“No puedo pensar en ninguna
necesidad de la infancia tan fuerte como la necesidad de protección de un
padre”
Sigmund Freud
Médico neurólogo austriaco
Periódicamente
tenemos noticias de padres que matan a sus hijos. Nunca habrá causa que pueda
justificar el horror de una desnaturalización tan irracional, solo propia del
ser racional. Los animales matan por
instinto para subsistir, nosotros matamos porque pensamos.
No
tiene sentido destruir lo que uno mismo ha creado.
Con
frecuencia recibimos la triste noticia, de que un progenitor —como la izquierda
progre denomina ahora a los padres— ha asesinado a su hijo o hijos. Y lo
verdaderamente asombroso, es que la mayoría de las veces, no lo hace por odio a
los mismos, sino por hacer el daño más brutal y cruel que se pueda concebir, a
la que generalmente fue su pareja. Al otro progenitor.
Por
referirme solo a los casos más próximos y recientes, presuntamente y según el
resultado de las investigaciones de los cuerpos de seguridad del Estado, el
pasado mes de mayo, Marcos Javier Miras Montánez, fue detenido como presunto
autor del asesinato de Javier, su propio hijo de 11 años, quien «recibió un
golpe seco con una pala en la cabeza» y posteriormente «arrojó al niño a un
pequeño barranco quedando el cuerpo apoyado sobre un eucalipto».
Días
más tarde, un hombre de 44 años, fue detenido en la provincia de Cádiz, acusado
de haber dado muerte por asfixia a su bebé de ocho meses y haber asestado una
brutal paliza a su pareja embarazada, a consecuencia de la cual hubo
de ser ingresada en un hospital.
Hace
apenas unas horas, ha fallecido en el Hospital Virgen Macarena de Sevilla, un
bebé de siete meses, que había sido ingresado con fracturas en el cráneo y en
las retinas, y moratones por todo el cuerpo —lo que se conoce como síndrome del
niño sacudido— lesiones que le hicieron entrar en coma, a consecuencia de las
cuales, los padres estaban siendo investigados por un presunto delito de malos
tratos en el ámbito familiar, calificación que tras la muerte del bebé
probablemente será modificada.
Me
pregunto, ¿Qué le tiene que pasar por la cabeza a una persona para ejercer tan
brutal crueldad sobre un diminuto ser inocente y absolutamente indefenso?
Tener
un hijo, no le hace a uno padre, al igual que tener una batuta, no le hace a
uno director de orquesta. La paternidad, es algo mucho más trascendente que la
consecuencia de la unión de un espermatozoide con un óvulo; es un sentimiento
que nace de lo más profundo de nosotros mismos; es una vocación de entrega
incondicional; una permanente prueba de amor sin límites.
La
gran sabiduría de la infancia nos permite sentir todo en lo más profundo de
nuestro ser, aun cuando no alcancemos todavía a comprenderlo. El día que ya somos
capaces de interpretar lo acontecido en nuestra niñez, las cicatrices que surcarán
nuestra alma, serán ya excesivamente profundas. Marcarán para siempre nuestra
existencia.
Dicen
que la infancia es una etapa maravillosa en la que no hay pasado ni futuro;
sólo un presente que se mira con inocencia e ilusión.
No
es cierto.
La niñez,
siempre es incomparable, no tiene punto de referencia con ninguna otra etapa de
nuestra vida, podrá haber sido feliz, gris o infortunada, pero sea cual fuere
como haya quedado almacenada en las profundidades de nuestro inconsciente, ningún
ser humano es capaz de recuperarse de ella. Cuando menos lo esperemos, de la
bruma de nuestros recuerdos, como ladrón agazapado en espera de su oportunidad,
asaltarán nuestra memoria imágenes y recuerdos, que sin saberlo, han condicionado
nuestro presente. Imágenes y recuerdos de lo que pudo ser y no fue; de lo que
pudiendo haber sido, nunca será ya.
La
infancia debería ser la más bella de todas las estaciones de la vida, pero pobres
los niños que se ven obligados a sufrir las consecuencias de los naufragios de
los mayores.
Con
idealista desconocimiento se enarbola el mito de la «infancia dorada y feliz»,
en la que se asume que cualquier cosa es una maravilla. Contemplando a un niño
correr alborozado tras aquello que ha despertado su ilusión y deseo, o
manifestando su alegría con sus manos abiertas y sus brazos en alto por haber
hecho realidad sus sueños, pensamos que nada hay más bello que disfrutar de la
vida a través de sus ojos.
Sin
embargo, aquello no deja de ser más que el mundo mágico forjado por la mente
del niño. La realidad es que en la conmoción que sufre al pasar del sosegado
reposo del claustro materno al agresivo mundo exterior, el niño se siente solo
e indefenso, intuye su necesidad de protección y por ello, con su manita, en la
que cabe todo un universo, se agarra casi con desesperación al pecho de la
madre, cuando de él está recibiendo la vida. Su cabecita busca refugio al
apoyarse sobre el hombro de quien le sostiene, mientras con su otro brazo rodea
su cuello porque solo así se siente seguro.
El
niño no sabe comunicarse con el mundo que le rodea. Un universo desconocido
para él que ni concibe ni entiende. Su único medio de expresión es el llanto. El
necesita y espera que le adivinen, y cuando esto no ocurre, siente miedo y
desesperación. En su minúscula cabecita y en su pequeño corazón, experimenta la
infinita tristeza de la desesperanza y la soledad.
Él
no sabe quiénes son; desconoce cualquier tipo de reglas y organización, pero
reconoce a quienes están cerca de él, quienes le alimentan y le cuidan, aunque
no sepa lo que nada de ello significa. Sin embargo, presiente que junto a esas
imágenes son con las que se siente a gusto, protegido y seguro. Para su virginal
inocencia, son sus dioses protectores junto a los que se siente inmortal e
invulnerable.
Pero
cuando inexplicablemente para él, no es atendido, no es protegido, se hunde y
desalienta. Se siente solo y perdido. Porque intuye que el peligro y la muerte
lo acechan en lo más profundo de esa soledad.
¿Qué
siente ese niño de 11 años que ve como su padre, el que hasta ese momento había
sido su héroe, el espejo en el que se miraba, le golpea en la cabeza hasta
matarle? ¿Por qué? Su estupor bloquea su pequeño entendimiento, el pánico le
paraliza mientras su dios se desmorona como castillo de arena.
¿Qué
negritud y soledad infinita invade al bebé de 8 meses durante los 20 segundos
que dura su agonía, mientras aquella figura en la que el confiaba le impide
respirar hasta segarle la vida que él mismo le transmitió?
¿Qué
pánico? ¿Qué terror cósmico? ¿Qué indefensión eterna aterroriza al niño que es
torturado sistemáticamente por sus padres hasta entrar en un coma irreversible
que le arrancará la vida?
Dice
Antonio Gala, que: “Si la soledad
manchara, no habría suficiente agua en el mundo para lavar a un niño”.