Como la madre y la luna, la Iglesia concibe en
virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella recibe del sol
(Cristo) para hacerla suya.
Los escritores cristianos de los primeros siglos gustaban de comparar a la
Iglesia con la luna, porque la luz que tiene no es propia, sino que la
recibe del sol[1]. La constitución del Concilio Vaticano II
sobre la Iglesia “Lumen gentium” (luz de las gentes) comienza por esas
palabras, que no se refieren a la Iglesia sino a Cristo. Él es la luz de los
pueblos. Y por eso, el Concilio, expresión de la Iglesia, “reunido en el
Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el
Evangelio a toda criatura[2] con la claridad de Cristo, que resplandece
sobre la faz de la Iglesia”.
Para el papa Francisco, es importante percibir que el centro del
cristianismo es Cristo. No somos nosotros y ni siquiera la Iglesia, que de
otro modo podría funcionalizarse y convertirse en una ONG. Ella debe ser, según
los Padres, como la luna, que transmite una luz que no es propia. No
puede ser “autorreferencial” –es decir, hablar solo de sí misma, vivir para sí
misma–, sino misionera. De otra manera, insiste el papa, dejaría de ser
institución divina para pasar a ser obra de hombres (cf. Discurso en el
Encuentro con el Comité del CELAM, Río de Janeiro, 28-VII-2013).
Fe
en Dios y en la Iglesia
1. Fe en Dios y en la Iglesia. El Concilio Vaticano II explicó que la
Iglesia es uno de los "misterios" –verdades o realidades de la
fe cristiana que van más allá de nuestra razón– (cf. LG, capítulo 1). Ahora
bien, ¿qué decir a una persona que afirma que cree en Dios pero que no cree en
la Iglesia? Y por otra parte, ¿qué significa “creer en la Iglesia”?
Cabría comenzar diciendo que las dos cosas no están en el mismo nivel. Primero,
la fe en Dios, sobre la base de la razón –que puede llegar a la
existencia de un ser infinitamente bueno y justo–, nos lleva a afirmar que Dios
existe; a fiarnos totalmente de Él y a buscarle como sentido total de nuestra
vida.
Para un cristiano, creer en Dios es inseparable de creer en Jesucristo, que nos
manifiesta el amor de Dios; y en el Espíritu Santo, que es el que nos lleva a
la fe.
Segundo, cuando un cristiano dice “creo en la Iglesia” quiere decir que cree que
existe la Iglesia como obra de Dios, querida y fundada por Cristo,
vivificada y asistida por el Espíritu Santo, para ser medio de salvación. Así
la “fe” en la Iglesia es inseparable de la fe en Dios. Ciertamente, la
Iglesia no es Dios, y no es por sí misma objeto de fe, como, en cambio, sí
lo es Dios. Como la luna, la Iglesia da una luz que no es suya, solo la
transmite. La fe que anuncia la Iglesia no es la fe “en ella”, sino en
Dios.
Así dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “En el Símbolo de los Apóstoles,
hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa, y no de creer
en la Iglesia, para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir
claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia” (n.
750).
Al mismo tiempo, creer en Dios nos lleva a confiar en la Iglesia, sabernos y
sentirnos parte de la Iglesia, Misterio de comunión con Dios y con
los que están unidos con Él. Ella es también, a lo largo de la historia,
“sacramento” (signo e instrumento de salvación[3]), en sentido amplio para todos los hombres,
familia de Dios y semilla de una nueva y definitiva fraternidad universal.
Fiarse de la Iglesia es fiarse de Cristo
2. Fiarse de la Iglesia es fiarse de Cristo. En la práctica, cuando una
persona dice que “cree en Dios” pero “no cree en la Iglesia”, suele significar
que no se fía de que la Iglesia tenga que ver con Dios. Y esto puede ser
por algo que ha oído o le han contado y no ha verificado suficientemente, por
alguna “herida” personal que no ha curado adecuadamente, alguna duda que se ha
planteado y no ha sabido resolver, una idea de Dios poco cristiana, algo que ha
supuesto para esa persona un escándalo, quizá por la mala conducta de algunos
cristianos e incluso pastores de la Iglesia.
