Para el mundo eres mi madre, para tu hijo, eres el
mundo
Hoy madre, en tu día, no te voy a hacer ningún dibujo como cuando iba al
colegio, ni por la mañana temprano te voy a cantar una canción a la puerta de
tu dormitorio, aunque ya quisiera poder volver a revivir aquellos maravillosos
momentos, ver tu cara radiante de felicidad y sentirme aprisionado entre tus
brazos amorosos.
Han pasado muchos años de aquellas entrañables escenas y en vez de una
orla con un ¡Te quiero!, te escribo esta carta en la que intentaré decirte todo
lo que durante toda tu vida esperaste escuchar de mis labios, y que yo, absorto
en mi propio camino, ni siquiera me apercibí de lo que para ti era tan esencial
como lo es el aire para vivir.
Tuviste que ausentarte para que yo, tu hijo, ese hijo que cambió tu
existencia para siempre, y al que tanto amaste, se diese cuenta de cuanto te
necesitaba y sintiese lo que significaba quedarse huérfano.
Con tu ausencia me sentí solo frente a todo y frente a todos; me sentí como
si me hubiese quedado desnudo, indefenso y desprotegido en medio de la vorágine
de este mundo enloquecido, embarcado en un absurdo viaje a ninguna parte. Con
tu ausencia, madre, me sentí infinitamente solo.
El inmenso vacío que en mí dejó tu partida, me hizo comprender el
universo que la madre representa en la vida de un hijo.
Y sin embargo, todo mi ser, estaba lleno de ti. Lleno de amor por quien
me dio la vida; como lo estuvo siempre, aunque fuese tan torpe de no sabértelo
expresar.
Los hijos crecemos y creemos que maduramos, pero en el fondo, muy en el
fondo de nuestro corazón, quizá sin que nosotros mismos nos percatemos, nuestro
cariño hacia ese ser que nos permitió ser, sigue siendo como el de aquel niño
que un día fuimos; aquel niño que al despertarse en su cuna, al abrir los ojos,
se sentía feliz y amparado al contemplar la imagen protectora de la madre. Esa figura
que él ignora quien es, pero a la que se siente cósmicamente unido y a la que le
liga un cordón umbilical, que nada ni nadie, podrá jamás cortar. Es como un
título de mutua y recíproca propiedad, que nada ni nadie podrá jamás alterar. MI
MADRE-MI HIJO.
No hay felicidad más grande que la de una madre que ve por primera vez
al hijo que acaba de parir, ni mayor dicha que la del niño que está mamando, y
para quien no existe más gloria que estar colgado del pecho de su madre.
Cuando nos crecen las alas y abandonamos el nido para formar el propio, transferimos
nuestros afanes a los frutos de nuestra obra para vivir en ella, por ella y
para ella. Es la ley de la vida, pero… ¿Qué hay de nuestras raíces? ¿Qué hay de
los sacrificios que hicieron por nosotros?
En lo más íntimo de sí misma, nuestra madre, aún siente los dolores del
parto que soportó para alumbrarnos a este mundo. De ningún modo podría olvidarlos,
porque alumbrar una nueva vida, es el acto de amor más hermoso y heroico que podamos
concebir, ya que solo se da la vida, a costa de la vida misma.
Ser madre no es amamantar al hijo de sus entrañas; no es vestirlo,
cuidarlo y educarlo; ni siquiera es velar con la mayor de las angustias sus
enfermedades. Ser madre es vivir sus sueños, conmoverse con sus alegrías,
sufrir sus desventuras. Ser madre es vivir en el hijo que un día concibió,
olvidándose hasta de sí misma. Ser madre es disculpar sus olvidos, justificar
sus ausencias, callar ante sus agravios, mientras la amargura invade un corazón,
que en esos momentos, desearía dejar de latir.
Hoy, que ya no puedo tener tu mano entre las mías, hoy, que ya no puedo
acariciar con veneración tus sienes plateadas, hoy, que ya no estás junto a mí,
madre, pero sí estás en mí, veo en tu mirada, con más claridad que nunca, el
anhelo callado de una sonrisa del hijo que albergaste en tu vientre, de una
caricia, de una mirada amorosa y de mis labios escuchar un…
“Te quiero, Madre”.