“Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”
Antoine de Saint-Exupéry
Escritor francés.
Mi yo interno se niega a admitir que haya quien pueda ejercer cualquier tipo de violencia sobre un niño. Sin embargo la diaria realidad me demuestra todo lo contrario. No puedo entender que unos padres lleguen al extremo de dejar solo a su hijo en un paraje desconocido, como escarmiento de lo que no es más que una travesura infantil. Por supuesto que los padres, por enseñar a nuestros hijos las normas por las que se rige la sociedad en la que en el futuro habrá de desenvolverse, a veces, involuntariamente, cometemos errores de los que habremos de arrepentirnos toda la vida.
Por naturaleza, ningún padre que se sienta tal, procura conscientemente ningún tipo de mal para sus hijos. El problema es que equivocamos los términos y pretendemos, con decisiones inapropiadas, que los niños se comporten como los adultos. Y los niños son niños y se comportan como niños.
Me imagino como el hijo de esos padres japoneses, con solo siete años, sentiría su infinita soledad durante seis días, en los parajes desconocidos por los que deambuló. Qué vacío invadiría su alma, siendo consciente de su incapacidad para salir de su desamparo.
En circunstancias tan dramáticas, el niño se siente desnudo, indefenso, desprotegido. Aún no ha erigido a su alrededor los muros, la concha con la que los adultos tratamos de protegernos. Y sin saberlo, es consciente de su pequeñez para escapar de la inmensidad de un mundo desconocido para él.
La experiencia, que no es otra cosa que la historia de nuestros errores y fracasos, me ha hecho comprender que los castigos producen siempre el efecto contrario al deseado. El correctivo solo produce el rechazo en el niño, porque él aún no comprende las razones por las que se le impone y por tanto lo considera una sinrazón, una injusticia.
Más de una vez he escuchado exclamar amargamente a un niño ¡Eso no es justo! Y lo decía con sentimiento; con lágrimas en los ojos, porque en el fondo de su corazón, él lo creía así.
Que gran error es pretender que un niño, piense y razone como un adulto. La misión del niño, es precisamente la de ser niño. Él no puede razonar como un adulto, porque su mente aún no ha sido tallada por la fresa de los entendimientos de la sociedad que le rodea. Sus reacciones son instintivamente sencillas. Responden simplemente al mundo de sus deseos, porque aún no ha sido atrapado por la tela de araña de eso que ahora, con gran afectación, denominamos como “habilidades sociales”.
Al igual que la tierra no da fruto si antes no recibe la semilla que la fecunde, el niño nunca comprenderá al adulto, si antes el adulto no ha intentado hacerse niño. El niño solo responderá —más que a las palabras— al testimonio dado con amor.
¿Tratamos de comprender a nuestros hijos? ¿Somos capaces de ponernos en su lugar? ¿De introducirnos en su mundo? O ¿Sólo pretendemos meter en su pequeña cabecita —y lo que es peor, en su corazón— ese conjunto de normas que conforman las convenciones sociales de los adultos?
Cuando llego a este punto, no puedo evitar el acordarme de esa canción de Serrat que decía:
Niño, que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.
deja ya de joder con la pelota.
¡Qué gran error! No esperemos que sea el niño quien suba los peldaños que le separan de nuestro nivel. Seremos nosotros, los que con amor, humildad e infinita tolerancia, habremos de buscar en nuestro interior al niño que un día sofocamos, pero que seguimos llevando dentro, para comprenderlo y hablarle en su mismo lenguaje.
No olvidemos lo que hace ya trescientos años nos dijo el filósofo francés Jean Jacques Rousseau: “La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”