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Ver y Creer: “Yo lo descolgué de la cruz”

Fri, 01 Jun 2012 22:01:00
 

No permití que el cuerpo de nuestro Señor quedara colgado de aquella cruz en el Gólgota el resto de aquel viernes, el más triste de nuestra historia, ni el sábado entero. Lo habrían devorado las fieras y las aves de rapiña. Así que me armé de valor y acudí ante Poncio Pilato para pedirle que me concediese descolgarlo de la cruz para sepultarlo.

Obtener de Pilato esa gracia no fue cosa fácil. El prétor estaba verdaderamente molesto con el Sanhedrín por el modo en el que le había presionado junto con los sumos sacerdotes y los escribas. Yo mismo era miembro del Sanhedrín, pero con el tiempo había sabido ganarme el respeto de Pilato con ocasión de las diversas reuniones a fin de evitar más crucifixiones entre nuestro Pueblo. Aquel viernes, víspera de nuestra Pascua, me comprometí con Pilato a muchas cosas.

La noche anterior habían llevado a Jesús a la casa del sumo sacerdote, adonde fuimos convocados los sanhedritas y también los escribas, pero Nicodemo y yo abandonamos la reunión porque no había una sola acusación contundente contra él. Luego supimos que durante la noche hicieron otras cosas terribles contra Jesús y que la madrugada del viernes fueron a entregárselo a Pilato para crucificarle. Cuando Nicodemo y yo nos enteramos fue demasiado tarde, Jesús ya estaba crucificado.

Junto a él crucificaron a dos malhechores. El que estaba a su izquierda, de nombre Gestas, le decía: -Mira cuántas cosas malas he hecho sobre la tierra, hasta el punto de que, si yo hubiera sabido que tú eras rey, aun contigo hubiera acabado. Pero el que estaba a su derecha, de nombre Dimas, le decía: -Te conozco, Jesús y sé que eres Hijo de Dios; te estoy viendo como el Mesías que eres, adorado por legiones de ángeles que rodean tu cruz. Te ruego que perdones los pecados que he cometido. Líbrame, Señor, de tu terrible juicio y antes de que mi alma salga, manda que sean borrados mis pecados, y acuérdate de mí en tu Reino.

Cuando el ladrón terminó de suplicarle, escuché a Jesús que le respondía: -Dimas, hoy mismo vas a estar conmigo en el paraíso. Puedes morir en paz y decir a los querubines y a las potestades, que están blandiendo la espada de fuego y que resguardan el paraíso, que yo quiero y mando que ingrese el que está siendo crucificado conmigo, y que reciba por mí la remisión de sus pecados. Unos momentos después Jesús entregó su espíritu al Padre Eterno.

Era la hora nona cuando me llené de valor y emprendí la carrera hasta el pretorio para pedir a Pilato lo que quería que me concediese. Como se extrañó de que el Señor hubiese muerto tan rápido, envió a un centurión a cerciorarse. Al llegar el centurión al Gólgota –esto lo supe después- tomó una lanza y lo atravesó desde su costado derecho hasta el corazón. Enterado Pilato, me dio permiso para descolgarlo. Yo había mandado comprar un lienzo de tela fina de lino, de tejido entramado tipo espina de pez, de 4.43 x 1.13 metros para envolverlo.

Nicodemo y yo, con apoyo de algunos, empleando tenazas y martillos, sacamos los clavos de sus pies, luego el clavo de su mano derecha, que cayó sobre mi hombro, y luego el de su mano izquierda. Yo pasé mi brazo alrededor de su cintura mientras después recibíamos, Nicodemo y yo, su cuerpo muerto sobre nuestros cuerpos. Lo colocamos sobre una mitad de la tela y con la otra mitad lo cubrimos. Luego lo colocamos en el sepulcro que yo había comprado para mí, excavado en roca.

Al enterarse los sanhedritas de lo que yo había hecho fueron por mí y me metieron en la cárcel, pero a la tarde del domingo, vino hacia mí Jesús acompañado del que había sido crucificado a su derecha, y se iluminó mi celda con una gran luz. El lugar comenzó a elevarse hasta quedar suspendido en el aire para que yo pudiera salir. Mientras caminábamos brilló una luz tal, que no podía soportarla la creación, en tanto que el ladrón exhalaba un perfume procedente del paraíso. Mientras iba yo contemplando esto, Jesús se transfiguró, y no era lo mismo sino que era luz por completo. El ladrón no conservaba la misma figura, sino que era como un rey, engalanado ya fuera de su cruz.

He escrito esto para que crean en Jesucristo, nuestro Señor, y den crédito a los prodigios y portentos obrados por Él, y para que, creyendo, sean herederos de la vida eterna y podamos encontrarnos todos en el reino de los cielos.







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