En su viaje a Panamá el papa Francisco tuvo un encuentro con los obispos centroamericanos
(24-I-2019), que se celebró bajo el lema episcopal de san
Oscar Romero: “Sentir con la Iglesia”. Se trata de un aspecto importante para
todos los cristianos. Pues sentir con la Iglesia implica tener el “sentido
de la Iglesia”, también como parte esencial de la vida espiritual.
¿Qué lugar ocupa la Iglesia en nuestras inquietudes e incluso en nuestra
oración? Para tratar de responder a esta preguntas, quizá convenga plantearse
antes otra: ¿Pero qué es la Iglesia?
Para muchos la Iglesia es una institución humana más. En la perspectiva
cristiana la Iglesia es una realidad profunda que pertenece a la fe:
“Creo en la Santa Iglesia Católica”. Esto se recoge en el llamado Credo o
Símbolo de los apóstoles, profesión de fe que procede de la primitiva Iglesia
de Roma, presidida por el apóstol Pedro.
En 1963, mientras se celebraba el Concilio Vaticano II, un perito teólogo
llamado Joseph Ratzinger señalaba que interpretar bien el misterio de la
Iglesia no era cosa solo de los padres conciliares, sino de todos los
fieles cristianos. Primero, porque la Iglesia, como decía Guardini al principio
del siglo, había “despertado en las almas” (esto es, los cristianos percibían,
movidos por la gracia de Dios, la realidad eclesial en la que vivían y de la
que formaban parte). Además, porque —de acuerdo con ese despertarse del sentido
de la Iglesia en los cristianos— una declaración doctrinal sobre la Iglesia
solo lograría tener un pleno significado “si se traduce en una realidad
espiritual en la vida de fe de los individuos” (1).
De lo que se trataba –explicaba este perito conciliar, que
todavía no había cumplido los cuarenta años– era de no limitarse a considerar
la Iglesia como “lugar exterior” a la piedad del cristiano, sino introducirla
en “la realización misma de la vida espiritual del cristiano” (2.
Para esto, para contribuir a configurar “una actitud espiritual fundamental de
fe en la Iglesia” (3), se proponía Ratzinger considerar algunos puntos de
partida, en principio bastante diferentes entre sí (la numeración y los
epígrafes son nuestros).
La
superación del individualismo
1. La superación del individualismo. Por un lado, señalaba, hoy nuestra
situación espiritual es más apropiada que en el pasado para entender lo que es
la Iglesia. Hoy somos más conscientes de los límites del individuo: de
los límites de su libertad, que depende de su herencia y de sus medios: de los
límites de su creatividad, que solo puede desarrollarse en un contexto
histórico concreto; de los límites de su poder, en cuanto que vive física y
mentalmente de lo que recibe o comparte con otros. El hombre es un ser
dependiente.
“Así se entiende de una manera nueva –escribía el futuro Benedicto XVI– que tampoco
en lo espiritual puede haber una autonomía absoluta del hombre” (4). Pues
también en la vida espiritual dependemos de los otros y estamos orientados
hacia los otros. De hecho el alma se sitúa ante el misterio de la “comunión
de los santos”, la íntima relación entre los cristianos, confesada en el
Credo.
Antes de seguir adelante, convendría preguntarse si hoy, pasados los
cincuenta años después del Concilio, somos igualmente conscientes de los
límites del individuo o no habremos recaído en la visión individualista
típica de los siglos anteriores. Por otra parte, la rotura de transmisión
de la fe entre los cristianos hace que muchos apenan conozcan los contenidos de
la fe y no se planteen en qué consiste la Iglesia y su relación con ella, y por
tanto su responsabilidad hacia los demás, sea en general sea concretamente en
lo que se refiere a su vida espiritual.
Continuaba Joseph Ratzinger explicando: “Mi vida espiritual no se desarrolla
sola y simplemente entre yo y Dios. La fórmula ‘Dios y el alma, nada más’, con
la que el temprano Agustín procuraba describir la vida espiritual, no abarca
toda la realidad. El hecho de que yo crea, absolutamente hablando, lo
obtengo de otros que han creído antes que yo y que me han conducido hasta la
fe. Así, ellos están también presentes en mi fe, cuya forma de expresion verbal,
orientación y límite ellos mismos prepararon para mí, del mismo modo que
seguiré conformándome con ella orientado hacia los demás” (5).
La dimensión social y eclesial de los sacramentos
2. La dimensión social y eclesial de los sacramentos. Prueba de que esto
es así, es decir, de que la religión no se desarrolla solamente entre Dios y el
individuo, es la existencia de los sacramentos.
