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Portada:: Razón y Fe:: Iglesia y nueva evangelización:: Fe y sacramentos: diálogo de salvación

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R. Van der Weyden, Tríptico de los siete sacramentos (h. 1440-1445), Museo de Bellas Artes, Amberes (Bélgica) A la izquierda se representan el Bautismo, la Confirmación y la Penitencia o confesion de los pecados. En el centro, detrás del Crucificado, la Eucaristía (la Misa). A la derecha, el Orden sacerdotal, el Matrimonio y la Unción de los enfermos.




Fe y sacramentos: diálogo de salvación

Mon, 09 Mar 2020 09:42:00
 

La íntima conexión entre la Fe y los sacramentos –se requieren mutuamente– es el tema del documento de la Comisión teológica Internacional titulado "La reciprocidad entre fe y sacramentos en la economía sacramental", publicado en marzo de 2020. 

Para ilustrar esta necesaria implicación entre la fe y los sacramentos, el documento explica, en el segundo capítulo, el carácter de “diálogo” que tienen los sacramentos y, más en general, la vida cristiana. Diálogo entre Dios y las personas y viceversa, que lleva a un diálogo de amistad y fraternidad con los demás. 


Jesucristo, "Palabra de Dios" hecha carne

1. Con esta finalidad, comienza presentando la figura de Jesucristo en el marco de la fe en el Dios Uno y Trino. En Cristo se da de manera excelente y única la relación entre una realidad externa y visible (su humanidad) y una realidad profunda e invisible (su divinidad). Todo en la vida cristiana depende de Cristo. Y por eso todo, y concretamente los sacramentos, participa de esa doble dimensión, visible e invisible, externa e interior, significante y significada, que se nos da en Cristo. 

Cristo es la Palabra eterna (el Verbo eterno, Hijo del Padre) de Dios que, por obra del Espíritu Santo, se ha hecho Palabra hecha carne por nosotros y por nuestra salvación. Así se entiende que, también por la acción del Espíritu Santo, algunas palabras humanas –acompañadas por ciertos gestos y otros elementos– puedan ser, en los sacramentos, a la vez "palabras de Dios". Es decir, palabras que comunican verdades y contenidos que vienen de Dios y que, al mismo tiempo, producen efectivamente su presencia como signos eficaces de su acción. 

La clave de ese diálogo que Dios establece con nosotros –primero en su Hijo hecho carne visible por nosotros y ahora por medio de los sacramentos que prolongan y nos acercan su acción salvadora– es la acción del Espíritu Santo. Así lo explica el documento: “Si el Espíritu Santo es Dios verdadero, entonces puede abrirnos a Dios e introducirnos en la vida divina por medio de los signos sacramentales” (n. 18). 

Desde la creación del mundo –en la que interviene su “Verbo” y su “Espíritu”– Dios se nos ha ido revelando, de modo que todos los seres son ciertos signos o reflejos de Dios. Especialmente los hombres y las mujeres hemos sido hechos a “imagen y semejanza” de Dios. Somos “signos” de una realidad más profunda que es el ser y la belleza de Dios, que es, en su vida íntima, comunión (Trinidad) de personas. Y esto se manifiesta tanto en nuestro lenguaje como en nuestra actividad. Uno y otra están dirigidos a la comunicación de verdad y de bien entre las personas. 

En la cúspide de esa pedagogía divina o economía de diálogo y de “significación” (economía sacramental) está Cristo. Según la tradición cristiana occidental un sacramento es un “signo e instrumento” de salvación. Pues bien, esto es así porque los sacramentos vienen de Cristo –están instituidos por Él– y nos unen a Él. Cristo es, según la Tradición cristiana, el “sacramento originario o primordial” de Dios Padre. Es decir, Cristo es sacramento no en el sentido de los siete sacramentos, sino en un sentido mucho más originario y radical, en cuanto a que es, por excelencia, el Signo e Instrumento del amor de Dios Padre para nuestra salvación. 

