Leo que una gran multinacional del juguete
está cerrando sus tiendas en distintas partes del mundo (en España está
buscando comprador para sus edificios) y siento que millones de niños (incluido
lo que de mí queda del niño que fui) “mueren” con ella.
Un recinto lleno de juguetes, era un mundo
mágico para los niños. Y creo que la pérdida de ese mundo de ilusión, es un
paso más hacia la huida del niño que todos llevamos dentro.
Hace tiempo que se eclipsó el fabuloso mundo
del circo, esa carpa bajo la cual el niño se sorprendía con la magia de los
ilusionistas, reía a carcajadas con las parodias de los payasos, se asombraba
con las evoluciones de los trapecistas o se asombraba con las figuras de los
elefantes.
Pero el verdadero espectáculo, no estaba en la
pista, sino en la emocionada ilusión que se reflejaba en los ojos de cada niño
y en como aplaudían entusiasmados ante el mundo mágico que estaban descubriendo.
Los niños son lo más importante y trascedente
de la naturaleza. Ellos encarnan el progreso, el futuro. En la mente de cada
niño hay un universo desconocido.
El niño no tiene otra misión que la de ser
niño y necesita hacer eso que nosotros denominamos “jugar”, pero que es algo
tan importante y trascendente como ir descubriendo ese mundo que le rodea, tan
desconocido para él.
El niño, en medio del cosmos de los adultos,
necesita inventarse su propio mundo. Y lo hace a partir de lo que ve, de lo que
vive, pero traduciéndolo a un lenguaje simbólico, personal, con el que adaptar
ese mundo externo a sus necesidades, como cuando abraza a su osito de peluche
con el mismo amor con el que él quiere ser tratado.
Por eso se enfada y llora cuando se le
interrumpe cualquier juego, y es que le estamos privando de conocer el
desenlace de un argumento creado por él mismo, con una finalidad que nosotros,
los adultos que hemos dado la espalda al niño que fuimos, somos incapaces de
comprender.
Dejemos que nuestros hijos sueñen, imaginen e
inventen, en compañía de otros niños. Estarán aprendiendo a relacionarse, a
vivir, a ser ellos mismos, a aceptar y que les acepten, y de la mejor forma
posible: divirtiéndose.
El niño ignora lo que es ganar o perder. No
sabe lo que es eso. Lo que él quiere es descubrir lo que esconde el artilugio
que tiene entre sus manos. Por eso le da vueltas y lo manipula hasta
despedazarlo. No lo rompe, no es esa su intención. No puede serlo porque no
tiene noción de ello. Simplemente lo explora para descubrir sin saber qué hace,
ni para qué lo hace. Para él todo es nuevo. Y cuando destapa el misterio que
esconde el artificio que está manejando, se sorprende, experimenta una
sensación mágica, nos mira con gesto maravillado como diciendo ¡Mira que he hecho!
y sonríe complacido.
Por eso siento que desaparezca una parte de
ese mundo maravilloso para los niños que son las jugueterías. Cuando un niño
entra en una tienda de juguetes es como si penetrase en un mundo mágico en el
que su fantasía se desborda y se enriquece su universo.
No es posible crear un juguete para que el
niño engrandezca su ilimitado reino, sin antes hacerse niño e introducirse en
su mundo fantástico. Quizá por ello la mayoría de los que llenan las
jugueterías, no son otra cosa que la reproducción en miniatura de los juguetes
de los adultos. Por eso creamos juguetes para niños y para niñas. No nos damos
cuenta de que es en ese momento cuando comenzamos a hacerles ya sexistas.
Tendríamos que poseer la infinita fantasía que habita en el mundo del niño para
inventar los juguetes o quizás dejar que fuesen ellos los que los inventaran. Porque
son capaces de hacerlo.
Que inimaginable y fascinante espectáculo
contemplaríamos si pudiésemos ver lo que anida en la pequeña cabecita de un
niño cuando está jugando. No enreda, no llora, no se queja, simplemente está
absorto en su mundo, y cuando al fin logra lo que desea, sencillamente ríe y
goza con lo que está haciendo.
