En una ocasión visité la abadía de Melk, en Austria. Me llamó la
atención, en el retablo de la iglesia, una enorme corona dorada sostenida por
ángeles con esta inscripción: “Nadie puede conocerse a sí mismo si no es
tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no
ha luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones” (San
Agustín, Comentario sobre el salmo 60).
A la vez, los cristianos, para calibrar la realidad de su situación ante Dios y
en cada momento de la vida, necesitamos del discernimiento, tanto desde
el punto de vista personal como familiar, social y eclesial
El último capítulo de la exhortación Gaudete et exsultate plantea
estos dos medios imprescindibles para todo cristiano que desea seguir
seriamente la llamada a la santidad: el combate espiritual y el discernimiento.
El
combate espiritual o la ascesis cristiana
¿Qué sentido tiene ese “combate espiritual”? Dos objetivos apunta el Papa:
la lucha contra las tentaciones y mantener viva la disposición por anunciar el
Evangelio. “Esta lucha –observa de modo animante– es muy bella, porque nos
permite celebrar cada vez que el Señor vence en nuestra vida” (n. 158). La
tradición cristiana utiliza para esto el término griego ascesis, del
griego askesis: “ejercicio o entrenamiento” para liberar el espíritu y
conseguir la virtud.
Desde un punto de vista antropológico escribe Romano Guardini que el
ascetismo significa que “el hombre se decida a vivir como hombre”, es
decir, a orientar correctamente los distintos aspectos de su vida. Se decide a
esforzarse e incluso sacrificarse en algunas cosas, para lograr otras que se
propone como más valiosas en cualquier campo: en el ámbito profesional o
deportivo, la amistad o el matrimonio. Esto requiere sentido de responsabilidad,
dominio de sí mismo, educación de los valores (que no son lo mismo que
los gustos), afán de superación. Precisa ejercitarse en la vida justa y en la
búsqueda de la verdad. Y así el espíritu humano puede llevarnos a una vida más
libre, más plena (cf. La esencia del cristianismo- Una ética para nuestro
tiempo, ed. Cristiandad, Madrid 2007, pp. 213 ss.).
Sobre esa base, la ascesis cristiana se sitúa en el marco de una
respuesta de amor al Amor con mayúsculas: el cristiano “combate”
espiritualmente para dejar que Dios escriba su historia. Es el Señor el que
“vence” en nuestra vida. Por eso escribe Francisco: “No tengas miedo de apuntar
más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar
por el Espíritu Santo” (n. 34).
Las
tentaciones
La misma tradición cristiana considera que los enemigos principales en el
combate espiritual son las tentaciones. Tientan al hombre las
seducciones que proceden del mundo, la carne y el demonio. Para afrontar las
dos primeras hay que tener en cuenta que no se trata de huir del mundo creado,
bueno en sí mismo. Ni tampoco hay que rechazar las realidades materiales o
corporales, que son también buenas en sí mismas. Se trata más bien de luchar
contra una mentalidad mundana “que nos atonta y nos vuelve mediocres” (n. 159)
y contra la propia fragilidad y las malas inclinaciones. Pero además está la
tercera, el demonio: avisa el Papa de que no es un mito, sino un
ser real y personal. Y prueba de ello es que cuando Jesús nos enseñó a rezar,
nos invitó a pedir al Padre “líbranos del mal” en el sentido del Maligno.
El camino hacia la santidad, observa Francisco, es una lucha constante:
“Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad.
Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se
expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de
la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de
caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero” (n. 162).
En ese combate el Papa señala tres horizontes: “el desarrollo de lo
bueno, la maduración espiritual y el crecimiento del amor” (Ibid.). El camino
se tuerce cuando el que lo ha emprendido se conforma o se duerme en la
mediocridad (tibieza). Aunque, por gracia de Dios, no comete pecados graves, se
acostumbra a volar bajo, y esto es origen de “corrupción espiritual”. Y de esta
escribe Francisco: “La corrupción espiritual es peor que la caída de un
pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo
termina pareciendo lícito” (n. 165): el engaño, la calumnia, el egoísmo.
