflicciones afrontadas; la huella de las interminables noches de
vigilia velando a los seres queridos; las cicatrices de las heridas causadas
por los desengaños e ingratitudes soportadas; la decepción de los millones de
sueños nunca hechos realidad; el recuerdo de aquellas ilusiones juveniles que
tan pronto agostó la cruda realidad; la primera sonrisa recibida de nuestros
hijos; el infinito dolor de perder a una madre; el olvido de sí mismo por la
entrega en cuerpo y alma a quien se ama.
Pero no,
no es eso lo que nos hace viejos. Por el contrario, es lo que hace que a
nuestros labios aflore la sonrisa de la bondad que produce la satisfacción de la
misión cumplida, y haber obrado según el dictado de nuestro yo más profundo.
No son las
canas y las arrugas las que nos marchitan. Nuestro ocaso se inicia con la
ausencia de esa esperada sonrisa que nace del corazón; con la inexistencia de la
mano amiga que nos ayude a seguir adelante; con el vacío que nos causa la falta
de una frase de aliento cuando más la necesitamos; con el desplome que provoca
el desengaño de la ingratitud y la traición.
Los años
causan surcos en la piel; las decepciones y desencantos los causan en el alma.
Las angustias del anciano son
la falta de dinero, la falta de salud y el abrumador exceso de soledad.
Todo
empieza el día de la jubilación. ¡Qué gran contradicción! Jubilar-se, que
procede del latín, jubilum, y que significa alegría, viva alegría que se
manifiesta exteriormente, es precisamente el momento en el que dejamos de
contar. No puedo admitir y me revelo contra el hecho de que se regule mi vida y
coarte mi libertad por decreto. Por dictado de alguien, un día, a las cero
horas, dejamos de ser presente y nos convertimos en un etéreo recuerdo. Dejamos
de ser un activo que produce para convertirnos en un apunte del pasivo. Es
decir en una carga, porque nuestra sociedad está concebida en función de la
utilidad, del interés, del rendimiento.
La
sociedad ha vuelto la espalda a los valores del espíritu para arrodillarse ante
el altar de las plusvalías materialistas. Pretende ignorar que son los valores los
que definen quienes somos realmente; procura desconocer que una persona sin
valores, es un ente sin identidad; no entiende que lo que caracteriza
precisamente a los pueblos es la suma total de tus valores, y estos no pueden
ser producidos en una cadena de fabricación, porque nacen de los más profundos
sentimientos del ser humano; del respeto a sí mismo y de su propia dignidad. En
base a esta filosofía, quizá la vida debería concluir en ese mismo momento para
evitar que los viejos se conviertan en un problema, en una carga, en un estorbo,
Al fin y al cabo, ya cumplieron su misión; dieron cuanto tenían que dar: hijos,
sacrificios y esfuerzo; tuvieron su oportunidad; ha llegado el momento de dejar
sitio a los que vienen detrás. Quizá deberían culminar su misión en este mundo
con un acto heroico de suprema dignidad como hacen los esquimales o como lo que
nos cuenta la historia de los antiguos samuráis.
Quizá la
más grande de las desolaciones sobreviene cuando las fuerzas nos abandonan y no
somos capaces de valernos por nosotros mismos. Cuando nuestro criterio ha
dejado de contar para las generaciones que nos han sucedido; cuando hemos de
sufrir el desgarro de abandonar nuestro pasado porque pasamos a depender de los
demás; cuando perdemos nuestra autonomía y nuestra libertad; cuando desaparece
nuestra identidad y todo viso de autoridad; cuando ya no somos nosotros quienes
ponemos las normas y sumisamente nos vemos obligados aceptar las que otros nos
dictan; cuando no podemos elegir nuestra comida, tenemos que escuchar la
radio o ver el programa de TV que les
gusta a aquellos de quien dependemos; cuando nos convertimos en una voz
amordazada porque nuestro criterio y voluntad apenas cuenta para los demás; cuando
hemos de preguntar dónde nos sentamos porque estamos en nido ajeno; cuando
considerando que son trastos inútiles, nos apartan de todo aquello que nos
acompañó en nuestro peregrinar por la vida; cuando se arroja a la basura -porque
no sirve para nada- cada cosa que nos habla de algún momento vivido en el
pasado: cuando nos vamos quedando a los lados del camino, y a lo sumo que
tenemos derecho es a ser sordos ante los que oímos, ciegos en cuanto a lo que
vemos, y mudos porque a nadie interesa lo que podamos pensar; cuando comprobamos como nuestro mundo se va
difuminando y las imágenes que de él albergamos en nuestra retina van
desapareciendo; cuando cual frágil castillo de arena ese mundo se va
desmoronando día a día; cuando sus voces se van perdiendo en la fría quietud
del silencio del olvido; cuando el vivir se convierte en un problema para la
sociedad; cuando finalmente nos
convertimos en una maleta trashumante porque constituimos una carga para
aquellos a quienes dimos la vida y les entregamos la nuestra.
Con
frecuencia el destino final de esa maleta, son las cuatro paredes de la pequeña
y solitaria habitación de una fría residencia, en la que si conservamos la
consciencia, entraremos con angustia y temor, ante la certeza de que terminaremos
nuestros días entre la indiferencia de unos extraños ajenos a nuestra vida, y
en la que cuando recibimos la breve visita de algún familiar, seremos objeto de
la mercantilizada parodia de un afecto fingido por parte de nuestros cuidadores
-guardianes que en la amordazada y maniatada soledad de nuestra habitación- pueden
mostrarse, como públicamente se ha podido comprobar, con la extremada crueldad
de un sadismo propio de la inhumanidad del ser humano. Es entonces cuando “el
viejo” no teme el morir, sino seguir viviendo.