Acerca del Sínodo para la Amazonia, ha dicho el papa Francisco,
al cierre de los trabajos del Sínodo, que lo más importante son los
“diagnósticos” realizados. Estos diagnósticos en el Documento final se
presentan como nuevos caminos para avanzar en las “conversiones” que encabezan
los respectivos capítulos: conversión integral, pastoral, cultural, ecológica y
sinodal. También ha dicho que el principal es el diagnóstico pastoral (o
evangelizador), que incluye todo lo demás.
El diagnóstico pastoral se expone en el capítulo segundo: “nuevos
caminos de conversión pastoral”. El título remite a la propuesta que Francisco
viene haciendo a todos los cristianos en la Iglesia: la “conversión pastoral”,
es decir, la conversión de los evangelizadores y la conversión de la Iglesia
entera.
¿Pero la misión no consiste en convertir a los no cristianos? Así, es,
pero para eso, es preciso que los cristianos, cada uno de nosotros, nos
convirtamos antes y continuamente. Es decir, que tomenos conciencia de lo que
somos: cristianos, que quiere decir discípulos de Cristo, a partir del
bautismo. Y Cristo significa el Ungido para una misión. Como Él y unidos a Él,
hemos de convertir nuestra vida en una “buena noticia” (= evangelio) para
otros.
Conversión a la alegría
Eso solamente podremos hacerlo si el mensaje de Jesús es realmente una buena
noticia para nosotros, para cada uno: si llena nuestra vida, si la renueva
y dinámiza hacia las necesidades materiales y espirituales de los demás. Solo
entonces comprendemos “la alegría de evangelizar” a otros. Este es el punto de partida: nuestra
conversión a esa alegría, que nos lleva a ser corresponsables en la misión
de la Iglesia, nuestra llamada a ser cristianos evangelizadores o “discípulos
misioneros”, como explica el texto de Aparecida: “Somos insertados por el
bautismo en la dinámica de amor por el encuentro con Jesús que da un nuevo
horizonte a la vida” (n. 12)
Por eso el sínodo panamazónico ve a la Iglesia –el conjunto de los cristianos–
representada en la figura del buen samaritano, que se detiene para
cuidar de aquel malherido que yacía al borde del camino; de la Magdalena,
que por sentirse amada y reconciliada anuncia con gozo y convicción a Cristo
resucitado; y sobre todo de María, “que genera hijos a la fe y los educa
con cariño y paciencia aprendiendo también de las riquezas de los pueblos” (n.
22). Aquí está de alguna manera lo más importante que se quiere expresar en el
documento.
Por las características de esa región –que abarca nueve países de Suramérica (Brasil,
Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Guayana Francesa, y
Surinam)–, la historia, la cultura y las religiones de sus moradores (muchos de
ellos cristianos de diversas confesiones), se entiende bien que “el diálogo
ecuménico, interreligioso e intercultural debe ser asumido como camino
irrenunciable de la evangelización en la Amazonía” (n. 24).
Hay que tener en cuenta que las religiones indígenas y los cultos
afrodescendientes se relacionan estrechamente con los bosques y el cuidado de
la naturaleza como “casa común”, por lo que se trata de un campo importante
para el acompañamiento personal y el diálogo con esas culturas.
Tres
urgencias
La urbanización, las necesidades del mundo rural, las forzadas migraciones de
familias indígenas, los jóvenes que intentan abrirse paso en una sociedad que
cambia rápidamente de valores, los problemas que afectan a los derechos humanos
como la salud y la educación, etc., conducen a formular tres urgencias:
“promover nuevas formas de evangelización a través de los medios
sociales (Francisco, Christus Vivit, 86); ayudar al joven indígena a lograr una
sana interculturalidad; ayudarlos para hacer frente a la crisis de
antivalores que destruye su autoestima y les hace perder su identidad” (n.
33).
Como se ve, la evangelización viene necesariamente vinculada con la promoción
humana (el humanismo cristiano) junto con la educación ética y
ecológica, así como con las cuestiones que afectan a la comunicación.
Todas ellas no se resuelven –lógicamente– solo en una perspectiva pragmática,
sino que implican contenidos de fondo, muchos de ellos en relación con la Doctrina
Social de la Iglesia, por tanto también teológicos.
Un sínodo es una reunión para rezar, estudiar y dialogar sobre determinadas
cuestiones desde la perspectiva de la fe y con vistas a mejorar la
evangelización. De ahí surge un documento de trabajo –que no es magisterio de
la Iglesia–, donde se recogen unas propuestas. En ellas es posible que se
muestre un abanico grande de temas –correspondiente a la amplitud y complejidad
de los asuntos tratados–, que luego hay que seguir desarrollando y concretando,
por parte de quien corresponda.
Por tanto el proceso sinodal sigue, por lo menos hasta que el Papa –si
lo ve conveniente– escribe una exhortación postsinodal, para comunicar algunas
decisiones operativas y orientar a los cristianos en determinadas tareas.
