En la tradición cristiana se
compara a la Iglesia, junto con Cristo, con una persona. Y esto tiene un gran
contenido desde el punto de vista de la vida espiritual, y también para
explicar muchas cuestiones que afectan a la vida y a la misión de los
cristianos.
En tiempos de tormentas –como son los actuales para la Iglesia y los
cristianos– conviene considerar y fortalecer la propia personalidad. Tres veces
recoge el Catecismo de la Iglesia Católica la expresión “persona mística”
referida a la Iglesia en su unión con Cristo. La primera, al exponer la Iglesia
como Cuerpo místico de Cristo, con expresión tomada de Santo Tomás de
Aquino para explicar la relación entre Cristo y la Iglesia: “La Cabeza y los
miembros, como si fueran una persona mística” (cf. n. 795). La segunda al
hablar de los sacramentos y su celebración en la Iglesia, que forma con
Cristo-Cabeza “como una única persona mística”, como recoge Pío XII (cf. n.
1119) en su encíclica de 1943. Finalmente, a propósito de la “comunión de
los santos” y el intercambio de bienes espirituales que existe entre los cristianos,
en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, tal como señala Pablo
VI (cf. n. 1475).
La Iglesia, "como una persona mística"
1. En efecto, la Iglesia puede compararse con una persona, a la vez que es una
“comunión de personas” con Dios y entre sí, en forma de sociedad visible y
estructurada al servicio de esa comunión (cf. const. ap. Lumen gentium,
n. 8).
Según la tradición teológica cristiana, la Iglesia es, con Cristo, como una
persona mistica. Así Iglesia anuncia y proclama, al enseñar la fe, el
misterio “completo” de Cristo. Su vida (la vida cristiana) es el misterio
de Cristo “celebrado” en la liturgia –cuyo centro es la Eucaristía– y “vivido”
por los cristianos a raíz de su contemplación de Cristo y su unión con Él. Y de
ahí también que la oración de los cristianos, a través de la liturgia de la
Iglesia, se apoye en la oración de Cristo que intercede por nosotros ante Dios
Padre (cf. Const. Fidei depositum para la promulgación del Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 3).
Lo
que no es
2. Para profundizar qué es la Iglesia como persona puede ser útil mostrar lo
que no es. El adjetivo “místico” no significa que la persona de la Iglesia
sea algo oculto o esotérico. Por otra parte, la “personalidad
corporativa” de la Iglesia no se reduce a una “personalidad moral” o
jurídica como la tienen el Estado u otras instituciones. Tampoco ha de tomarse
en un sentido “biologista”, pues no formamos los cristianos en la
Iglesia un gran “animal”, un ser vivo en sentido físico-biológico; sino una
realidad viva y orgánica en sentido espiritual, y no una mera idea o una
metáfora. Asimismo habría que excluir un sentido “panteísta”: la Iglesia no es
Dios ni parte de Dios, sino una comunión de personas que participan de
la naturaleza divina por su unión a Jesús.
Una
luz que esclarece la vida cristiana y eclesial
3. Por lo demás, la comparación entre la Iglesia y una persona es útil para
comprender diversos aspectos tanto de la Iglesia como de la vida cristiana.
Como las personas, la Iglesia tiene un “rostro”, como también lo tiene
un pueblo y una familia, un rostro o una imagen corporativa. Es decir, una
imagen humana reconocible, un itinerario histórico (de ahí la conveniencia de
considerar a la Iglesia como “sujeto histórico”) entre los pueblos y un
destino. También la Iglesia, dice san Agustín, tiene como un “alma”, un
principio de unidad y de vida, que en su caso es el Espíritu Santo. El rostro
de la Iglesia tiene un aspecto institucional, en el sentido de vivir
entre otras instituciones humanas, si bien ella es una “institución de
salvación”.
Durante toda su historia hasta el final de los siglos, también la Iglesia tiene
una “voz” y unas manifestaciones, no solo oficiales e institucionales a
nivel universal o local (como los Concilios ecuménicos o los sínodos
diocesanos), sino también testimoniales (la vida de los cristianos que
procuran ser fieles a Cristo), ordinarias o extraordinarias (los mártires),
personal y corporativamente.
Imagen
de Dios uno y trino
4. También como las personas humanas, la Iglesia es imagen de Dios y más
concretamente de Dios en su Unidad y Trinidad. En efecto, la Iglesia, siendo
“una” (a partir de la unidad del género humano y del mismo vínculo del Espíritu
Santo en orden al único propósito del plan divino de la salvación), abarca una
multitud de personas y asume todo lo verdadero y bueno de los pueblos y las
culturas.
Sobre la base de su dignidad –en cuanto imagen de Dios, e independiente de que
se manifiesten o no todas sus características o cualidades– la persona y los
grupos humanos poseen conciencia y subjetividad. Todo ello implica capacidad
intelectual, voluntad y libertad, afectividad y apertura a los demás y a
Dios. También la Iglesia posee esas características, las manifiesta y las
ejerce, y procura hacerlo cada vez de manera mejor y más consciente.
De modo parecido a las personas singulares o las personalidades corporativas,
la Iglesia tiene una cohesión, una identidad y una memoria de sí. Y
también como ellas, es capaz de desarrollar y actualizar sus potencialidades,
en relación y en diálogo con lo que durante su existencia histórica –en este
caso, desde Cristo hasta el fin del mundo– le sale al encuentro.