Vienen bien aquí unas palabras de Benedicto XVI, cuando, en el Olimpyastadion
de Berlin (22-IV-2011) señalaba que no se entiende a la Iglesia si se la
mira quedándose en su apariencia exterior; si se la considera “únicamente
como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas
y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la ‘Iglesia’.
Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces
buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas
negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y profundo de la
Iglesia”. De esa visión no brota ya la alegría de pertenecer a esta vid.
Los Padres de la Iglesia se fijaban en que la luna muere, genera la vida y
renace radiante[4]. Como la madre y la luna, la Iglesia concibe
en virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella, siendo
solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya. Lo
importante es que la Iglesia es de Dios, ha sido querida por Cristo para
salvar al hombre, y en ella actúa el Espíritu Santo para que sea luz y vida de
las personas y del mundo. Pero esto solo lo puedo descubrir si me abro a
Dios y a los demás, si me comprometo como cristiano. Si estoy dispuesto a
cambiar lo que haga falta para buscar la verdad junto con el amor.
Cabría decir que “creer en la Iglesia” significa creer que Jesucristo, el
Hijo de Dios hecho hombre, sigue viviendo. Y que actúa, hoy y en todas las
épocas, por medio de los cristianos. Esto no es una imaginación sin fundamento
ni una pretensión sin sentido. Es una realidad que va dejando huella en la
historia, y que se apoya en lo que Cristo hizo, enseñó y prometió.
¿Con qué fin? Para que los cristianos den luz y vida verdadera al mundo. ¿Y
cómo? La mayoría de los cristianos lo harán desde su lugar en el mundo,
en su trabajo, en sus familias, con sus relaciones culturales, en sus
actividades sociales, con tal de que permanezca cada uno en unión con Dios y
abierto a las necesidades materiales y espirituales de los demás.
La
fe no es individualista
3. La fe no es individialista. La existencia de la Iglesia nos habla de
que la fe cristiana no es individualista, no es algo solitario, como el
producto de mi pensamiento, ni se puede vivir al margen de los demás
cristianos. Como ha enseñado Benedicto XVI, “nuestra fe es verdaderamente
personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ‘mi fe’, solo si vive
y se mueve en el ‘nosotros’ de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe
común en la única Iglesia” (Audiencia general, 31-X-2012).
Esto no quiere decir que yo pierda mi personalidad, sino al contrario: al
vivir con Cristo y con los que viven con él, mi personalidad se dilata. Mi
conocimiento adquiere un mayor alcance. Crece mi capacidad de amar y aumenta la
eficacia de todo lo que hago, pues adquiere un valor de ofrenda a Dios y de
servicio a los demás. Yo me encuentro fortalecido con la ayuda de los demás, y
también yo les ayudo, incluso con mis pocas fuerza.
Santidad
y pecado en la Iglesia
4. Santidad y pecado en la Iglesia. Como la luna, hay en la Iglesia luces
y manchas, montañas y cráteres, podríamos decir: santidad y pecado.
¿Cómo sé –se preguntaba también Joseph Ratzinger– que la Iglesia
católica es la verdadera? Y respondía: porque ella guarda, para
transmitirlo de modo vivo, todo lo que Cristo hizo y enseñó. Y de esto hay
suficientes signos: la vida y el ejemplo admirable de los santos, los milagros
(que siguen existiendo y puede probarse que no tienen causas naturales), la
calidad del pensamiento que origina la fe cristiana, su ayuda al desarrollo de
las culturas, a la defensa de los derechos humanos, a la promoción de la paz y
de la justicia, la belleza de tantas realizaciones de la Iglesia en su conjunto
y de muchos cristianos personalmente.
¿Pero no es verdad también que a veces los cristianos se han equivocado y
han hecho daño a otros? ¿No es verdad que hay curas que no han hecho bien a
las personas? Como todo aquello donde intervienen los hombres, también en el
cristianismo ha habido equivocaciones, debilidades y pecados. Santidad y
pecado coexisten durante la historia en la Iglesia. Pero si la Iglesia
fuera algo meramente humano, habría desaparecido muy pronto. Comenzando
porque los apóstoles abandonaron a Jesús ante su pasión, y uno de ellos (Judas)
fue el que le traicionó. Pero Jesús prometió que Él no abandonaría a los suyos,
y que el Espíritu Santo no permitiría que fueran dominados por el error o por
el mal.