Discernimiento
Respecto al discernimiento (del griego diákrisis, distinguir bajo las
apariencias), tiene que ver con el marco general de la virtud de la prudencia (o sabiduría práctica) y el más
concreto juicio de la conciencia. En la espiritualidad
cristiana el término discernimiento se usa para expresar la distinción entre lo
bueno y lo malo. Cuando se habla de discernimiento “de espíritus” se
trata de saber si algo viene del Espíritu Santo o, por el contrario, del
demonio. En el día a día de la vida cristiana, se trata de saber hacia dónde
nos conduce la voluntad de Dios. Y para averiguarlo hay que mirar lo que
hay dentro de nosotros y también fuera. Y siempre, un cristiano debe mirar a la
realidad con ojos de fe.
El discernimiento puede ser personal o comunitario (familiar, social,
eclesial). En el primer caso se trata de una persona particular (a la que ayuda
un consejero espiritual u otra persona que la conoce bien y es prudente y
madura en sus actuaciones y juicios). En el segundo, de un grupo de personas
(una familia, un centro educativo, una empresa y, en el marco eclesial, una
parroquia, una comunidad religiosa, etc.) que tienen la responsabilidad de
decidir acerca de determinadas cuestiones o acciones.
Discernimiento personal y discernimiento eclesial se sostienen
mutuamente y necesitan de algunos criterios fundamentales para concluir con
acierto, como son: si lo que percibimos está en conformidad con la Palabra de
Dios y la enseñanza de la Iglesia, si con ello prestamos un servicio a la
Iglesia y a la sociedad. El discernimiento eclesial necesita además una serie
de actitudes (humildad, desprendimiento de sí mismo, capacidad para
observar y escuchar, etc.) y se sirve sobre todo de la oración, del
estudio y del diálogo.
Un
camino de santidad y de misión
Acerca del discernimiento, el Papa Francisco destaca cinco puntos que considera
de importancia en la actualidad:
1) Una necesidad imperiosa, especialmente para los jóvenes: “Sin
la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a
merced de las tendencias del momento” (n 167). Somos libres –les dice– pero
hemos de reconocer los caminos de la libertad plena.
2) Siempre a la luz del Señor. Esto nos permite reconocer sus
tiempos y su gracia, para no dejar pasar sus inspiraciones y las ocasiones de
crecer. El “examen de conciencia” (que puede verse como un
discernimiento diario y breve: bastan dos o tres minutos al final de la
jornada) sirve para que los horizontes grandes se traduzcan en pasos pequeños y
medios concretos.
3) Un don sobrenatural. Sobre la base de la sabiduría humana (la
razón y la prudencia) y de las sabias normas de la Iglesia, el discernimiento
cristiano es un don del Espíritu Santo para acertar en el obrar, aquí y ahora.
Por tanto, ha de ir más allá de la búsqueda del bienestar, de lo útil o de lo
que tranquiliza la conciencia (finalidades que no alcanzarían siquiera una
sabiduría verdaderamente humana). Lo que está en juego es el sentido de nuestra
vida, la de cada uno, ante Dios. Por eso es imprescindible la oración.
4) Requiere una disposición a escuchar: “Habla, Señor”. Escuchar
a Dios, al magisterio de la Iglesia, y también a los demás y a la realidad,
hace posible superar nuestra visión parcial e insuficiente, nuestros esquemas
tal vez cómodos y rígidos ante la novedad que viene con la vida del Resucitado.
5) Ha de seguir la lógica del don y de la cruz. Por eso pide
generosidad, no dejarse anestesiar la conciencia y vencer el miedo (porque El
que lo pide todo también lo da todo).
En suma, concluye Francisco, “el discernimiento no es un autoanálisis
ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de
nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la
cual nos ha llamado para el bien de los hermanos” (n. 175).