“En Jesucristo, como cumbre de la historia y plenitud del tiempo salvífico (cf. Gal 4,4), se da la unidad más estrecha posible entre un símbolo creatural, su humanidad, y lo simbolizado, la presencia salvífica de Dios en su Hijo en medio de la historia. La humanidad de Cristo, como humanidad inseparable de la persona divina del Hijo de Dios, es «símbolo real» de la persona divina. En este caso supremo, lo creado comunica en grado sumo la presencia de Dios” (n. 30). 

Así vemos cómo toda la revelación de Dios, que se ha hecho plena en Jesucristo, tiene esta doble característica: es a la vez "sacramental "(hecho de signos, de gestos significativos y de palabras) y "dialogal" (porque Dios se dirige a nosotros personalmente con un diálogo de amor, que nos ofrece la salvación en la participación de su vida divina). Por eso la fe se expresa y crece en los sacramentos y viceversa, sin la fe los sacramentos quedan vacíos de sentido. 

“Jesucristo concentra el fundamento y la fuente de toda la sacramentalidad, que luego se despliega en los diferentes signos sacramentales que generan la Iglesia” (n. 31). 

Cristo instituye los sacramentos para que la salvación que Él nos trae se adecúe a nuestro modo de ser humano. Los sacramentos tienen elementos visibles y materiales (como nosotros tenemos y somos cuerpo). Y significan realidades invibles e inmateriales (también nosotros tenemos y somos espíritu). Así como cada persona es un “espíritu encarnado”, la vida cristiana, que es vida divina en nosotros, se expresa y perfecciona, por medio de los sacramentos, en la familia de Dios que es la Iglesia.


La Iglesia y el diálogo de salvación

2. El Concilio Vaticano II ha llamado a la Iglesia “sacramento universal (general o fundamental) de salvación” siempre en dependencia de Cristo. El término sacramento se utiliza aquí también en un sentido más amplio y fundamental que para designar los siete sacramentos, pero siempre dependiendo de Cristo. Precisamente por voluntad de Cristo en unión con Él, la Iglesia es el ámbito, la madre y el hogar, el cuerpo donde se se celebran y se viven los sacramentos de la vida cristiana y otras realidades (como la lectura de la Sagrada Escritura, o los llamados “sacramentales” –signos, como el agua bendita, que disponen a los sacramentos o santifican las circunstancias de la vida–). De modo que la misma vida de los cristianos se convierte en “sacramento” (signo e instrumento, icono vivo, expresión eficaz) de salvación para otros muchos.

Todo en el cristianismo resulta tener esta característica o dimensión de "sacramentalidad" que se manifiesta en modos e intensidades diversas, a partir de Cristo y de la Iglesia, y muy concretamente, aunque no exclusivamente, en los sacramentos concretos o particulares.

En la Iglesia vive y actúa, por el Espíritu Santo, Cristo resucitado. Ciertamente la gracia de Dios –la acción salvadora del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo– no se circunscribe a los sacramentos, e incluso actúa fuera de la Iglesia visible, pero no al margen del Misterio de la Iglesia. 

Por eso afirma el documento: “La Iglesia afirma que se da la gracia que justifica y dona la salvación y, por lo tanto, fe verdadera también fuera de la Iglesia visible, pero no independientemente de Jesús (sacramento primordial) y la Iglesia (sacramento fundamental)” (n. 37). 

En consecuencia, los sacramentos pierden su sentido sin la fe. Y la fe abre la puerta a la vida sacramental. Por eso la transmisión de la fe requiere transmisión, al mismo tiempo, de contenidos doctrinales de carácter intelectual junto con la vida sacramental (cf. n. 41), para dar fruto en la vida ordinaria de los cristianos. 

Por lo tanto, los sacramentos son “sacramentos de la fe” y la fe tiene una “estructura sacramental” (es también signo e instrumento de salvación).Y por eso “el despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno” (Ibid.). 

Sin la fe, los sacramentos se podrían entender en un sentido “mecánico” o “mágico”, es decir, como un automatismo completamente ajeno a su carácter dialogal dentro de la sacramentalidad de la “economía” divina. Además, hay que tener en cuenta que “no se exige la misma fe para todos los sacramentos ni en las mismas circunstancias de la vida” (n. 45). 

