“Me llamo a mí
mismo 'hombre feminista'. ¿No es así como se llama a alguien que lucha por los
derechos de las mujeres?”
Dalai Lama
Líder budista
Soy feminista.
Militantemente feminista. No porque esté de acuerdo con ninguna de esas formaciones
que entienden que la igualdad de la mujer radica en igualar su presencia al
número de hombres que haya en una empresa, en un consejo de administración o en
una lista electoral.
Y ¿Qué me dicen de
los que destrozan la riquísima lengua de Cervantes utilizando el masculino y el
femenino simultáneamente? ¿Es qué por cometer el barbarismo de decir ellos y
ellas, diputados y disputadas, ciudadanos y ciudadanas, vascos y vascas,
catalanes y catalanas, la mujer ya tiene resueltos los problemas que le aquejan?
¡Dios me libre de estar de acuerdo con ese bufonesco feminismo de plastilina!
Siempre he sido un
rendido admirador de la mujer y no ya por sus atributos físicos, que por ley
natural, como sexo complementario del hombre que es, también. ¡Faltaría más!
Soy feminista porque
el complemento perfecto del hombre es la mujer, y precisamente por serlo, hace
más hombre al hombre y él a la mujer.
Soy feminista porque
la mujer es un elemento fundamental e insustituible en el orden y concepción de
la humanidad, al ser depositaria por parte de la naturaleza, del privilegio de
albergar en su seno algo tan maravilloso, inexplicable y absoluto, como es el
milagro de la vida.
Soy feminista porque
la mujer ha sido secularmente dominada, usada, comprada, vendida, humillada,
vilipendiada y forzada por el macho.
Soy feminista porque
aún hay sociedades en las que el nacimiento de una hija es considerado como un
acontecimiento infeliz.
Soy feminista porque
considero, que tras millones de años de este vejatorio tratamiento que el
hombre ha tenido para con la mujer, va siendo hora de que esta ocupe el lugar
que le corresponde en la sociedad: ni delante, ni detrás. Juntos y cogidos de
la mano. No de igual a igual, porque somos diferentes. Pero sí como complemento
insustituible el uno del otro.
No existe ninguna
razón para que la mujer esté sometida a la prepotencia del varón, porque el
auténtico valor y poder de cada uno de nosotros, está entre las orejas y no
entre las piernas.
Y ¿A qué vienen
estas reflexiones?
Pues porque cuentan las
crónicas que el pasado fin de semana, la popular —nunca mejor aplicado el
calificativo— periodista, Paloma Gómez Borrero, nos dejó víctima de un cáncer
fulminante.
Pero yo niego la
mayor y creo, que gracias a su fecundo trabajo durante más de 30 años como
corresponsal en Roma y El Vaticano; a haber sido relatora de la labor pastoral
de cuatro Papas; a haber sido embajadora de embajadores en Italia y sobre todo,
a su amistad personal con Juan Pablo II, con el que cubrió la información de
sus 104 viajes, su currículum ha sido considerado tan valioso, que ha merecido
el reconocimiento de un ascenso, y a partir de ahora, seguirá informándonos de
los temas relacionados con la fe cristiana, de la que siempre hizo gala,
directamente desde el cielo.
Paloma Gómez Borrero
nos dio el más claro ejemplo de cómo hay que ejercer el feminismo, desempeñando
su profesión durante más de cincuenta años con el mismo entusiasmo de sus
comienzos. Y lo hizo hasta que estaba a punto de dejarnos, transmitiendo en sus
crónicas la sensibilidad de que siempre hizo gala, de una forma sencilla,
natural y llana. Todos la entendíamos y su voz penetraba en nuestros hogares
como si fuera una más de la familia.
Siempre se mantuvo
en los límites del más estricto rigor informativo y eso le granjeo la confianza
y el respeto del Vaticano. Su labor profesional y su comportamiento personal,
la convirtieron en la mejor embajadora de España en Italia, como públicamente
ha reconocido el que fuera embajador en el Vaticano, Francisco Vázquez.
Paloma, era la que
abría cualquier puerta de Italia a los españoles.
Habrá quien se
pregunte porqué la considero una feminista, si ella nunca hizo gala de tal
condición, pero en sus comienzos, su labor constituyó un brillantísimo ejemplo
para cualquier mujer que luchara por abrirse paso en una profesión tan dura
como es el periodismo y en los años en que ella comenzó su andadura,
fundamentalmente dominada por hombres, lo que no fue obstáculo para que en
1976, fuese nombrada corresponsal de TVE en Italia y el Vaticano, convirtiéndose
en una de las primeras mujeres corresponsales en el extranjero de la televisión.
Su figura, como la
de tantas otras mujeres que la precedieron en otras profesiones, rompió con
excepcional ejemplaridad los moldes previamente establecidos. Ella no necesitó
de ninguna cuota feminista para labrarse el merecido prestigio de una
profesión, en la que no siempre brilla la verdad, ni el mejor. Y sobre todo, se
ganó el respeto de las instituciones con las que mantuvo estrecha relación
durante tantísimos años.
La justa causa
feminista, jamás logrará triunfar porque ninguna ideología trate de imponerla
de arriba abajo. La sociedad no funciona así.
La necesaria reivindicación
feminista, no debe plantearse como una revancha, sino como una conquista. El
objetivo no debe ser un: “Quítate tú que me pongo yo”. No se trata de que nadie
sea superior a nadie por su condición, sino por su valía personal. Por ello
será una conquista cuerpo a cuerpo, mujer por mujer, en la que cada una vaya alcanzando
el lugar que le corresponda por sus propios méritos, pero no por el hecho de
ser mujer, sino dada la consideración secular de la sociedad, a pesar de ser
mujer.