El “tiempo ordinario” se introduce,
en la liturgia católica, mediante la presentación del Bautismo de Jesús.
Esta fiesta –situada al final del tiempo de Navidad– se prolonga en la semana
siguiente con la figura del “Cordero de Dios”, como Juan Bautista le denomina
ante sus discípulos.
Podemos escoger tres cuadros que nos presentan esta figura de Jesús como
cordero manso y apacible que lleva a cabo la obra redentora, ofreciéndose en
una entrega generosa por la salvación de cada persona y del mundo. En esa
perspectiva la fe cristiana ayuda a encontrar un sentido al dolor, incluso al
sufrimiento inocente.
1. “El cordero místico”, de los
hermanos Van Eyck (1432), representa un altar en el centro de una gran campiña.
Sobre el se yergue un cordero que mira de frente con un rostro casi humano
–como las últimas restaraciones han puesto de relieve–, mientras sangra sobre
un cáliz. Representa al “cordero pascual”, Cristo, que sangra por su
corazón abierto en la Cruz, para llenar el cáliz de su obediencia amorosa a la
voluntad del Padre y por tanto al plan de la Trinidad para salvar a los
hombres.
En cada Misa se recogen, antes de la comunión, las palabras de Juan
Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,
29). Jesús instituyó la Eucaristía en el contexto de una cena pascual, donde se
conmemoraba la liberación de la esclavitud de Egipto por medio de la sangre de
un cordero. Jesús es el verdadero “cordero pascual” que nos ha librado de la
esclavitud del pecado y de sus consecuencias. Por eso, el cordero sobre el
altar representa aquí el hecho de que la Eucaristía es el centro de la
vida cristiana y de la Iglesia.
Arriba, sobre el altar, se sitúa el Espíritu Santo en forma de paloma,
cuyos rayos iluminan y vivifican toda la escena. Ante el altar encontramos una
fuente: la fuente de la vida, que significa, según la Sagrada Escritura, la
acción misma de Dios y de su gracia para los hombres. A los lados del altar se
sitúan catorce ángeles, algunos muestran objetos relacionados con la pasión de
Cristo: la cruz, la columna de la flagelación, la corona de espinas, la lanza
que le traspasó. la esponja empapada en vinagre que le dieron a beber. Al fondo
se dibujan una o varias ciudades (quizá alguna de ellas podría ser Utrecht, por
su campanario), como evocando la Iglesia, ciudad de Dios o nueva Jerusalén, que
se edifica misteriosamente en la historia a la vez que la trasciende.
Abajo a la izquierda puede verse un grupo de judíos, leyendo las Sagradas
Escrituras. Detrás, un grupo de paganos, entre ellos Virgilio, poeta romano,
con su túnica blanca. A la derecha está representada la Iglesia Católica:
delante los apóstoles y detrás, otro, santos y mártires (entre ellos se puede
distinguir a san Esteban) y Papas.
Arriba, a izquierda y derecha del altar, se sitúan los mártires y las vírgenes
con las palmas de la victoria.
2. En “la crucifixión” de M. Grünewald (1512-1516) aparece Cristo
totalmente cubierto por bubones de peste, la misma enfermedad que tenían muchos
de los contemplaban aquel retablo de Isenheim, a fines de la Edad Media.
“En su propia cruz –interpreta Joseph Ratzinger– experimentaban la presencia
del Crucificado y se sabían incluidos a través de su aflicción en Cristo y,
por ende, en el abismo de la eterna misericordia. La cruz de Cristo la
experimentaban como su salvación” (El Credo hoy, Santander 2013).
A la izquierda del Crucificado, el apóstol san Juan consuela a la Virgen Madre,
mientras María Magdalena, de rodillas, extiende sus brazos y sus manos juntas
en oración. A la derecha, san Juan Bautista sostiene, en una mano, las
Escrituras abiertas. Y dirige hacia Cristo el dedo índice de la otra
mano, al lado de un texto que recoge las palabras: “Conviene que Él crezca y
que yo disminuya” (Jn 3, 30). A los pies del Bautista, un pequeño corderillo
sostiene una pequeña cruz, mientras sangra sobre un cáliz.
3. El “Agnus Dei” (Cordero de Dios) de F. de Zurbarán (1635-1640) ofrece, sobre
fondo oscuro, un primer plano de un corderillo, recostado y todavía
vivo, con sus patas atadas y preparado para ir al matadero (cf. Is 53, 7). Es
la viva imagen de la mansedumbre.