“Los sacramentos –entiende Ratzinger– son, de alguna manera, la expresión de la
dimensión social presente en la fe. Así, san Pablo escribe de la Eucaristía: “Porque
el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo” (1 Co 10,
17). “¡Qué lejos está esto –exclama Ratzinger, señalando cierta deficiencia en
el modo de considerar la piedad en la comunión eucarística– del lenguaje de
diálogo a solas con el esposo del alma, que hasta no hace mucho tiempo
constituía el contenido principal de la ‘devoción de la comunión’!” (6).
A renglón seguido el autor explica esto con la misma argumentación con que lo
hará cuarenta años después, como Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas
est.
Aquí, a principios de los años sesenta del siglo XX, lo decía así: “Al
incorporar Cristo al hombre en su cuerpo, lo saca, de alguna manera, de sí,
del aislamiento de su encerramiento en el yo, y lo introduce en la comunión
con todos aquellos que deben llegar a ser cuerpo de Cristo junto a Él. En la
eucaristía el hombre no comulga solamente con Cristo, sino que, a través de
Cristo, comulga con todos los que reciben el honor de la misma comunicación que
él” (7).
En efecto, puede compararse este argumento con el de la encíclica sobre el
Amor, cuando se trata del carácter social de la “mística” de la Eucaristía (cf.
Deus caritas est, n. 14).
En esta perspectiva es interesante, ya en el texto de los años sesenta, esta
deducción: “Tal vez pueda decirse que con ello se ha articulado, en general, el
auténtico movimiento fundamental del cristianismo: que el hombre sea
arrancado de sí mismo, del aferramiento al egoísmo, opuesto a la realidad, y
sea liberado, abierto a la unidad del único cuerpo de Cristo” (8).Vemos que
con ello continúa en la línea de la superación del individualismo, tal como se
realiza en la fe cristiana vivida.
La responsabilidad por la Iglesia y por los demás
3. La responsabilidad por la Iglesia y por los demás. Es aquí, continúa
diciendo, donde debería comenzar a mostrarse que todo esto tiene “efectos en
la vida espiritual concreta”. Y señala cómo para San Agustín el verdadero
ministro de todos los sacramentos es “el Cristo entero” (el Cristo total), o
sea, Cristo junto con todos los que forman ahora su Cuerpo místico, la Iglesia.
“Esto significa –observa Ratzinger– que detrás de todo lo que acontece en el
orden del espíritu se encuentran la fe, la esperanza y el amor de toda la
cristiandad; significa –para volver al comienzo– que vivimos espiritualmente
unos de otros y que de allí proviene la responsabilidad solidaria que reside en
nuestra fe y en nuestro pecado”.
Añade que, si por ello la Iglesia puede comprenderse mejor como “comunión de
los santos”, también por desgracia se sabe “comunión de los pecadores” (9).
Así es. Y las observaciones del ilustre teólogo siguen siendo bien actuales.
Tanto la investigación histórica como la situación actual –señala– nos llevan
a reconocer “el poder del pecado en la Iglesia”. Y, cabría añadir, la
necesidad de implorar el perdón –a Dios y quienes hayamos ofendido o dañado–
para poder vivir conscientes de que la gracia de Dios actúa sobre todo en los
sencillos.
Encarnación y realismo de la Cruz
4. La encarnación es inseparable del “realismo de la cruz”. A todo esto
–agregaba Ratzinger con tono profético– es necesario tener en cuenta que el
mundo avanza hacia “un secularismo generalizado “, que sitúa a la Iglesia en
minoría. No es una nueva situación, pues ya se dio en los primeros
cristianos. Con la diferencia –observaba– de que aquellos tenían una viva
conciencia escatológica –referente al Reino de Dios definitivo, más allá de la
historia–, mientras que ahora los cristianos se fijan más en el progreso
terreno y en el avance de la historia.
Efectivamente, en esos años constataba Ratzinger un anhelo cristiano de
actitud positiva hacia el mundo como creación de Dios y ámbito de actuación
del ser humano desde Dios. Para ello, anota, se invoca el hecho de la
encarnación (el Hijo de Dios se ha hecho carne en este mundo); pero con un
cierto olvido de la Cruz, con la que forma una unidad, pues ambas
–encarnación y cruz– están ordenadas a la resurrección (10).
En efecto. Por un lado, una visión del mundo solamente desde el Reino de Dios
cumplido después de la historia, podría empequeñecer las cosas de este mundo y
hacer que los cristianos dejáramos el cuidado de esas cosas, hoy presentes, a
los demás. Por otro lado, una visión centrada en este mundo, podría
llevar al triunfalismo a lo humano o al pelagianismo, doctrina que sostiene que
la salvación se alcanza solo por los esfuerzos humanos.
