“Podemos imaginarlo
todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos”
Émil Michel Cioran
Escritor y filósofo rumano
No creo en la casualidad, pero sí en la causalidad. Como don
Quijote le decía a Sancho, soy de los que piensan que no se mueve la hoja en el
árbol sin la voluntad de Dios.
Es un modo de expresarme, porque a decir verdad, no creo que
Dios tenga el menor interés en mezclarse en las andanzas de los seres humanos,
y mucho menos, en las de esos especímenes bajitos que grandilocuentemente se
autodenominan políticos.
La mayoría de los españolitos de a pie, aún no han salido de
su asombro ante el modo y la forma en que se ha desarrollado la moción de
censura puesta por el PSOE al ya expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
No se explican como el eterno candidato que nunca llegó a
ser elegido en las listas de su partido, el eterno desconocido que en las dos
últimas elecciones condujo al PSOE a las cotas más bajas de su historia
parlamentaria, de un solo golpe, haya podido liquidar a su adversario echándole
fuera del ring, y dejando al PP en estado catatónico.
¿Tanta fuerza tenía el púgil?
No era necesaria. En mi opinión, en España, las mociones de
censura —esas que dicen que son constructivas— constituyen un mecanismo legal, para
que mediante pactos difícilmente explicables, un partido político pueda
alcanzar el poder que le han negado las urnas.
Para intentar entender algo del porqué de la reciente moción
de censura sufrida por el anterior Gobierno, habremos de preguntarnos:
-
¿A quién beneficiaba?
En su propio beneficio, el Partido Nacionalista Vasco supo
explotar muy bien el supuesto derecho histórico, exclusivo y excluyente, que desde
1931, en España se atribuye la izquierda para gobernar. Desde entonces, las
izquierdas se han auto investido de una legitimidad que nadie les ha otorgado, por
la cual se creen que son las únicas que pueden y deben guiar los destinos de
España. A las demás fuerzas políticas, los partidos de centro, liberales y
conservadores, las contemplan únicamente como elementos decorativos necesarios
para configurar el sistema democrático, pero que en su opinión, no representan
a nadie. Enraizadas en esa falacia, las izquierdas españolas no conciben, ni interiormente
aceptan, el hecho de perder, y ello, porque consideran enemigo a batir al que
solo es un legítimo adversario.
De hecho, baste recordar las excepcionales circunstancias
que rodearon el acceso al poder de Rodríguez Zapatero en 2004, la violación de
la jornada de reflexión por parte de Alfredo Pérez Rubalcaba, proceder inaudito
hasta entonces, que provocó una tensión realmente insostenible en la sociedad
española que tuvo que contemplar el organizado asalto a las sedes del PP, y por
fin, un vuelco electoral con el que ninguna encuesta contaba.
Sin que ello pretenda eximir
al PP de los pecados y errores cometidos —por acción y omisión—, las izquierdas,
una vez más, desarrollaron su enfermiza obsesión de deslegitimar a la derecha
para ejercer el poder. Acordémonos del Pacto del Tinell, llevado posteriormente
hasta sus últimas consecuencias por Rodríguez Zapatero con el cordón sanitario
en torno al PP.
Desalojar al Partido Popular de La Moncloa era el único
objetivo de la moción de censura. Lo demuestra el hecho de haber sido
presentada por un partido, que no solo no expuso en la Cámara un programa
alternativo de Gobierno, sino que una vez instalado en el poder, se verá
incapacitado para gobernar con solo sus 85 escaños y será rehén de los
encontrados intereses partidarios de todos los que la votaron a favor, y que de
inmediato han comenzado a pasar su factura por los servicios prestados.
