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En 1984
señalaba el cardenal Ratzinger: “Cada vez es más evidente que la auténtica
enfermedad del mundo moderno es su déficit moral”[1].
Refiere el caso de un pensador ruso que, en una visita a Ratisbona comparó la
humanidad de hoy, con su miedo a los misiles, a un hombre que vive
continuamente con el pánico de que su casa sea consumida por el fuego y ya no
puede pensar ni hacer otra cosa que prevenir el incendio. “Pero no se da cuenta
de que tiene cáncer y que no va a morir en el incendio sino por la
descomposición de su organismo a causa de las células cancerígenas”[2].
Pues bien –observaba ese autor–, la humanidad de hoy está en una situación
parecida por una descomposición moral que la arruina desde dentro. Y por tanto
la correcta preocupación por la supervivencia debe dirigirse ante todo a la
terapia de esta enfermedad mortal que es el origen de todos los demás
problemas.
El entonces cardenal Ratzinger considera válido este análisis, y plantea, en
una reunión de médicos, cómo podemos conocer lo que es bueno para el
hombre, y desde ahí cómo podemos diagnosticar y curar lo que no es tan bueno.
Fuentes de la moralidad: ¿la ciencia o la
conciencia?
1. En primer lugar, se pregunta si la fuente de la moralidad puede ser
la ciencia o más bien la conciencia individual. Una parte del movimiento
intelectual de la modernidad plantea la alternativa entre el objeto y el
sujeto. Según esto, el objeto es el mundo que la ciencia afronta, que se
puede calcular; el sujeto es lo incalculable y libre, que no es objetivo –científico–
sino subjetivo, porque no se puede someter a los criterios generalmente
válidos del conocimiento común: aquí entrarían la religión y la moral, que no
dependerían de la ciencia sino del gusto del individuo. En este caso la
conciencia sería la “apoteosis de la subjetividad”, la subjetividad erigida en
norma última.
Pero de este modo –advierte Ratzinger– no nos sirven ni la ciencia
–representante del objeto pero que no sabe responder ante la libertad–, ni la
conciencia individual –representante del sujeto, pero que no serviría para
ponernos de acuerdo, puesto que sería simplemente expresión de una subjetividad
autónoma)–. ¿Pero realmente es así la conciencia humana?
La conciencia y su formación
2. ¿Qué y cómo es la conciencia y cómo debe ser formada? Ratzinger
encuentra tres modos de entender la conciencia:
1) Una participación del hombre en el conocimiento que tiene la divinidad; es
decir, la voz de Dios en nosotros. Pero entonces surge el problema de
las valoraciones morales contradictorias. Queda claro –como bien señala
Spaemann– que no cabe una identificación entre los juicios de conciencia
particulares con el discurso de Dios. La conciencia no es un oráculo infalible.
2) La conciencia como el super-yo, es decir, como la interiorización de
la voluntad y las convicciones de otro. Esta es la posición de Freud, según la
cual la conciencia sería una instancia totalmente heterónoma (norma
ajena), algo hecho desde fuera de nosotros mismos; como un reflejo de la
voluntad de otro, un mando de control remoto dentro de nosotros mismos, que
-inculcado con la educación- nos priva de libertad.
Pero esto no explica todo, porque –observa Ratzinger– hay niños que antes de
recibir cualquier educación se rebelan contra la injusticia; y hay adultos que
se rebelan contra la aprendido o lo que hace la mayoría.
3) Una tercera posibilidad es la que sostiene Ratzinger: “El ser humano es, en
cuanto tal, un ser que tiene un órgano interno para conocer el bien y el mal
[algo así como la capacidad de lenguaje]. Pero para llegar a ser lo que él es
de verdad necesita la ayuda de los demás: la conciencia necesita la
formación y la educación”[3].
He aquí un primer y decisivo elemento para la respuesta a nuestra pregunta
sobre cómo es la conciencia:
“Como seres humanos, no solo hemos recibido una razón calculadora, sino también
una razón moral. En nosotros hay una capacidad de acogida de la verdad
para el bien. Por eso, la formación de la razón moral es un mandamiento
fundamental y su descuido constituye el fracaso decisivo de esta segunda
explicación. Podemos reconocer lo moral en la medida en que llegamos a ser seres
con conciencia (...)”[4].
Los maestros de la moral
3. ¿Dónde están los maestros del “lenguaje de la conciencia”, que nos
ayuden a percibir la voz interior de nuestro propio ser; maestros que no nos
impongan un “super- yo” extraño a nosotros, que nos quitaría la libertad?
Aquí –explica el cardenal Ratzinger– intervienen lo que la antigua tradición
humana llama los “testigos del bien”: personas virtuosas que no solo
fueron capaces de hacer valoraciones morales, más allá de sus gustos o
intereses personales. Fueron también capaces de discernir las “normas“ morales
básicas que se transmiten en las culturas, aunque en algunos casos puedan
haberse estropeado o corrompido.