Así, toda la pedagogía o economía divina es sacramental porque es “encarnatoria”(cf. Ibid.): está para hacer llegar los frutos de la encarnación del Hijo de Dios a las personas y al mundo. “La pérdida de los sacramentos –ha dicho J. Ratzinger– equivale a la pérdida de la encarnación y viceversa”. 

Esto tiene consecuencias en la preocupación por las necesidades materiales y espirituales de todos. Por eso cabría añadir que, a imagen de Cristo y en unión con Él, la salvación busca el hacerse “carne” en nosotros y a través de nosotros, con nuestra libre cooperación. Esto, como gusta decir el Papa Francisco, se concreta en la cercanía, en el amor y la misericordia hacia la criatura humana, especialmente hacia las más frágiles y vulnerables. “La sacramentalidad comporta siempre un carácter misionero, de servicio para el bien de otros” (n. 33). 

Lo anterior equivale a decir: “Nadie recibe los sacramentos en exclusiva para sí mismo, sino también para representar y fortalecer la Iglesia, que, como medio e instrumento de Cristo (cf. Lumen gentium, 1) ha de ser testigo creíble y signo eficaz de la esperanza contra toda esperanza, testificando para el mundo la salvación de Cristo, sacramento de Dios por antonomasia. Así, por la celebración de los sacramentos y la vivencia adecuada de los mismos el Cuerpo de Cristo se robustece” (n. 79) 


Íntima conexión entre fe y sacramentos


3. Por consiguiente: “En la concepción cristiana no cabe pensar una fe sin expresión sacramental (frente a la privatización subjetivista), ni una práctica sacramental en ausencia de fe eclesial (contra el ritualismo)” (n. 51). La fe personal constituye la respuesta en ese diálogo que Dios instaura con los hombres a lo largo de la Historia de la salvación. Por su propia constitución, la fe se alimenta, se robustece y se manifiesta con los sacramentos, que, a su vez, requieren la fe. 

Dios Uno y Trino ha entrado en diálogo con los hombres a través de signos. Dentro de estos signos, ocupan un lugar muy destacado los sacramentos, pues “son aquellos signos a los que Dios ha ligado la transmisión de su gracia de un modo cierto y objetivo”. “En efecto, los sacramentos de la nueva Ley son signos eficaces que transmiten la gracia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1084). 

En la última parte de este capítulo se ofrecen elementos concretos sobre la relación entre fe y sacramentos:  

a) algunos puntos de síntesis: 1) Los sacramentos poseen un fin pedagógico porque nos enseñan cómo obra Jesús; 2) Los sacramentos suponen la fe como acceso a los sacramentos (para que no se queden en un rito vacío o se interpreten como algo “mágico”) y como condición para que produzcan personalmente los dones que objetivamente contienen; 3) Los sacramentos manifiestan la fe del sujeto(dimensión personal) y de la Iglesia (dimensión eclesial), como fe vivida y coherente, por lo que no cabe una celebración de los sacramentos ajena a la Iglesia: ella los celebra, los “hace”; y los sacramentos “hacen” la Iglesia, la edifican como familia de Dios y hacen posible que nosotros vivamos en ella y por ella; 4) Los sacramentos alimentan la fe en cuanto que comunican la gracia y significan eficazmente el misterio de la salvación (cf. n. 57). 

De esta manera, “a través de la fe y los sacramentos de la fe –por la acción del Espíritu Santo– entramos en diálogo, en contacto vital con el Redentor, que está sentado a la diestra del Padre” (Ibid.). 

b) Además, la reciprocidad entre fe y sacramentos se pone de relieve si consideramos otros dos aspectos esenciales (cf. n. 59): 

1) la celebración sacramental pone en relación con la historia de la salvación (por ejemplo, el agua unida a la invocación a la Trinidad, produce en el bautismo el efecto de perdonar los pecados) 

2) La terminología: “sacramentum” es traducción latina del griego “mysterion”. Los “misterios” que se celebran en la Iglesia (sacramentos) se enraízan en el “Misterio” de Cristo (Cf. Ef 3, 9: la sabiduría de Dios escondida durante siglos y revelada en Cristo, aunque ese Misterio siempre nos supera). Además, “sacramentum” originariamente significa “juramento sagrado” y lleva consigo un compromiso de fidelidad y de amor.


