La estrella de los Magos nos trae esa libertad
que Cristo nos ha ganado, la libertad de los hijos de Dios.
En la época en que Daniélou publicó su libro “Los símbolos cristianos
primitivos” (1951: en castellano, eds. Ega, Bilbao 1993), había ya suficiente
investigación acerca de la estrella de los Magos (Mt 2, 2) en el marco
de la cultura bíblica.
La estrella tiene una larga historia que la precede en los textos del Antiguo
Testamento (cf. la “estrella de Jacob” de Num 24, 17), del cristianismo
primitivo y en relación con las culturas circundantes. Esa estrella es anunciadora
de la salvación que trae el Mesías y que llega a todas las gentes.
San Justino ( s. II) dice que la estrella es uno de los nombres de Cristo,
y la pone en relación con la estrella que vieron los Magos en Oriente. Para
nosotros, es también una estrella de esperanza.
El lucero en la frente
En efecto, el Apocalipsis menciona la “estrella de la mañana” (2, 28) o
el lucero del alba, que Dios dará a los que sean fieles a Cristo (quizá en
relación con la marca que llevan en su frente, cf. 14, 1). Cristo mismo es la
estrella radiante de la mañana (22, 16), como también le llama la segunda carta
de san Pedro (2 Pe, 1, 19).
En una de las lecturas previas a la fiesta de la Epifanía, la liturgia católica
de las Horas recoge este texto de San Agustín:
“El que era igual al Padre en la forma de Dios, se hizo semejante a nosotros en
la forma de siervo, para reformarnos a semejanza de Dios; y, convertido en hijo
del hombre –Él, que era único Hijo de Dios–, convirtió a muchos hijos de los
hombres en hijos de Dios: y, habiendo alimentado a aquellos siervos con su
forma visible de siervo, los hizo libres para que contemplasen la forma
de Dios.
Pues ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos.
Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque lo veremos
tal cual es’ [1 Jn 3, 2]. (...)
Pero mientras eso no suceda, (…) mientras tenemos hambre y sed de justicia y
anhelamos con inefable ardor la belleza de la forma de Dios, celebremos con
devota obsequiosidad el nacimiento de la forma de siervo” (Sermón
194, 2ª lectura del 5 de enero, subrayado nuestro).
El nacimiento de Jesús, Hijo de Dios hecho carne por nuestra salvación, nos
hace, en efecto, “libres para contemplar a Dios”, cosa que sucederá en el
Cielo, cuando le veamos “cara a cara” (1 Co 13, 12), y disfrutemos de la vida
divina en la compañía de los santos.
Mientras tanto, la estrella que guía a los Magos, llevándoles hasta el Niño,
nos trae, también a nosotros, la libertad.
La
libertad del amor
¿Qué libertad es esta? La libertad del amor, que es la perfección de la
libertad. ¿Cómo se explica todo esto?
Es este un tema muy querido y recurrente en el pensamiento de Joseph Ratzinger.
En una de sus audiencias generales (1-II-2012), Benedicto XVI lo desarrollaba
con referencia a la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní y la
interpretación de san Máximo el Confesor. He aquí las palabras del Papa alemán:
“Adán y Eva pensaron que el no a Dios sería la cumbre de la libertad,
el ser plenamente uno mismo. (...) Jesús nos dice que el ser humano sólo
alcanza su verdadera altura, sólo llega a ser divino conformando su propia
voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo de sí, sólo en el sí a
Dios, se realiza el deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo de ser
completamente libres”.
Todo ello tiene que ver con el desarrollo del pensamiento cristiano sobre
Cristo. Los primeros concilios definieron que Cristo es Hijo de Dios (concilio
de Nicea en el a. 325) y que tiene una Persona y dos naturalezas, entre las
cuales no hay confusión, ni cambio, ni división, ni separación (concilio de
Calcedonia en el a. 451).
Con motivo del concilio III de Constantinopla (680), san Máximo el Confesor
explicó que en Cristo, su voluntad humana (que se resistía, como es lógico, a
la pasión y muerte) se unió a la voluntad divina, que deseaba nuestra salvación
(cf. Mt 26, 39; Mc 14, 36; Lc 22, 42; Jn 12, 27s) por su obediencia amorosa
al plan salvífico divino, trazado por la Trinidad.
La
oración, laboratorio de libertad
De esta manera se aclaraba que la unidad de las dos voluntades no se dio en el
nivel de la naturaleza sino en su Persona (el espacio personal es el
espacio de la libertad; la unidad libre es la unidad creada por el amor). Por
eso, su naturaleza humana no quedó anulada por la naturaleza divina.
En su oración, que le llevó a morir en la Cruz, Cristo ejerció
máximamente su libertad. Y por eso la oración cristiana –que participa de la de
Cristo– puede caracterizarse como un “laboratorio de la libertad” (cf.
sobre todo ello J. Ratzinger, Miremos al traspasado, Santa fe,
Argentina, 2007, pp. 45-51).
Cristo con su voluntad humana es completamente libre. Cristo –afirma san
Máximo– "murió, si así puede decirse, divinamente, porque murió
libremente" (Ambigua, 91, 1056). Esto implicaba la mediación del Espíritu
Santo, que es el amor mutuo entre el Padre y el Hijo.
Por todo ello, la caridad o el amor cristiano, que nos da una participación del
amor de Cristo, nos hace participes de su misma libertad. El cristiano es
verdaderamente libre, con la libertad del amor. Y plenamente libre,
cuando busca hacerlo todo por amor a Dios y a los demás.
Así, la estrella de los Magos nos trae esa libertad que Cristo nos ha
ganado, la libertad de los hijos de Dios. Esta libertad que nos hace,
efectivamente, capaces de contemplar a Dios: incoadamente aquí, plenamente en
el Cielo. Esto significa, al mismo tiempo, llenarnos de su amor y colaborar
para que crezca la verdadera libertad en el mundo.