La
víspera de la festividad de los Reyes Magos, es la noche mágica de la ilusión
para millones de niños en el mundo. Pocas fiestas más entrañables podemos
encontrar que la de los Reyes Magos. En la noche de cada 5 de enero los niños
dejan los zapatos preparados para que los misteriosos monarcas depositen en
ellos sus regalos. Lo harán con gran sigilo para no alterar la paz de sus sueños.
Aunque
la historia del origen de los magos de Oriente se pierde en la memoria, la
tradición la ha conservado viva en nuestros corazones. Ignoramos si eran reyes,
magos, de dónde venían y cuántos eran. En realidad, ni siquiera sabemos cómo se
llamaban los regios personajes. Pero nada de eso perturba la fantasía del niño.
Para él, el hecho de acostarse y encontrar al despertar la sorpresa anhelada,
es algo mágico que se almacena en su trastienda, ese rincón en el que cada niño
inventa un mundo capaz de justificar cualquier cosa.
No
importa que el niño no haya visto nunca a esos personajes de leyenda de los que
le habla su entorno. Lo importante es que existan en su imaginación y que al
despertar se haya hecho realidad el sortilegio de sus sueños.
¿Habrá
algo más hermoso que el sueño de un niño? Si la paz existe, es la imagen de un
niño durmiendo.
¿Habrá
vileza más grande que la de privar a un niño de su mundo fantástico en aras de
una ideología?
El
discurrir del tiempo ha ido decolorando la fuerza de nuestras tradiciones, tintándolas
de ese sepia pajizo que tienen los recuerdos que dormitan silenciosamente en
algún rincón de nuestras vidas. Sin embargo, aunque en Navidad, el espejo de
nuestra sociedad nos muestre hoy algo muy diferente, su reverso aún conserva
para cada uno de los que en él nos miramos, la cena de Nochebuena, el hogar, la
familia, las tradiciones, los recuerdos de la infancia y la mocedad, y los recónditos
sentimientos del alma.
El
gran atractivo de la Navidad, reside en la fuerza de sus tradiciones. Por ello,
las filosofías basadas en el materialismo, quieren convertir a nuestra sociedad
en una casa de huéspedes en la que vivimos juntos, pero no estamos juntos, en
la que no hay familia, ni hogar, ni casa, ni recuerdos, ni veneración, ni tradición,
ni costumbres o creencias.
Poco
a poco nos vamos deslizando por la senda de lo fácil. Pensar y obrar
consecuentemente con nuestro propio criterio, siempre es más difícil que dejarse impregnar por costumbres foráneas
ajenas a nuestro propio sentir. Esa es la causa de que se vaya desdibujando
nuestra propia cultura, de que vayamos incorporando a nuestro lenguaje
extranjerismos que van sustituyendo el de nuestros antepasados, de que estemos reemplazando
nuestras tradiciones por costumbres ajenas a nuestra cultura.
Para
mí, la Navidad significa guardar y perpetuar a través del tiempo, usos y
costumbres, comidas que preparaban nuestros mayores, utilizar objetos y
utensilios que guardan recuerdos entrañables conservados en lo más profundo de
mi corazón.
Acomplejadamente
adoptamos otras modas, otras usanzas ajenas a nuestra propia idiosincrasia, y
cometemos un grave error al renunciar gratuitamente a lo que en realidad somos,
a nuestra propia cultura, a ese conjunto de valores y raíces que constituyen
nuestra historia. No nos damos cuenta de que con esa actitud nos vamos
despojando del legado de nuestros mayores, abjurando de todo lo que nos han
transmitido de generación en generación. El oropel de lo foráneo nos ciega
haciendo que traicionemos nuestra propia esencia.
A
pesar de las fiestas de reyes que he vivido, la víspera de cada noche, en el
alma de aquel niño que fui, aún queda un pequeño rincón en el que anida la
ilusión de que alguno de los magos se acuerde de mí, y deje en el balcón de mi
alma la sorpresa de lo inesperado.
No
quiero que aquel niño que en la noche de reyes se acostaba temprano y apretaba
los párpados con fuerza porque los nervios no le dejaban dormir, me abandone
nunca. Ese niño sabe de la infinita tristeza que es levantarse descalzo lleno
de emoción, abrir el balcón y encontrarlo vacío. Eran los duros años de una
España hecha girones, en la que solo había lo que no había.
No
sabía ese niño, que pasados muchos años, habría de recibir el regalo de reyes
más preciado que una persona pueda esperar, al tener la oportunidad de llevar a
miles de otros niños, la magia de la ilusión en la noche de reyes, viendo en
sus rostros el arrobo del asombro que produce el mundo fantástico de sus
sueños, hecho realidad.
Aquel
niño hecho hombre, al ver como hacía felices a tantas almas inocentes, jamás
sintió en lo más hondo de sí mismo, una emoción más profunda, al experimentar
un sentido tan inmenso de plenitud.
Como
jamás hubiera podido soñar, había sido compensada la desilusión sufrida, cuando
en una fría mañana de enero, abrió el balcón y lo encontró vacío.
En
realidad, los niños, inmersos en su mundo fantástico, no saben que los
verdaderos reyes son ellos, y ellos son los que nos hacen a nosotros el más
maravilloso de los regalos, con sus nervios y la emoción de ver como rompen el
envoltorio de sus presentes, sus ojos de asombro al comprobar que su ilusión se
ha hecho realidad, sus palmas de alegría, sus risas y el júbilo que muestran
sus rostros.
Son
instantes en los que podemos ver, tocar y sentir la más pura y auténtica
felicidad.
Conservemos
siempre la figura de los Reyes Magos. Su
encanto trasciende la inocencia e ilusión de nuestros niños. No la sustituyamos
por el pragmatismo de un regalo adquirido en los grandes almacenes. Sin la
fantasía del niño, la vida del adulto, carecería de sentido.