Ni las dificultades exteriores ni las interiores (los fallos de los cristianos)
han sido capaces de acabar con la Iglesia porque la Iglesia es de Dios y no
nuestra. Es verdad que los cristianos podemos dar mal ejemplo, y a veces lo
hemos dado. Por eso hemos de estar vigilantes para ser fieles cada uno a lo que
tenemos que hacer en el mundo: buscar la santidad y ayudar a los demás
en el camino hacia Dios. La palabra Iglesia es transcripción del griego ek-klesis,
que significa con-vocación, vocación junto con otros, llamada a la santidad que
es llamada al amor.
Llevar
la luz de Cristo
5. La misión evangelizadora: llevar la luz de Cristo. También el papa
Francisco ha recogido la imagen de la luna aplicada a la Iglesia, tomando
palabras de san Ambrosio: “La Iglesia es verdaderamente como la luna:
(...) no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su
esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: “Vivo, pero no soy
yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”» (Hexameron, IV, 8, 32).
Cristo –continúa explicando Francisco– es la luz verdadera que brilla;
y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja
iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos.
Por tanto, para la Iglesia evangelizar, ser misionera, no es ganar adeptos ni
vender un producto –como podría ser para cualquier sociedad o grupo humano–,
sino que que es una manifestación de su propia naturaleza. Se trata de anunciar
y comunicar la vida divina que Dios nos da. La misión de la Iglesia es, por
tanto, su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio
(cf. Homilía 6-I-2006).
“Una Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión
misionera constante y permanente (...), esta apertura ilimitada, esta salida
misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su intrínseca
lógica de don, de sacrificio y de gratuidad. (...) Cada uno de nosotros es una
misión en el mundo porque es fruto del amor de Dios” (Mensaje para la
Jornada Mundial de las Misiones 2019).
En consecuencia, todo esto se traduce en el compromiso evangelizador de cada
cristiano, no solamente de aquellos que tienen una vocación específicamente
misionera, destinada a bautizar y ofrecer la salvación cristiana en el respeto
de la libertad personal de cada uno, en diálogo con las culturas y las
religiones de los pueblos donde son enviados. Esta tarea de la misión “ad
gentes” –a los no cristianos– será siempre necesaria también como signo
para la conversión permanente de todos los cristianos (cf. Ibid.).
Lo cierto es que muchas personas esperan de todos nosotros un compromiso misionero,
porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.
Necesitan ver esa luz que es Cristo –desde su “pequeña” fuente en Belén–, que
atrae a todas las personas del mundo y guía a los pueblos por el camino de la
paz (cf. Homilía 6-I-2006).
Los autores cristianos, siguiendo a san Bernardo, muestran a María,
coronada por el sol y con la luna bajo sus pies, como “vivo lazo de unión entre
los dos astros, entre la Iglesia y Jesucristo” (citado por De Lubac, Meditación
sobre la Iglesia, Madrid 2008).
Así exclama el beato Newman dirigiéndose a María: «¡Vellón entre el rocío y la
superficie, Cristo y la Iglesia, el sol y la luna, tú eres la senda, Virgen
María!» (citado por H. De Lubac, ibid.).
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[1] Hugo Rahner dedica a la Iglesia como “mysterium lunae” unas 140
páginas (cf. Simboli della Chiesa. L’ecclesiologia dei Padri, pp.
144-287, Milano 1995, original alemán de 1964).
[2] Cf. Mc 16, 15.
[3] Cf. Lumen gentium, nn. 1, 9, 48 y 59.
[4] Los Padres de la Iglesia reunieron elementos de la filosofía griega,
del conocimiento científico de los pueblos primitivos y de la mitología, con
otros procedentes de la Revelación cristiana, con el fin de inculturar la fe
cristiana en su tiempo, además de prevenir contra la idolatría o la
superstición centrada en los astros. Esto debe reflejarse también en cada
cristiano singular: ha de morir a sí mismo en su unión e identificación con
Cristo, para poder dar vida espiritual a otros. Y esto tiene lugar en el seno
de la Iglesia a la vez que “edifica” a la Iglesia misma y participa de su
misión, hasta llegar a la gloria eterna.