Al sacrificado pueblo español, capaz de resistir y soportar
tanto descalabro.
La realidad de España es la consecuencia de
una muy larga andadura, casi siempre desequilibrada.
Entre todos, formamos un país preñado de incongruencias y contrasentidos, prole
de unos gobernantes que rara vez supieron estar a la altura de su pueblo, pero
que siempre anduvieron prestos a contaminar al sistema judicial —sin cuya
independencia no existe la democracia— para salvaguardar sus intereses
partidarios y personales.
¿Quién no se acuerda de la lapidaria frase: “Montesquieu
ha muerto”?
Durante siglos —yo me atrevería decir que
durante milenios— las ideologías han orientado la brújula de nuestra historia,
con un acontecer basado en remotas y
arcaicas creencias, muchas de ellas, impropias del desarrollo que ha logrado el
intelecto humano. Aún hoy, somos fruto de un yermo y obsoleto sistema educativo,
en determinadas zonas, tan ilusorio como las formas y colores de un
caleidoscopio que solo ofrece falsos y extemporáneos espejismos, en este caso,
de un patrioterismo empeñado en separar, dividir, empequeñecer, enfrentar y
arruinar la fecunda convivencia entre hermanos.
España es el resultado de arcaicos fanatismos,
causa de enfrentamientos entre nosotros mismos, la mayoría de las veces con
grave daño para el progreso común que es lo que de verdad nos debiera
interesar.
Desgraciadamente aún no hemos conseguido
sacudirnos ese lastre, que desde hace siglos, y en forma de sentimiento
emocional inducido por la ignorancia y una educación sesgada, anida en el
interior de algunos que no saben o no quieren comprender, que la existencia del
ser humano debe siempre orientarse hacia su destino, y no vivir esclavo de su
pasado. Un pasado que solo nos debe servir para saber de dónde venimos y por
tanto quienes somos; un pasado que debería ser el espejo que nos devuelva —para
no repetirlos— la imagen de los errores
cometidos y que tantos sufrimientos han causado a la humanidad.
Al campo no se le pueden poner puertas. Es irracional
pretender que falsas antiguallas del pasado, producto más de un ilusorio deseo
que de la racionalidad, traten de impedir la evolución intelectual, y
consecuentemente, el desarrollo práctico que forzosamente, el mismo, va
imponiendo en la sociedad.
Aplicado todo ello a nuestra realidad
presente, resulta incomprensible y absolutamente extemporáneo, identificar anacrónicos
privilegios medievales con un patrioterismo localista, profesado por exaltados
chovinistas que propugnan el desprecio y la agresión contra todos aquellos, que
a su juicio, no ostentan una acreditada limpieza de sangre nacionalista, lo que
ha producido reiterados episodios, tan lamentables y bochornosos, como los que
ante el mundo entero, estamos protagonizando actualmente.
Con su unas veces inventada, y otras,
adulterada historia, apropiándose y haciendo suyos, ritos, tradiciones y
costumbres de otros pueblos, los nacionalistas construyeron un falso hecho
diferencial y fabularon una imaginaria nación, que como toda mentira que trata
de erigirse en realidad, precisa de inventarse enemigos inexistentes por medio
de la intransigencia y la exclusión, arruinado así cualquier tipo de
convivencia con otras culturas.
Mientras España siga prisionera de su pasado y
no se desprenda del cáncer que constituye el nacionalismo y sus cavernícolas
privilegios medievales, nunca podrá llegar a ser un país libre de ataduras,
centrado en la construcción de su futuro.
Hubo un momento en el que los españoles mostramos
al mundo un sincero deseo de reconciliación, remando casi todos juntos en la
misma dirección, puesta la mirada en el puerto que históricamente, nosotros
mismos, siempre nos habíamos negado. Fue durante la transición, gracias a que
la nave estuvo comandada por ese gran capitán que fue Adolfo Suárez, un hombre
cuyo empeño se centró en cerrar las heridas causadas por una y otra parte, y
que durante tanto tiempo hacía que sangraban. Era el paso previo para construir
la senda de la democracia que habría de conducirnos al encuentro de un nuevo horizonte
a todos los españoles. Un destino en el que el principal protagonista sería el
pueblo, que bajo ningún concepto quería volver a vivir el enfrentamiento entre
hermanos.
Un capitán, que cuando los egoísmos personales
y políticos hicieron su aparición, y comprendió que ya no podía seguir
sirviendo a su país, tuvo la conciencia y la decencia de dimitir, dejando una
herencia, que a pesar de las ambiciones electoralistas de los partidos, nos ha
permitido vivir el periodo más largo de paz y prosperidad de nuestra existencia.
Por el delirio de unos y el temblor de otros,
todos somos conscientes de que España está sufriendo la más grave crisis
política, social y económica desde que se aprobó la Constitución de 1978.
Los partidos políticos constituyen el
instrumento imprescindible de un Estado democrático. La justificación de su
existencia se basa en la transición desde la tolerancia con el disidente a la
aceptación de la diversidad plural en que se organiza la sociedad. Sin ellos no
existiría lo que habitualmente se entiende por democracia en el mundo
occidental, y es un hecho incuestionable que cualquier sistema de partidos
políticos depende a la vez de la sociedad que lo crea y del sistema electoral
que lo hace posible.
Pero ¿Qué son hoy los partidos?
¿Esas organizaciones que dicen defender la
libertad y sin embargo constituyen una dictadura en las que la lealtad al líder
llega a la absoluta inmolación?
¿Esas
estructuras que dicen defender la democracia y en las que se ejerce un
implacable totalitarismo?
¿Esas agencias de colocación de sus apegados que
se financian con dinero arrancado de nuestros bolsillos cuando no delictivo?
¿Esas asociaciones de intereses enroscadas
sobre sí mismas, que se jalean y bailan solas?
¿Esos grupos que para hacerse una publicidad,
agotadora y burda, ante nosotros mismos en el periodo de elecciones,
despilfarran el dinero que no tienen viéndose en la necesidad de rebañar la
salsa del guiso con la que se manchan
los bolsillos?
¿Esos colectivos carentes de cualquier idea
que no sea la de ganar las elecciones, para situarse y situar a su ávida
parroquia?
¿Esas camarillas en las que dos o tres mandan
y los demás obedecen ciegamente porque el que disienta no será incluido en las
listas?
Ya se sabe: “El que se mueva no sale en la
foto”
Nuestra gran paradoja es que tenemos problemas
de gran altura, creados por políticos muy bajitos, rechonchos y repolludos,
incapacitados para generar el menor entusiasmo a los ciudadanos. Son gnomos de
la política preocupados únicamente de asegurar su permanencia en el poder en
vez de trabajar por la felicidad y el bienestar del país al que dicen servir.
Son confusas sombras grises, ambiguas, equívocas, que nos impiden vivir la vida
con la intensa ilusión que debe ser vivida, porque es lo más hermoso que tiene
el ser humano en su presente.
Lo peor de todo, es que no nos podemos
desprender de ellas. Son como un sello pegado al culo de todos los españoles.