Llevar adelante esas tareas, sean de tipo intelectual o de tipo cultural o
social, corresponde a los miembros de la Iglesia según su propia vocación,
dones y carismas (laicos, ministros sagrados, religiosos y miembros de la
vida consagrada, etc.).
Inculturación, discernimiento, sinodalidad
Todo ello se conecta con el hecho de que el mensaje del Evangelio ha de
impregnar las culturas, al mismo tiempo que esa inculturación enriquece
las expresiones del Evangelio. Así lo decía Juan Pablo II, señalando que “una
fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente
pensada, no fielmente vivida” (1982).
Por eso la evangelización se esfuerza en presentar la fe como una respuesta de
sentido de la vida y de las relaciones humanas, tal como se muestra
en otros capítulos de este documento.
La necesidad de acercar las fuentes de la vida cristiana (la fe y los
sacramentos) a tantos que viven en territorios extensos y de difícil acceso,
hace que se formulen propuestas de nuevas tareas, encargos pastorales y
servicios o respensabilidades eclesiales, que habrán de ser organizados
en las coordenadas de la doctrina y de la tradición cristiana.
La tradición cristiana no es simplemente una serie de doctrinas, ritos y
normas, sino una tradición viva. Por eso se equivocan, por un lado, los que
olvidan que solo cabe progresar en la evangelización desde la fidelidad y la
memoria agradecida por el don recibido. Y también se equivocan, por otro
lado, los que querrían reducir la tradición a unas cenizas –un depósito
estático–, en lugar de verla como salvaguardia del futuro porque en ella se
mantiene el fuego vivo del Espíritu Santo.
Como decía el Papa en su carta a los católicos alemanes (29-VI-2019), el marco
de la tradición viva está asegurado por la referencia a la santidad que todos
hemos de fomentar y la maternidad de María; por la fraternidad dentro de la
Iglesia y la confianza en la guía del Espíritu Santo; por la necesidad de
priorizar una visión amplia del todo, pero sin perder a atención por lo pequeño
y cercano.
Junto con las necesidades de la evangelización, en el sínodo se consideran la
evolución del mundo actual y la presencia de múltiples intereses culturales,
políticos y económicos en los escenarios concretos. Se entiende que se imponga
proceder con discernimiento (ni pesimismo, ni ingenuo optimismo,
ni relativismo) de las diversas realidades en juego. Y que, junto con los
anhelos de que Cristo sea anunciado y conocido por muchas gentes, haya quienes
manifiesten temores más o menos fundados en su comprensión y en su vivencia del
cristianismo.
Según la fe católica, el Papa y el colegio episcopal tienen la asistencia
del Espíritu Santo para ayudar a compaginar la sustancia invariable del
depósito de la fe (en la doctrina, en el culto y en la vida cristiana) con sus
variables expresiones en los distintos tiempos y lugares. Y así, guiar la
misión evangelizadora y coordinar la participacion de todos en ella.
Decíamos que, en el conjunto del proceso sinodal, este texto es solo un
documento de trabajo que permitirá tomar decisiones concretas y formular
orientaciones para mejorar la evangelización.
Mientras tanto, es responsabilidad de todos los cristianos pedir con
oración y penitencia –manteniendo los brazos en alto como Moisés durante la
batalla contra los amalecitas (cf. Ex 17, 11-13)– esa asistencia del Espíritu
Santo a quienes deban tomar decisiones y formular orientaciones; conscientes de
que esas decisiones influyen no poco en la misión universal de la Iglesia, a la
que se oponen hoy el individualismo y el secularismo (vivir como si Dios no
existiera), el consumismo y el relativismo, fomentados por gran parte de
nuestra cultura ambiente.
Hoy la participación en la evangelización –como manifestación del ser Iglesia
de todos los cristianos– se llama sinodalidad, que significa
caminar juntos, asumir la corresponsabilidad de la misión salvífica. No como un
principio teórico, sino como una realidad vivida desde la fe y el espíritu
cristiano. Un espíritu de por sí abierto a tantos elementos de verdad, bien y
belleza sembrados por el Espíritu Santo en las culturas y en las religiones, a
modo de preparaciones del Evangelio. Esos elementos han de ser discernidos
–también en la vida de cada uno de nosotros– junto con otros aspectos que
necesiten ser sanados y purificados.
“¿Qué ha sido el Sínodo?”, se preguntaba Francisco en el Angelus el
domingo en que se clausuraba el sínodo de Amazonia. Y respondía ante Dios, la
Iglesia y el mundo: “Ha sido, como dice la palabra, un caminar juntos,
reconfortados por el valor y las consolaciones que vienen del Señor. Hemos
caminado mirándonos a los ojos y escuchándonos, con sinceridad, sin ocultar las
dificultades, experimentando la belleza de seguir adelante juntos, al servicio
de los demás”.