El ego y la ambición obsesiva por llegar a ser Presidente
del Gobierno de un insatisfecho útil, fueron el caldo de cultivo a utilizar para
configurar el Gobierno más débil y vulnerable que España ha tenido en los
últimos 40 años. Un Gobierno que será
objeto de las dentelladas de todos aquellos que le dieron su voto para
que triunfase la moción de censura y así poder utilizarle a medida de sus
intereses, porque a todos, por diferentes razones, convenía un ejecutivo sin la
fuerza suficiente para poder conducir el país al margen de los intereses
partidistas de aquellos que tienen por objetivo su desmembración, partida en la
que quien lleva las mejores cartas, son los partidos nacionalistas y
separatistas. Es decir, los que nos dividen, los que nos separan, los que
levantan muros lingüísticos, los que anteponen la idea identitaria al bien
común de la sociedad real, los que se creen superiores por el hecho de haber
nacido en un determinado lugar, los que niegan la realidad de la nación
española.
Toda esta realidad incuestionable, se ha querido enmascarar
en una extraordinaria operación de marketing, me refiero a la elección de los
nuevos ministros, mediante la cual se ha pretendido tranquilizar a los mercados
y especialmente a la Unión Europea.
Pero obras son amores y no buenas razones. Finalizada la
operación de imagen de la presentación del Gobierno, el ejecutivo tiene que
comenzar a adoptar medidas de carácter político, económico y social.
El problema político más grave que España tiene planteado,
es el territorial.
Buena prueba de ello son las palabras pronunciadas hace unos
días por el actual presidente de la Generalidad de Cataluña, en el Parlamento
catalán:
-
“Esto no
es un Gobierno autonomista. Un Gobierno que dice que arranca del Referéndum de
Autodeterminación del 1 de Octubre, que dice que el 27 de Octubre va a haber
una declaración política de independencia, un Gobierno que está marcado por un
proyecto ambicioso de legislatura, que va de la restitución del proyecto de
Constitución catalana, y que hace de los
derechos sociales el motor del cambio republicano, un proyecto que nos ayuda
avanzar, es un proyecto constituyente que tiene en sus mismos hechos y en las
personas su propia razón de ser. Este no es un Gobierno autonomista. Yo no
sería el Presidente de la Generalidad si este fuera un Gobierno autonomista…
nosotros no estamos aquí para ser un Gobierno autonomista”
Y aquí no pasa nada.
Claro que no olvidemos que el actual Presidente del Gobierno
ha repetido hasta la saciedad que España es una nación de naciones, una idea que
de ponerse en práctica, nos conducirá a una reforma de la Constitución que convertiría
a nuestro país en una República Federal. Y esa fórmula, en las actuales
circunstancias, de facto, constituiría la desaparición del país más antiguo de
Europa y uno de los más antiguos del mundo. Sin duda alguna, este proceso sería
apoyado por todos los partidos de izquierda, y naturalmente por todos los
nacionalistas y separatistas.
Ante este proyecto, me pregunto cuál será el papel que en
este planteamiento jugará el actual ministro de Asuntos Exteriores, Josep
Borrell, catalán, muy europeísta, no nos vamos a engañar, tampoco es que sea un
acérrimo defensor de la igualdad de todos los ciudadanos españoles, pero sí
tiene muy claro que para Cataluña sería un suicidio el separarse de España. Ha
sido vicepresidente del Parlamento Europeo, y su voz puede influir mucho en
contra de la propaganda de las embajadas catalanas, que de nuevo van a volver a
estar en funcionamiento.
El portavoz del Grupo Vasco en el Congreso de los Diputados,
ya le dijo a Pedro Sánchez durante su intervención con motivo de la moción de
censura, que no le arrendaba las ganancias.
Y es que Pedro Sánchez, que tiene por objetivo aguantar como
sea los dos años que le quedan de vigencia a esta legislatura, y así tener
alguna posibilidad de reflotar el PSOE, no pasando mucho tiempo, puede terminar
convirtiéndose en objetivo del pin, pan, pun al que como a los muñecos de la
feria, todo el mundo le disparará su perdigonada.
Pero ¿Que pinta un muñeco tan elemental y desnudo en un
mundo de tiburones electrónicos? ¿Acaso puede competir con los muñecos de alta
tecnología que imperan en la actualidad?
Dispongámonos a asistir a esta batalla. Lo malo es que el
escenario en el que se desarrollará la pelea, es el corazón mismo del Estado.
Pero da igual: el caso es conquistar o mantener el poder.