“La mayor amenaza es el gris
pragmatismo de la vida cotidiana.
La fe se va desgastando y
degenerando en mezquindad”.
Francisco
266.º papa de la Iglesia católica
Puede
que fuera conveniente conmemorar el 40 aniversario de las primeras elecciones
libres, después de la muerte de Franco. Lo que desde luego ha sido
absolutamente injustificable, es la ausencia dispuesta de quien hizo posible
que las mismas se pudiesen celebrar.
No
sabemos con certidumbre cuales han sido los verdaderos motivos por los que en estos
actos se ha evitado la presencia de quien arriesgándolo todo, hizo de la
libertad para los españoles, el centro principal de todos sus afanes.
Parece
ser que La Zarzuela ha intentado justificar la ausencia del Rey emérito Juan
Carlos, argumentando que el formato del acto no admitía dos lugares de honor.
Por lo visto, el que en un acto de tan honda significación histórica hubiese
dos reyes y dos reinas, planteaba un problema irresoluble.
¡Qué
poca imaginación! ¡Qué poca voluntad! De tejas abajo, lo único que no tiene
solución es la muerte.
¿No
será, que para que en el escenario de nuestros días, la Zarzuela brille con el
esplendor que necesita, es necesario evitar la alargada sombra de la lucida
obra realizada con imborrable éxito por sus ejecutores en el pasado?
Por
cierto, La Zarzuela, que como ustedes saben, es la sede de la Jefatura del
Estado, es un término muy amplio, ambiguo, confuso y difuso. Sí, porque La
Zarzuela comprende desde el guardia real que está en la entrada hasta el propio
monarca.
Así
que no sé quién es La Zarzuela, pero lo que está claro, según hemos podido
apreciar, es que mandar,,, manda mucho, porque para que hasta el mismo Rey
—quiero creer que con profunda tristeza— convenga en aceptar sus decisiones...
Sin
duda, la buena voluntad es manifiesta y generalmente resplandece como una
piedra preciosa, aun cuando por la mezquindad de una naturaleza madrastra, el
agente no tenga la fuerza, la riqueza o la habilidad suficientes para producir
el estado de cosas deseable. Y es que el ser humano, según sean sus
prioridades, reacciona de manera muy diversa frente a las circunstancias
imperantes de cada momento.
El
Rey emérito es la línea divisoria entre esas dos Españas que se querían
aniquilar mutuamente, la de los buenos y los malos, la de los que se debatían
entre la grandeza y la mezquindad. Juan Carlos I, fue el motor que impulsó la
realización efectiva y material del ideal de construir una España nueva en la
que todos nos sintiésemos parte integrante de un proyecto común. Con sus luces
y sus sombras, esa es una realidad que nada ni nadie, nunca podrá obscurecer y
mucho menos borrar.
¿Quién
podía esperar que fuese infalible? Mucho menos un santo; es hijo de su tiempo y
sus circunstancias, por cierto muy duras y tristes. Fue moneda de cambio entre
Franco y su padre, el Conde de Barcelona, para asegurar una transición pacífica
de un régimen autoritario a la democracia. Se tuvo que separar de lo que más
necesita un niño, su familia, para pasar a depender de la voluntad del General,
y enfrentarse a la soledad fría, triste y deprimente de unos severos tutores
designados por quien en aquel momento, imponía su voluntad en España. No fueron
precisamente escasas las afrentas y humillaciones que hubo de sufrir, infligidas
por quienes detestaban su presencia en nuestro suelo. En medio de tan absoluta
soledad, tuvo que padecer el distanciamiento de su propio padre:
–
«Mi padre nunca fue mi amigo. Tampoco fue mi enemigo. Él fue
siempre mi más noble y leal contrincante.», confesó El Rey Juan Carlos a fray
Bartolomé Vicens Fiol, su confidente.[i]
Ha
cometido errores como cualquier otro ser humano, pero tuvo la grandeza de
reconocerlos y pedir perdón. Y en el contexto de los acontecimientos que
rodearon su reinado, fue admirable la manera en que su pensamiento y acciones
superaron los paradigmas de su tiempo. Irrefutables son los avances que
hicieron posible que España alcanzase la mayor etapa de estabilización y
prosperidad que hemos conocido, y que hoy, hay quienes están interesados en
borrar de nuestra historia.
Posiblemente,
en el transcurso de su andadura, ha podido sentir más que otros la suprema
injusticia de los desafectos del mundo y de los favores de la fortuna. Aquello
que hicieron con él en su más tierna infancia, no fue humano ni noble. Pero aún
fue peor, mucho peor, lo que le hicieron los que encontró desde que, niño aún y
lleno de confianza, buscó el apoyo y el amor de sus semejantes. ¿Por qué le
rechazaban? ¿Por qué le acogían fríamente y como obligados a ello? No fueron
poco los que entristecieron su niñez. La realidad de su contexto, pronto le
hizo comprender que el mundo es habitualmente injusto y que no estaba creciendo
y madurando entre los suyos, sino entre la baja mezquindad y la vil ramplonería
de los que le rodeaban.
Hoy,
en el otoño de su vida, por encima de las mezquindades, incomprensiones,
ambiciones e intereses personales, y las
diferentes formas de intolerancia imperantes en nuestro país, quienes
podían, no han sabido estar a la altura de la grandeza que requería este acto, aprovechando
la ocasión para mostrar a las generaciones que no vivieron aquella etapa de
nuestra historia reciente, tan comprometida como memorable y admirada por el
mundo entero, el ejemplo de la magnitud de un auténtico hombre de estado, que por
encima de todo, quería asegurar a las futuras generaciones un futuro unido y un
más brillante porvenir.
En
momentos semejantes, es cuando se revela la grandeza o la mezquindad.
Los
seres humanos tendemos fácilmente a echar las culpas a las circunstancias para
justificar el abandono de los que fueron los grandes ideales del pasado,
engañándonos miserablemente. Es cierto que los proyectos de antaño pueden
necesitar ser adaptados y modificados con el transcurso de los años. La vida da
muchas vueltas y pocas cosas hay que permanezcan inalterables, pero muchas
veces, lo que hacemos con esos ideales, es rebajarlos, por pereza, por abandono
o por mezquindad. Y lo que logramos con ello es ir difuminando el espíritu que
les dio vida hasta hacerlos de todo punto irreconocibles.
Cuando
prevalece la influencia de los hombres irrelevantes, lo fructífero se hace
imposible, ya que carecen de fundamentos o en el mejor de los casos, estos son
erróneos. Predomina la desconfianza mutua. Pero en la vida pública, el hombre
sobresaliente no debe dejarse tentar por las ofertas nacidas del oportunismo
interesado. No debe exponerse al peligro de inclinarse ante la mezquindad de
los demás.
Cuanto
en España se construya con carácter nacional, debe de estar sustentado sobre
los pilares de la unidad y del progreso. Eso es lo enriquecedor y eso es lo
noble, pues habiéndonos agotado en la defensa de la libertad, no cabría mayor
afrenta a los sacrificios realizados en el pasado, que ser traidores para con
nuestros padres y para con nosotros mismos. El objetivo de aniquilar al
adversario, finalmente, solo nos acarrearía la satisfacción de un vencimiento,
acaso transitorio, en el que en última instancia, perderíamos todos.
Por
nuestro propio bien, es imperativo preservar, mantener y defender con energía el
espíritu de la transición, porque el recuerdo y la experiencia de los que
vivimos y participamos en aquella valiosísima obra, aún se encuentra muy por
encima de los mezquinos intereses de la política de nuestros días.
[i] “El precio del trono” de Pilar Urbano