Las Hermanas de la Cruz caminan de dos en dos por las calles de Roma.
Como siempre. La única diferencia es que ahora llevan mascarillas y
guantes de látex. “Tenemos un certificado del Ministerio del Interior
italiano que justifica que vayamos a asistir a los ancianitos
abandonados que no tienen para comer, que no se pueden asear solos, que
no tienen a nadie. Si no vamos nosotras, ¿qué sería de ellos?”, dicen
las religiosas.
Caminan como siempre, sin hacer mucho ruido, para no llamar la
atención por las calles de Roma. Pero este no es un día cualquiera. Los
comercios, los bares y los restaurantes tienen bajas la persiana y las
calles están rigurosamente desiertas. Al eco de sus pasos apresurados
solo se suman las sirenas de las ambulancias. Es el tiempo de la
distancia entre las personas. No para ellas, las hermanas de la Cruz,
que cumplen sin cesar con su tarea de entrega sin límites a los más
necesitados a pesar del coronavirus. La única diferencia es que ahora
llevan mascarilla y sus manos, agrietadas por el servicio a los más
pobres, están cubiertas por guantes de látex.
El destino de su travesía son los desamparados a los que la red
asistencial visible nunca llega: los vagabundos, los ilegalizados, los
ancianos abandonados y, en definitiva, los enfermos a los que nadie
recuerda.
“Lo que no queremos es publicidad de lo que hacemos. Es contrario a
nuestro espíritu”, señala con claridad la hermana María del Redentor
apenas descuelga el teléfono. Ella es una de las siete monjas españolas,
herederas de la hermana Ángela, que viven en Roma, donde están
presentes desde hace 56 años. Actualmente son solo cinco. Las otras dos
viajaron a Sevilla para realizar unos ejercicios espirituales y no
pudieron volver por las normas que impone el confinamiento.
El carisma de su instituto está muy bien trazado. Se vuelca en los más
desfavorecidos, los enfermos y los pobres. “Sor Ángela señalaba que el
verdadero testimonio es el del ejemplo y no el de la palabra. Porque los
testimonios silenciosos son los que hacen recapacitar a las personas y
que caigan en la cuenta de que Cristo es más grande que nosotros”,
detalla.
La fundadora del Instituto de las Hermanas de la Compañía de la
Cruz, que fue canonizada por san Juan Pablo II el 4 de mayo de 2003,
dejó claro en sus Escritos íntimos que las monjas que la siguieran
deberían procurar “la imitación de Cristo Crucificado en pobreza,
humillación y mortificación”, teniendo como base la fe y la caridad. Una
elección radical y silenciosa con la que las hermanas, distinguidas con
los hábitos de parda estameña, remiendan la sociedad incluso cuando el
virus invisible está haciendo estragos (AlfayOmega). +