Estos verdaderos maestros de moral pudieron asumir no solo la
experiencia razonable sino también la experiencia que supera a la razón
porque procede de fuentes anteriores, concretamente de la sabiduría de los
pueblos, y de esta manera esa experiencia funda la misma razonabilidad con
que entran en las normativas comunitarias.
Así se ve que la moralidad no se encierra en la subjetividad sino que depende
de la comunidad humana. “Toda moral –sostiene Ratzinger– necesita un
nosotros, con sus experiencias prerracionales y suprarracionales, en las
que no solo cuenta el cálculo del momento, sino que confluye la sabiduría de
las generaciones”[5]. Una sabiduría que implica
saber regresar siempre de nuevo y en cierto grado, a las “virtudes
originarias”, es decir, a “las formas normativas fundamentales del ser humano”[6].
Estamos ante una buena explicación de cómo la moral –necesariamente referida
simultáneamente a los valores, a las virtudes y a las normas–
se fundamenta en las relaciones entre razón, experiencia y tradición;
explicación que supera la cortedad del horizonte individualista, incapaz de
percibir el lugar de la trascendencia de la persona hacia los demás y hacia
Dios.
Razón y experiencia, tradición y trascendencia
4. Razón, experiencia, tradición y fe cristiana. Para garantizar la
calidad de la normativa moral que puede transmitir la sabiduría de las
comunidades humanas, la religión judeo-cristiana sostiene la existencia de una
revelación divina.
La cuestión es cómo certificar que esas normas proceden realmente de una revelación
divina. Y aquí entra la realidad de la naturaleza de los
seres, es decir, su modo de ser y de actuar. Esa naturaleza –como sostiene con
fuerza la tradición cristiana apoyándose en cierta tradición filosófica– nos
habla de moralidad.
El problema es que en la época moderna nos cuesta admitir la existencia de una
naturaleza así comprendida, porque reducimos el mundo a un conjunto de
realidades materiales que se pueden calcular de modo utilitario. Pero entonces
se mantiene la alternativa de si la materia procede de la razón –de
una Razón creadora que no es solo matemática, sino también estética y moral–, o
al revés: si la razón procede de la materia (posición materialista).
La posición cristiana se apoya en la racionalidad del ser. Así es, y por tanto
todo ser está tiene una dimensión o aspecto de razón, lo que implica una
conexión con la verdad, el bien y la belleza, entendidos en profunda unidad,
como destellos del Creador.
Esto a su vez, observa Ratzinger, depende, y de modo decisivo, de la
cuestión de Dios. Si no hay logos –razón– al principio, no hay racionalidad
en las cosas. Esto para Kolakowsky significa: si Dios no existe, entonces no
hay moralidad, ni tampoco propiamente un “ser” humano, es decir un modo de ser
común a todas las personas, que nos permita hablar de naturaleza humana.
En efecto, y esto suena a lo que decía un célebre personaje de Dostoievsky: “si
Dios no existe, todo está permitido” (Ivan en "Los hermanos
Karamazov"). Lo cual, aunque suene radical a oídos contemporáneos, ha
quedado suficientemente confirmado en los últimos siglos.
¿Qué hacer, entonces, para comprender y educar la moral? Ratzinger
sostiene que no necesitamos tanto de especialistas como de testigos.
Y con ello retoma la cuestión de los verdaderos maestros de moral. Vale la pena
transcribir integro este párrafo:
“Los grandes testigos del bien en la historia, a quienes normalmente llamamos
santos, son los auténticos especialistas de moral, que también hoy
siguen abriendo horizontes. Ellos no enseñan lo que ellos mismos se han
inventado, y precisamente por ello son grandes. Ellos testimonian aquella
sabiduría práctica en la que la sabiduría originaria de la humanidad se
purifica, se salvaguarda, se profundiza y se amplia, mediante el contacto con
Dios, en la capacidad de acogida de la verdad de la conciencia que, en la
comunión con la conciencia de los otros grandes testigos, con el testigo de
Dios, Jesucristo, se ha convertido a sí misma en comunicación del hombre con la
verdad”[7].
De aquí, advierte Joseph Ratzinger, no se sigue la inutilidad de los esfuerzos
científicos y de la reflexión ética, pues “desde el punto de vista de la moral,
la observación y el estudio de la realidad y de la tradición son importantes,
forman parte de la minuciosidad de la conciencia”[8].
Conclusión
Al final, Ratzinger enumera tres puntos que son, a nuestro juicio, esclarecedores
en el actual debate sobre la moral –y por eso enriquecen la reflexión sobre la
educación de la fe y de la vida cristianas–, desde la razón y la experiencia,
la tradición y la apertura a la transcendencia, propias de una antropología
cristiana.
