Ayer, los
españoles se manifestaron multitudinariamente en apoyo de la identidad nacional
de España, y en contra de las prácticas propias de un trilero de mercadillo al
que legitimaron para okupar La Moncloa, todos aquellos que persiguen la
liquidación de España como país.
La
manifestación fue inequívocamente reprobatoria de los métodos, las formas y los
fines, de quien no habiendo sido habilitado por las urnas para aspirar a ser
presidente del Gobierno de España, logró el amparo de quienes vieron una
oportunidad —posiblemente irrepetible— para alcanzar sus ilegítimos propósitos
por vías ajenas a las previstas por la Ley.
La
Constitución lo permite todo. Incluso su propia voladura, su propia demolición.
Pero observando lo previsto en la propia norma, como ya se demostró con la
aprobación de la Ley para la Reforma Política, aprobada el 18 de noviembre de
1976, y con la que se liquidaba la última de las Leyes Fundamentales
franquistas del Reino de España.
Pero para
llevar a cabo un proyecto de tal envergadura, hacen falta estadistas con la
voluntad democrática de Juan Carlos I, la talla intelectual de Torcuato
Fernández Miranda, y el coraje político, la honradez y el amor a España, de
Adolfo Suárez González.
A quienes
vivimos en primera línea aquel histórico proceso, a quienes hicimos tan
compleja andadura yendo de la Ley a la Ley, nos produce pavor escuchar a
quienes ostentan responsabilidades de gobierno, que: “…el Parlamento no
funciona”.
Nos hemos
acostumbrado a contemplar pasivamente como se pervierten las ideas y el
lenguaje. No es verdad que el Parlamento no funcione. Pero sí es más cierto que
hay a quienes no les interesa que la sede de la soberanía desempeñe sus
funciones, para en la opacidad de los despachos, poder llegar a pactos y
acuerdos inconfesables, a los que por su carencia de escrúpulos, jamás se
atreverían a debatir con luz y taquígrafos en la tribuna del Congreso de los
Diputados.
En el Parlamento
cabe todo. Las ideas más inteligentes y las más disparatadas, toscas e
inverosímiles; las doctrinas que más se acomodan a las necesidades del país y
las que presentándose como liberadoras de una sociedad presuntamente oprimida,
explotada y esclavizada, —como sobradamente se ha demostrado— solo nos conducen
hacia el pozo de la ignorancia del pensamiento único, y al hundimiento en la
miseria económica, generalmente de los más desfavorecidos.
Lo malo
que tiene el Parlamento para quienes ofrecen vino y después dan vinagre, es que
hay que retratarse, votar y someterse al juicio inapelable de los hechos
irrefutables.
Las
200.000 personas que ayer abarrotaron la plaza de Colón y sus cercanías, no son
más que un pálido reflejo del sentimiento que anima a muchísimos españoles a
quienes asquea la política rufianesca, turbia y entreguista de un equipo
apoyado por todos los enemigos de España, que sin otro programa político que el
de mantenerse en el poder por el poder, está dispuesto a sacrificar lo más
noble de la nación española, solo para satisfacer la ciega ambición de un
individuo.
Lo
ocurrido ayer en Madrid, ante la certidumbre derivada de la política de
claudicación y entreguismo, que quienes ocupan el poder en La Moncloa vienen
practicando frente a los golpistas catalanes, de forma incruenta, tiene algún
tipo de semejanza, con el levantamiento del dos de mayo de 1808, en el que los
españoles, hartos de felones, villanos y traidores, se alzaron en contra de
quienes habían puesto en almoneda, los valores más sagrados del pueblo español.
Ayer, los
españoles manifestaron claramente su sentir.
Y ahora…
¿Qué? ¿Nos conformaremos con ese acto testimonial? Porque digo yo, que no
esperaremos a que los socialistas, estando en sus horas más bajas,
voluntariamente van a convocar elecciones, a pesar de que es el argumento en el
que se apoyaron para presentar su moción de censura contra el gobierno del PP.
Por el
contrario: con presupuestos o sin ellos, se van enrocar en su propia dinámica
para aguantar cuanto les sea posible, sin importarles cuanto y cual sea el daño
que le infieran a España y los españoles.
En 1808,
tras el levantamiento del pueblo de Madrid contra los enemigos de España, se
extendió por todo el país una ola de proclamas de indignación y llamamientos
públicos, que si en aquel entonces desembocaron en la guerra de la
independencia, ahora deberían forzar al ejecutivo socialista a convocar, de
manera inmediata, elecciones generales.
En
ayuntamientos, diputaciones, cabildos y comunidades autónomas, en las que estuvieran
representados PP, Ciudadanos o Vox, deberían presentarse mociones que instasen
al Gobierno de España a convocar elecciones generales conjuntamente con las que
se han de celebrar el próximo 26 de mayo. De no ser escuchadas estas peticiones
por parte del Presidente del Gobierno, la oposición quedaría plenamente
legitimada para presentar una moción de censura con independencia de contar o
no con una mayoría suficiente para que la misma saliese adelante.
No importaría
que estas iniciativas se ganasen o se perdiesen. Se trataría de crear una
atmósfera política irrespirable para el actual ejecutivo socialista y dejar que
se escuchase de manera inequívoca la voz del pueblo español.
¿Se tomará
algún acuerdo de este corte entre aquellos partidos que dicen defender la
unidad de España frente a los golpistas y quienes les apoyan?
Me
gustaría poder pensar que así pasará. Porque lo que sí pasa, son años y más
años; los acontecimientos se repiten, protagonizados en obscena concupiscencia
política por quienes se suceden en el poder, aplaudidos y coreados por los
bufones que les acompañan, para cual perros fieles, ir recogiendo las migajas
que se les arrojan desde la mesa del banquete de los privilegiados, sin que
todo lo demás que existe en medio de estas dos extremidades, lo que le ocurre
al ciudadano de la calle, al jubilado, al que se queda sin trabajo, al que no
puede pagar la hipoteca, al joven que ve cómo pasan los años y su futuro se le
escapa como el agua entre los dedos de las manos, se tome el trabajo de hacer presente
su existencia y figurar entre las prioridades de los bajitos que ocupan el
poder.