Conciencia, renovación, diálogo
Además de poseer una conciencia –que se desarrolla y madura en el
tiempo, con la asistencia del Espíritu Santo–, la Iglesia es capaz, como toda
persona, de renovación, pues de otro modo no subsistiría, si bien la
Iglesia a nivel universal tiene garantizada su existencia hasta el fin del
mundo (cf. Mt 16, 18 y 28, 20). Como las personas, su renovación debe darse no
como una ruptura respecto de su identidad o sus raíces, sino en continuidad con
lo que es y con lo que sabe que es. Se trata, por tanto, de una renovación
o reforma en la continuidad (cf. Benedicto XVI, Discurso a la curia
romana, 22-XII-2005).
Como acontece con la persona, en la Iglesia todo “discernimiento” –mirar
la realidad desde la perspectiva de la fe, valorarla y tomar decisiones en
orden a la acción–, es un aspecto de esta renovación. Y, tanto en la persona
individual como en la Iglesia-persona mística, el análisis de este
discernimiento permite conocer mejor la persona y la estructura de su obrar; en
este caso, la Iglesia y su misión.
La Iglesia realiza ese discernimiento y ese juicio prudencial
a muy diversos niveles: familiar, parroquial, diocesano o local, universal,
etc. Toda comunidad cristiana o grupo de cristianos necesitan realizar ese
discernimiento, para poder responder a la llamada que Dios les dirige en el
contexto de la misión salvífica de la Iglesia en favor del mundo.
El diálogo que la Iglesia lleva a cabo con los hombres es un diálogo
salvífico (sobre la conciencia, la renovación y este diálogo en la Iglesia,
cf. la encíclica programática de Pablo VI, Ecclesiam suam, de 1964). Y
como todo diálogo, a partir de la convicción de la propia identidad, requiere
escuchar al otro con la esperanza de abrir un aspecto inédito de la verdad.
De modo parecido a una persona, la Iglesia tiene dentro de sí la capacidad de
mantener indemne todo lo sustancial (el “depósito de la fe”) en la doctrina, la
liturgia y la moral y, a la vez, de renovarse y actualizarse con el paso del
tiempo y el surgir de nuevas necesidades o circunstancias. Su fidelidad solo
puede ser una fidelidad dinámica o creativa. Esto no quiere decir que no
haya cristianos singulares o grupos eclesiales que no puedan retroceder o equivocarse,
como puede sucederle a toda persona o grupo de personas.
Templo
de "piedras vivas"
5. Entre las diversas “imágenes eclesiológicas” –ya nos hemos referido a la
Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo místico de Cristo– es igualmente
enriquecedor considerar la analogía de la Iglesia como persona mística en
relación con el ser la Iglesia “templo del Espiritu Santo”. Es decir, edificio
espiritual, construido sobre la piedra angular que es Cristo. Unidos a Él
–explica san Pedro– los cristianos son “piedras vivas” que edifican este templo
con sus vidas en la medida en que las transforman en ofrenda y servicio a Dios
y al prójimo, convirtiendo sus obras en “sacrificio espirituales” (cf. 1 P, 2,
1-5), con los presupuestos del rechazo al pecado y la adhesión a la Palabra de
Dios.
Esto no significa que la vida ordinaria de los cristianos (sus actividades y
relaciones familiares, profesionales y sociales, etc.) pase a ser algo
oficialmente “eclesiástico”; sino que todas sus obras pueden ser santificadas y
convertidas en medios de santificación propia y ajena por su unión a la obra
redentora de Cristo. Esto es posible porque todos los cristianos poseen desde
el Bautismo una participación del sacerdocio de Cristo que llamamos sacerdocio
común de los fieles, al servicio del cual se sitúa el sacerdocio
ministerial, propio de los Obispos y de los presbíteros.
Como se ve, el análisis de la Iglesia como persona, comporta mostrar cómo las
personas –los cristianos– contribuyen a la “edificación” y a la misión de la Iglesia.
Es decir, la participación de los fieles en la acción de la Iglesia (que
no es exclusiva de eclesiásticos, sino propia de todos los fieles cristianos,
cada uno según su propia condición y vocación), como puesta en acto de su misión
evangelizadora.
En definitiva, como una persona, la Iglesia madura y crece en la dirección a
la verdad y al amor. Esto sucede en la medida en que desde su propia
identidad, la Iglesia, en cada época y lugar, se abre a las personas y a los
pueblos, las religiones y culturas, a todo lo verdadero y bueno. Y lo hace para
comunicarles el Evangelio (“buena noticia”), para educarles y servirles, para
ayudarles a purificar y curar lo que obstaculiza una vida plenamente humana.
Esta capacidad de crecer hacia la plenitud de la verdad y del amor depende de
la relación íntima de la Iglesia con Dios en Jesucristo, que es su
propio Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6), por medio del Espíritu Santo,
su principio de unidad, de vida y de acción.
La relación íntima de la Iglesia con Cristo le ayuda a “ver con los ojos de
Cristo” y a trabajar eficazmente por la salvación de los hombres con los
sentimientos del corazón de Cristo. Fe (Credo), sacramentos y caridad
constituyen así la esencia o naturaleza de la Iglesia y la manifiestan en su
misión evangelizadora (cf. Enc. Deus caritas est, n. 25). De todo ello
participa cada cristiano según su propia condición, vocación y carisma. Y todo
lo que la Iglesia es, también “como persona”, está anticipado y cumplido
plenamente en María, Madre y figura de la Iglesia.