1) “Junto a la técnica y a la estética, hay también en el hombre una
razón moral, que necesita su propio cuidado y formación”[9].
2) Para que el conocimiento moral pueda crecer y desarrollarse se necesita la
experiencia moral de la humanidad, así como se necesita “de la
reflexión común y de la vida en común en la experimentación histórica del bien,
que tiene otras leyes y otras tendencias que la experimentación de las ciencias
naturales”; y esto requiere paciencia y humildad.
3) “La razón moral y la cuestión de Dios no están separadas”. “Por eso
las grandes experiencias morales de la humanidad han acontecido en el contexto
de la respuesta a la cuestión de Dios”.
De ahí –entiende Ratzinger– que la conversión a Dios y la fe en Dios facilitan
“oír el lenguaje de la creación”. Y por este motivo, la fe cristiana sigue
siendo, también en nuestro tiempo ilustrado, una norma con la que deben medirse
las expresiones morales de los antiguos y nuevos problemas de hoy de mañana.
Y concluye rompiendo una lanza a favor de una antropología verdaderamente
humana, como fundamento vivo de la moral y por tanto de la conciencia. La
antropología que puede fundamentar la moral necesita una razón
suficientemente amplia, una razón moral y no simplemente instrumental o
calculadora. Requiere una razón que se abra y pueda acceder de hecho
–también a través de la educación– a la experiencia afectiva y a la tradición
de la humanidad; y que sea capaz de situarse en el camino de la trascendencia
respecto a los demás y a Dios.
“Solo el acceso a la zona de experiencia de lo verdaderamente humano posibilita
el reconocimiento y el aprendizaje honestos de la dimensión moral de la
realidad. La reapertura de nuestra razón a esta dimensión del reconocimiento
es, por tanto, el verdadero mandamiento de una nueva ilustración, que
constituye el desafío de la hora presente”.
* * *
Hasta aquí el texto de Ratzinger de 1984.
Podríamos decir que muestra cómo la educación moral requiere, ciertamente,
argumentos racionales y ciencia o sabiduría práctica; y esto necesita, a su
vez, la experiencia afectiva y el contacto con las grandes tradiciones éticas
de la humanidad.
Cada uno de estos pilares (razón, experiencia, tradición) son canales
vivos que, en cada uno, se intercomunican y se abren hacia y desde el centro de
la persona; y la persona, para comprenderse a sí misma de modo pleno y actuar
conforme a esa plenitud, también necesita estar abierta a la trascendencia
absoluta (extender su horizonte hacia Dios).
Según la fe y la tradición cristiana, tanto la razón y la experiencia como la
tradición y la apertura a la trascendencia encuentran su centro de
referencia en la Persona de Cristo y en el Misterio de Cristo, que se nos
da a participar, mediante el conocimiento y el amor, por la acción salvadora de
la Trinidad.
Por ello el encuentro con Cristo, la referencia a Él, la unión con Él,
la identificación con su mente, con sus sentimientos y con sus actitudes de
profunda y única solidaridad por todos y cada uno, son el cauce para una vida
plena, también moralmente hablando (la vida moral del cristiano es “vida en
Cristo” y vida de la gracia). Desde ese centro se entiende la educación moral
cristiana: la razón del cristiano, la experiencia cristiana, la tradición
cristiana, la trascendencia entendida y vivida al modo cristiano. Todo ello
tiene que ver con la formación de la
conciencia y el mensaje cristiano.
En consecuencia, el conocimiento y el trato personal con Cristo –por
medio de la oración, de los sacramentos y de la caridad– son el cauce principal
que la tradición cristiana ofrece para una educación y vivencia de la moral,
entendida como respuesta de conocimiento amoroso de Dios (cf. Jn 17, 3;
Catecismo de la Iglesia Catolica, nn. 25, 1691-1698). Respuesta que se
traduce en una vida de solidaridad y de servicio a todas las personas y al
mundo creado.
Así lo enseña Cristo con su propia vida y con su enseñanza moral, centrada en
el Sermón de la Montaña y en las Bienaventuranzas.
“El testimonio cristiano –ha escrito Francisco en uno de sus tweets de estos
días–, después de todo, solo anuncia esto: que Jesús está vivo y que es el
secreto de la vida”.
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[1] J. Ratzinger, “El debate moral.
Cuestiones sobre la fundamentación de los valores éticos”, en Idem. Obras
Completas IV. Introducción al cristianismo, BAC, Madrid 2018, 676-688, cita
en p. 676.
[2] Ibidem.
[3] p. 682.
[4] Ibidem.
[5] pp. 683-684.
[6] p. 684.
[7] p. 687.