Sobre Jesús, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ha dicho el Papa
Francisco:
“Detengámonos en el Evangelio, quizá incluso contemplando una imagen de Cristo,
un “Rostro santo”. Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y
dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que por dentro nos dice: ¡Es Él! Es
el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor. Él, solo Él ha cargado, solo
Él ha sufrido, ha expiado el pecado de cada uno de nosotros, el pecado del
mundo, y también mis pecados. Todos. Los cargó todos sobre Él y nos los
quitó a nosotros, para que finalmente fuésemos libres, y nunca más esclavos
del mal. Sí, aún somos pobres pecadores, pero no esclavos, no, no esclavos:
hijos, ¡hijos de Dios!” (Angelus, 19-I-2020).
El sufrimiento inocente
4. Seis siglos antes de Cristo, en los Cantos del "Siervo sufriente",
del profeta Isaías, estaba profetizado el sufrimiento de Jesús por la salvación
de los hombres.
Cristo nos ha redimido con su inocencia y mansedumbre, con su humildad y su
servicio. Él, que es el más inocente de los “hijos de los hombres” y al
mismo tiempo Dios verdadero hecho carne por nosotros, ha tomado sobre sí
–también como cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico, y del género humano–,
todas nuestras culpas y todos nuestros dolores.
También asume Cristo el sufrimiento de los inocentes y la gran pregunta por su
sentido, tal como aparece, por ejemplo, en el libro de Job, o como la formula Dostoiewsky
(en Los hermanos Karamazov), o como se plantea modernamente “después de
Auschwitz”.
Escribe Raniero Cantalamessa: “Jesús no ha venido a darnos doctas explicaciones
sobre el dolor, sino que ha venido a asumirlo silenciosamente sobre sí”.
Por eso, ante el dolor inocente la actitud de un cristiano –como con frecuencia
dice el Papa Francisco– debe ser básicamente la de toda persona, frente a lo
que puede aparecer como un dramático sinsentido: el acompañamiento, quizá el
llanto, el silencio ante el misterio. Pero también la oración.
Como señala Cantalamessa, el dolor inocente es un tipo de sufrimiento que nos
acerca especialmente a Dios. Así es, en la perspectiva cristiana: “Solo
Dios, en efecto, sufre y sufre en sentido absoluto como inocente”. Él es el
cordero “sin tacha y sin mancilla” (1 Pe 1, 19) que, sin haber cometido ninguna
culpa, ha llevado sobre sí la pena de todas las culpas.
“Jesús –añade el mismo autor– no ha dado sólo un sentido al dolor inocente, le
ha conferido igualmente un poder nuevo, una misteriosa fecundidad”.
Porque todo dolor inocente se une al de Cristo y recibe de Él la capacidad de
engendrar esperanza y Vida.
En relación con el sufrimiento, decía Viktor Frankl que lo mejor no es
preguntarse “por qué” (¿por qué yo, por qué a mí?) sino “para qué”. En
la misma línea se situaba –ya en la perspectiva cristiana– san Juan Pablo II,
cuando señalaba que lo importante es preguntarse “qué nace del sufrimiento”.
En una ocasión le presentaron a Jesús un muchacho ciego de nacimiento,
preguntándole:
“Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?”. Y respondió
Jesús: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras
de Dios” (Jn 9, 2-3).
El sufrimiento inocente se puede enfocar como una participación en los
sufrimientos de Cristo (cf. Rm 8, 17), en solidaridad con todos los males y
todos los dolores del mundo, y nos permite también asociarnos con Él en la
gloria de su resurrección.
En suma, es inútil intentar “explicar” el sufrimiento inocente. Pero la fe
nos da esta "pequeña luz”: el inocente que sufre es signo y como
“sacramento” del Amor de Dios y de su misterioso poder para quitar los males
del mundo. Ciertamente, de una manera que nosotros no podemos comprender del
todo.
Pero sí podemos –propone Cantalamessa– hacer algo más. De entrada, no
acrecentar ese sufrimiento, convirtiéndonos en “lobos” (como el de la
fábula del cordero y el lobo), símbolo de debilidad y villanía.
Podemos aconsejar a los inocentes que no se acerquen a los lobos ni
dialoguen con ellos.
Podemos animar a los jóvenes que escojan bien sus héroes y modelos, y
defenderlos sobre todo de aquellos lobos que se les acercan disfrazados con
piel de ovejas.
En cambio, el Buen Pastor es Aquél que da la vida por sus ovejas (Jn,
10, 11), el pastor que se ha hecho cordero.
También podemos intentar quitar el dolor o al menos disminuirlo. Refiere
este autor el caso de alguien que, ante una niñita que tiritaba de frío y de
hambre, se enfrentaba con Dios, diciéndole: “¡Haz algo!” Y que entendió que se
le respondía: “Ya he hecho algo, te he hecho a tí”.
Además debemos evitar el dolor innecesario a los animales y el daño
injustificado a otros seres vivos e incluso a todo ser creado. Y reavivar
nuestro compromiso ecológico como cristianos, pues la creación entera sufre
esperando la manifestación de la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 22
ss).