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Portada:: Reflexión en libertad:: César Valdeolmillos Alonso:: La mezquindad de la grandeza

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La mezquindad de la grandeza

Wed, 05 Jul 2017 09:20:00
 

“La mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana.

La fe se va desgastando y degenerando en mezquindad”.

Francisco

266.º papa de la Iglesia católica

 

 

Puede que fuera conveniente conmemorar el 40 aniversario de las primeras elecciones libres, después de la muerte de Franco. Lo que desde luego ha sido absolutamente injustificable, es la ausencia dispuesta de quien hizo posible que las mismas se pudiesen celebrar.

No sabemos con certidumbre cuales han sido los verdaderos motivos por los que en estos actos se ha evitado la presencia de quien arriesgándolo todo, hizo de la libertad para los españoles, el centro principal de todos sus afanes.

Parece ser que La Zarzuela ha intentado justificar la ausencia del Rey emérito Juan Carlos, argumentando que el formato del acto no admitía dos lugares de honor. Por lo visto, el que en un acto de tan honda significación histórica hubiese dos reyes y dos reinas, planteaba un problema irresoluble.

¡Qué poca imaginación! ¡Qué poca voluntad! De tejas abajo, lo único que no tiene solución es la muerte.

¿No será, que para que en el escenario de nuestros días, la Zarzuela brille con el esplendor que necesita, es necesario evitar la alargada sombra de la lucida obra realizada con imborrable éxito por sus ejecutores en el pasado?

Por cierto, La Zarzuela, que como ustedes saben, es la sede de la Jefatura del Estado, es un término muy amplio, ambiguo, confuso y difuso. Sí, porque La Zarzuela comprende desde el guardia real que está en la entrada hasta el propio monarca.

Así que no sé quién es La Zarzuela, pero lo que está claro, según hemos podido apreciar, es que mandar,,, manda mucho, porque para que hasta el mismo Rey —quiero creer que con profunda tristeza— convenga en aceptar sus decisiones...

Sin duda, la buena voluntad es manifiesta y generalmente resplandece como una piedra preciosa, aun cuando por la mezquindad de una naturaleza madrastra, el agente no tenga la fuerza, la riqueza o la habilidad suficientes para producir el estado de cosas deseable. Y es que el ser humano, según sean sus prioridades, reacciona de manera muy diversa frente a las circunstancias imperantes de cada momento.

El Rey emérito es la línea divisoria entre esas dos Españas que se querían aniquilar mutuamente, la de los buenos y los malos, la de los que se debatían entre la grandeza y la mezquindad. Juan Carlos I, fue el motor que impulsó la realización efectiva y material del ideal de construir una España nueva en la que todos nos sintiésemos parte integrante de un proyecto común. Con sus luces y sus sombras, esa es una realidad que nada ni nadie, nunca podrá obscurecer y mucho menos borrar.

¿Quién podía esperar que fuese infalible? Mucho menos un santo; es hijo de su tiempo y sus circunstancias, por cierto muy duras y tristes. Fue moneda de cambio entre Franco y su padre, el Conde de Barcelona, para asegurar una transición pacífica de un régimen autoritario a la democracia. Se tuvo que separar de lo que más necesita un niño, su familia, para pasar a depender de la voluntad del General, y enfrentarse a la soledad fría, triste y deprimente de unos severos tutores designados por quien en aquel momento, imponía su voluntad en España. No fueron precisamente escasas las afrentas y humillaciones que hubo de sufrir, infligidas por quienes detestaban su presencia en nuestro suelo. En medio de tan absoluta soledad, tuvo que padecer el distanciamiento de su propio padre:

      «Mi padre nunca fue mi amigo. Tampoco fue mi enemigo. Él fue siempre mi más noble y leal contrincante.», confesó El Rey Juan Carlos a fray Bartolomé Vicens Fiol, su confidente.[i]

Ha cometido errores como cualquier otro ser humano, pero tuvo la grandeza de reconocerlos y pedir perdón. Y en el contexto de los acontecimientos que rodearon su reinado, fue admirable la manera en que su pensamiento y acciones superaron los paradigmas de su tiempo. Irrefutables son los avances que hicieron posible que España alcanzase la mayor etapa de estabilización y prosperidad que hemos conocido, y que hoy, hay quienes están interesados en borrar de nuestra historia.

Posiblemente, en el transcurso de su andadura, ha podido sentir más que otros la suprema injusticia de los desafectos del mundo y de los favores de la fortuna. Aquello que hicieron con él en su más tierna infancia, no fue humano ni noble. Pero aún fue peor, mucho peor, lo que le hicieron los que encontró desde que, niño aún y lleno de confianza, buscó el apoyo y el amor de sus semejantes. ¿Por qué le rechazaban? ¿Por qué le acogían fríamente y como obligados a ello? No fueron poco los que entristecieron su niñez. La realidad de su contexto, pronto le hizo comprender que el mundo es habitualmente injusto y que no estaba creciendo y madurando entre los suyos, sino entre la baja mezquindad y la vil ramplonería de los que le rodeaban.

Hoy, en el otoño de su vida, por encima de las mezquindades, incomprensiones, ambiciones e intereses personales, y las  diferentes formas de intolerancia imperantes en nuestro país, quienes podían, no han sabido estar a la altura de la grandeza que requería este acto, aprovechando la ocasión para mostrar a las generaciones que no vivieron aquella etapa de nuestra historia reciente, tan comprometida como memorable y admirada por el mundo entero, el ejemplo de la magnitud de un auténtico hombre de estado, que por encima de todo, quería asegurar a las futuras generaciones un futuro unido y un  más brillante porvenir.

En momentos semejantes, es cuando se revela la grandeza o la mezquindad.

Los seres humanos tendemos fácilmente a echar las culpas a las circunstancias para justificar el abandono de los que fueron los grandes ideales del pasado, engañándonos miserablemente. Es cierto que los proyectos de antaño pueden necesitar ser adaptados y modificados con el transcurso de los años. La vida da muchas vueltas y pocas cosas hay que permanezcan inalterables, pero muchas veces, lo que hacemos con esos ideales, es rebajarlos, por pereza, por abandono o por mezquindad. Y lo que logramos con ello es ir difuminando el espíritu que les dio vida hasta hacerlos de todo punto irreconocibles.

Cuando prevalece la influencia de los hombres irrelevantes, lo fructífero se hace imposible, ya que carecen de fundamentos o en el mejor de los casos, estos son erróneos. Predomina la desconfianza mutua. Pero en la vida pública, el hombre sobresaliente no debe dejarse tentar por las ofertas nacidas del oportunismo interesado. No debe exponerse al peligro de inclinarse ante la mezquindad de los demás.

Cuanto en España se construya con carácter nacional, debe de estar sustentado sobre los pilares de la unidad y del progreso. Eso es lo enriquecedor y eso es lo noble, pues habiéndonos agotado en la defensa de la libertad, no cabría mayor afrenta a los sacrificios realizados en el pasado, que ser traidores para con nuestros padres y para con nosotros mismos. El objetivo de aniquilar al adversario, finalmente, solo nos acarrearía la satisfacción de un vencimiento, acaso transitorio, en el que en última instancia, perderíamos todos.

Por nuestro propio bien, es imperativo preservar, mantener y defender con energía el espíritu de la transición, porque el recuerdo y la experiencia de los que vivimos y participamos en aquella valiosísima obra, aún se encuentra muy por encima de los mezquinos intereses de la política de nuestros días.



[i] “El precio del trono” de Pilar Urbano







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