Consecuencias para la catequesis y la vida cristiana

c) La reciprocidad entre la fe y los sacramentos tiene consecuencias para la catequesis –la formación en la fe–, desde los primeros siglos. Fe y sacramentos se requieren mutuamente y su marco es la vida cristiana en la familia de la Iglesia. 
Esa catequesis debe tener como centro el “misterio pascual” de la muerte y resurrección del Señor, de donde proceden tanto la fe como los sacramentos de la Iglesia. La catequesis debe ser también “mistagógica” (introductora a los misterios), preparar para la confesión de la fe (explicando sus contenidos), que originariamente tiene forma de diálogo, y para participar fructuosamente en los sacramentos. De un modo progresivo, la fe, configurada por la relación personal y amorosa con Cristo, pide manifestarse en el amor a Dios y al prójimo (caridad). De esta manera puede ser una fe viva y así es comienzo de la vida eterna en el cristiano y fundamento de nuestra esperanza. 

Sin una formación adecuada, no se pueden vivir ni comprender bien los sacramentos. Por su carácter “dialogal”, en ellos, a través de sencillos símbolos (el agua, el aceite, la luz y el fuego, etc.), Dios nos ofrece sus palabras de amor –¡en último término su Palabra misma hecha carne: Cristo!–, eficaces para darnos su gracia salvadora; y espera nuestra respuesta amorosa con la coherencia de nuestra vida: “La fe es la llave que abre la entrada en ese mundo que hace que las realidades sacramentales se conviertan verdaderamente en signos que significan y causan de modo eficaz la gracia divina” (n. 67). 

d) Validez y fruto de los sacramentos. Cuando se celebran del modo adecuado, los sacramentos siempre producen lo que significan (validez). Para que tengan todo su fruto, se necesita además la fe en el que los recibe, junto con la intención positiva de recibir lo que ahí se significa. Así, “cada recepción fructífera de un sacramento es un acto comunicativo y, por lo tanto, forma parte del diálogo entre Cristo y el creyente individual” (n. 68). De este modo los sacramentos reflejan la Alianza que Dios ha querido establecer con los hombres en la historia de la salvación. 

Por medio de los sacramentos, el cristiano se convierte en “sacramento vivo de Cristo” con su propia vida y participa del sacerdocio mismo de Cristo ("sacerdocio común de los fieles"). 

Así se entiende una afirmación central en este documento: que la persona está llamada a conducir a la creación, mediante un “sacerdocio cósmico”, hacia su verdadera finalidad: la manifestación de la gloria de Dios (cf. n. 27). En otros términos: por medio de las personas, todo lo creado puede y debe ser un “libro” (libro de la naturaleza) y un “camino” (un camino de amistad y de amor) para que Dios sea conocido y amado. Y al mismo tiempo, los hombres y las mujeres, unidos en la vida divina, puedan ser, en la vida terrena y después de ella, felices. Los sacramentos, en efecto, permiten vivir esa “ecología integral” que hoy reclama nuestra fe. 

Esto comienza en los sacramentos de iniciación (Bautismo, Confirmación y Eucaristía). Ante las deficiencias, heridas y pecados de la vida cristiana, la Iglesia nos administra los sacramentos de curación (Penitencia o confesión de los pecados y la Unción de los enfermos). 

La vida cristiana, que es vida sacramental, se desarrolla y crece en el contexto de la comunidad eclesial, a la que sirven los sacramentos del Orden y del matrimonio. Así la Iglesia es familia y las familias cristianas pueden ser “iglesias domésticas” (pequeñas iglesias o iglesias del hogar), donde se aprende la vida cristiana para el bien de la Iglesia y del mundo.









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