En todo ello, podríamos decir nosotros, se olvidaría que el amor cristiano
al mundo es un amor desde el corazón de Cristo traspasado por nosotros en la
Cruz. Y por tanto, la “piedad” o la vida espiritual del cristiano debe
configurarse totalmente por la misión redentora que la Iglesia participa de
Cristo.
Esto se refleja, en el culto cristiano, en un hecho que Ratzinger pone de
relieve y que señala santo Tomás de Aquino: el fruto de la Eucaristía es el
incremento del amor redentor de Cristo y de su misión evangelizadora en
cada uno de los cristianos y en el conjunto de la Iglesia, Cuerpo místico de
Cristo.
Carácter
sacerdotal de la misión cristiana
5. Carácter sacerdotal de la misión cristiana. Al mismo tiempo,
Ratzinger llamaba la atención acerca de que el Nuevo Testamento evite el
vocabulario sacerdotal para distinguir el cristianismo de las
instituciones sacerdotales del pasado, y sin embargo lo aplique para describir
el servicio cotidiano de la vida cristiana.
Así por ejemplo, San Pablo considera su apostolado como el ejercicio de un
sacerdocio al servicio de que incluso los gentiles ofrezcan su vida (cf. Rm
15, 16), y con ella el mundo cósmico, como hostia viva agradable a Dios por
medio de la Eucaristía.
El fruto de la Eucaristía -señala Ratzinger- es precisamente la Iglesia,
humanidad transfigurada en templo vivo de Dios, que cree, espera y ama,
transformada en cuerpo de Cristo que se ofrece para la gloria de Dios. Tal es,
en efecto, la naturaleza del culto cristiano y de la vida cristiana como culto
espiritual (cf Rm 12, 1) en la Iglesia y en el mundo.
El sacerdocio común de los cristianos
6. A partir de aquí se esclarece el sentido del sacerdocio común de los
fieles (tal como están llamados a vivirlo también los fieles laicos) y de
la posición minoritaria que pueden tener los cristianos en el mundo.
Así lo expresaba entonces el ahora papa emérito:
“Desde allí se comprendían los cristianos de los primeros siglos como los
sacerdotes de la humanidad, que significan para la humanidad y para el
universo lo que en las diferentes religiones son sus sacerdotes. La situación
de minoría no tenía nada de extraño para ellos, a pesar o justamente porque tal
situación exigía continuamente relacionarlo todo con la hostia viva del cuerpo
de Cristo” (11).
Y proponía redescubrir este carácter sacerdotal de la misión cristiana
(lo cual no tiene que ver nada con ningún clericalismo): “Deberíamos intentar
hacer nuevamente propia en una medida mayor esa visión de la misión cristiana”
(12).
Ratzinger concluía su reflexión sobre el sentido de la Iglesia en relación con
la vida espiritual de los cristianos, precisando la naturaleza del sacerdocio
común de los fieles. Este no se sitúa en competencia con la misión litúrgica
del presbítero, sino que es “la ampliación del culto cristiano al ámbito del
mundo y de la humanidad”. En esta perspectiva, el conjunto de los
cristianos está llamado a desarrollar una función o un servicio que no duda en
considerar “sacerdotal”. Y observa que esta comprensión de la piedad cristiana
para con el mundo es más bíblica, completa y realista que aquella que solo
considera la encarnación del Hijo de Dios. Pues es necesario tener en cuenta
también su pasión y “el realismo de la Cruz” (cf. 1 Co 7, 31; Rm 12, 2),
que toma en serio los valores del mundo a la vez que los purifica y discierne
(cf. Hb 4, 12; Lc 2, 35). Y todo ello, al servicio del hombre que quiere vivir
realmente como cristiano en el mundo: una gran tarea que vale la
pena (13).
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(1) Cf. J. Ratzinger, “Sentire ecclesiam”
(texto de 1963) en Obras completas VII/1: Sobre la enseñanza del Conciio
Vaticano II, BAC, Madrid 2013, 269-276, p. 269. Sobre “el despertar de la
Iglesia en las almas” y el pensamiento de Guardini a principios de los años
veinte, ver R. Guardini R., “Posibilità e limiti della comunione humana”,1932,
en Id., Scritti filosofici, I, a cura di G. Sommavilla, Milano 1964, pp.
319-334. Ver nuestro análisis en este blog.
(2) Sentire ecclesiam, p. 269.
(3) Ibidem.
(4) Ibid., p. 270.
(5) Ibidem.
(6) p. 271.
(7) Ibidem.
(8) Ibidem.
(9) pp. 271-272.
(10) Cf. p. 273.
(11) p. 275.
(12) Ibidem.
(13) Cf. 275-276.