Los juguetes no tendrían que ser artilugios
terminados en los que el niño no es más que un elemento pasivo y se limita poco
más que a contemplar lo que artefacto hace. El niño tiene que ser el
protagonista y no el espectador de lo que haga artificio. Es él, el que con su
imaginación, quien tiene crear la forma de hacer, de jugar o como le queramos
llamar. El niño es capaz de inventar sus juegos con su capacidad creativa.
O ¿Qué hacíamos los niños de los años 40 y 50?
No teníamos juguetes. En aquella época, para la mayoría, eran un lujo
inalcanzable. Sin embargo, volvíamos a casa, cansados, sucios y sudorosos, pero
felices porque habíamos gastado todas nuestras energías con nuestros juegos.
Esos juegos que nos inventábamos a falta de cualquier otra cosa que pudiera
servirnos.
Por aquel entonces jugábamos en cualquier
parte. En la calle, en las plazuelas, en el patio del colegio o en los pocos parques
que había.
Las niñas mostraban su rapidez de reflejos
jugando al pañuelo o las cuatro esquinas, cantaban con el corro de la patata,
guardaban el equilibrio para no pisar las líneas de la rayuela, demostraban su
capacidad de coordinación y ritmo saltando con las cuerdas de la comba, hacían
malabarismos con el diábolo, ponían a prueba su capacidad de reconocimiento con
la gallinita ciega, y las más afortunadas jugaban al aro o con las muñecas.
Los de los niños eran juegos más enérgicos. Más
de un codo o una rodilla echada abajo me llevé a casa, por correr como pollo
sin cabeza para que no me cogieran, jugando al rescate o a policías y ladrones.
Y con qué entusiasmo pretendíamos todos ser Di Stéfano, con una pelota de trapo
entre los pies. El más cruel de todos los juegos, era Pídola, en el que aquel
que le tocaba hacer “el burro”, tenía soportar en sus posaderas, los zapatazos
y taconazos —propinados a veces con verdadera rudeza— de los que iban saltando
sobre él. Otros modos de divertirnos eran más tranquilos, como las canicas;
pretendíamos aumentar nuestra colección de cromos jugando a la taba con el
hueso de las patas traseras de un cordero; queríamos ser Berrendero o
Bahamontes, haciendo carreras con los tapones de las botellas de refrescos a
los que les acoplábamos la imagen de algún ciclista de la época y les
llamábamos chapas. Con las chapas y un garbanzo, dibujando en el suelo con el yeso
de alguna obra, un campo de futbol, hacíamos campeonatos de liga. El
antecedente del Monopoly, lo inventamos jugando al clavo. En un trozo de tierra
húmeda, con un clavo bastante grande o algo que se le pareciese, trazábamos un
rectángulo y lo dividíamos por la mitad. Cada una de las dos partes resultantes
pertenecía a un jugador y desde su dominio se arrojaba el clavo a la parte del
contrario. Si el clavo se hincaba en la tierra, se trazaba una línea sobre el
punto en el que se había hincado y esa parte de tierra se añadía a la que nos
correspondía, pero de lo contrario le tocaba el turno al contrincante, dándole
la oportunidad de obtener parte de nuestra propiedad.
No teníamos juguetes pero espoleábamos nuestra
imaginación y éramos protagonistas de nuestros juegos. Estoy convencido de que
disfrutábamos mucho más que aquellos niños que poseían juguetes sofisticados y
que se limitaban simplemente a contemplar lo que los mismos hacían.
Hoy el niño no juega, simplemente se limita a
contemplar el espejismo de ese mundo irreal que le ofrecen los ingenios
tecnológicos y consume su tiempo sin ser protagonista de su infancia.
Pienso que quizá, la verdadera misión del ser
humano en este mundo, no es otra que la de ser niño y esa cosas que nos parecen
tan fundamentales (como saber quiénes somos, de dónde venimos y cuál es la
razón de nuestra existencia) preguntas que nadie ha sido capaz de respondernos,
quizá no sea más que una forma de jugar al escondite. Incluso rumio que aquello
que no se hagamos jugando, no lo haremos nunca.