¿Qué es la santidad, en qué consiste, dónde se
la reconoce, cómo se vive? A estas preguntas responde la exhortación Gaudete et exsultate (alegraos
y regocijaos”), del Papa Francisco, en el capítulo primero.
En el texto podemos destacar cuatro aspectos: santidad y vida ordinaria, la
Iglesia como marco vivo de la santidad, la santidad como vocación-misión en
Cristo, la santidad como algo esencialmente abierto.
Se trata de aspectos que están desde el principio en el Evangelio, que
vivieron ejemplarmente los primeros cristianos y que los Padres de la Iglesia
pusieron claramente de relieve. Pero que en gran parte quedaron olvidados hasta
el siglo XX.
Santidad
en la vida ordinaria
Primero, santidad en la vida ordinaria, la vida cotidiana. El Papa trata de la
“santidad común”, de la “santidad de la puerta de al lado”, de “la clase media
de la santidad”. Ninguna de esas expresiones es equivalente a una santidad
mediocre o una santidad de segunda división, pues esa santidad no existe.
Todos, también los que parece que no cuentan socialmente, están llamados a la
santidad. Cada uno, con la pequeña historia de sus vidas que se influyen
unas a otras, para entretejer la “verdadera historia” del mundo.
Son esas “almas modestas”, en expresión de Joseph Malègue, citado por el Papa.
Se trata, en suma, de la santidad de la vida corriente, en el trabajo, en la
amistad, en la familia y en las relaciones sociales, que predicó
incansablemente san Josemaría Escrivá: “¿Quién piensa –escribió al principio
de los años treinta– que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A
todos, sin excepción, dijo el Señor: Sed perfectos, como mi Padre Celestial
es perfecto" (Camino, 291).
No es nunca la santidad, ha enseñado el Papa argentino, una santidad “de
tintorería” (impecable) o “de fingimiento”; tampoco es una santidad
perfeccionista; sino la de aquellos que “aun en medio de imperfecciones y
caídas, siguieron adelante y agradaron al Señor” (GE 3). La santidad es
fruto de nuestro Bautismo. Es obra principal del Espíritu Santo en nosotros,
que cuenta con nuestra colaboración, a base normalmente de pequeños gestos.
Otras veces presenta desafíos mayores, o, al menos, un modo distinto de vivir
lo que ya hacemos (cf. GE 16s). Y siempre requiere de nuevas conversiones. Así se
llega a realizar lo ordinario de modo extraordinario.
Santidad
"en" la Iglesia
Segundo, la santidad se da y se vive en la Iglesia, familia de Dios. La
santidad no es individualista: “Nadie se salva solo” (GE 6). En efecto,
y el Concilio Vaticano II explica la llamada universal a la santidad (cf. LG
11) en el marco de la santidad de la Iglesia. Una santidad que no queda
empañada por nuestros defectos o pecados; porque, como gustaba subrayar
Benedicto XVI, la Iglesia es ante todo, de Dios, es obra suya. Nosotros debemos
esforzarnos en no afear su rostro.
En este pueblo santo en marcha hacia el Cielo, vivimos juntos, nos apoyamos,
realizamos una experiencia de fraternidad, avanzamos en una caravana
solidaria, una santa peregrinación (cf. Evangelii gaudium, 87). Es
una tradición viva que abarca todos los innumerables “testigos” que nos han
precedido y todos los cristianos que vendrán.
Santidad
como vocación-misión en Cristo
Tercero, la santidad es vocación-misión en Cristo. Esta “santidad
pequeña”, como ha señalado Francisco con referencia a Santa Teresita de
Lisieux, se inscribe en el gran camino y la gran misión de los santos. Y a la
vez, es un camino propio y personal. “Cada santo es una misión” (GE 19).
“Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo” (Evangelii
gaudium, 273). Cada uno está llamado a dar, a Dios y a los demás, “lo
mejor de sí” (GE, 11), al mismo tiempo que participa en la misión de la
Iglesia.
Ahora bien, todo esto resultaría utópico e irreal si no fuera porque la
santidad es una vocación y misión en Cristo. Esto significa que
estamos llamados a amar unidos a Cristo, compartiendo su propia vida (¡no otra
cosa es la Iglesia!), amar con su mismo amor: “amar con el amor
incondicional del Señor, porque el Resucitado comparte su vida poderosa con
nuestras frágiles vidas” (GE 18).
Cada santo es una misión en Cristo. “En el fondo la santidad es vivir en unión
con él los misterios de su vida” (GE 19s), como explica el Catecismo de la
Iglesia Católica (cf. nn. 515 ss): revivir con Él su vida oculta, su trato con
los otros, su cercanía a los más frágiles, y otras manifestaciones de su
entrega por todos. En ese sentido “cada santo es como un rayo de luz que sale
de la Palabra de Dios” (exhort. Verbum Domini, 48). El santo no es ni
un superman ni una superwoman, sino alguien que se deja
llevar y transformar poco a poco por la gracia de Dios para crecer en la
madurez de Cristo.
Santidad abierta
Cuarto y último: santidad abierta. La santidad nos abre a Dios y a
los demás, por caminos que en muchos casos comienzan lejos de Jesucristo o
en personas que no están incorporados a la Iglesia Católica. Por todas partes
Dios suscita signos de su presencia, que pueden incluso ayudar a los
cristianos. Por tanto, si es imprescindible el tú a tú personal con Dios, no es
bueno encerrarse en uno mismo, ni rehuir el servicio a quienes nos rodean.
La santidad no quita fuerzas, vida o alegría, sino al contrario. Nos hace “más
vivos, más humanos”. En ese proyecto encontramos nuestra plenitud,
nuestra verdadera felicidad. Esto queda muy lejos del simple “bienestar”
hedonista que algunas personas se plantean tristemente como meta para su vida.
Y así nos propone Francisco a cada uno: “No tengas miedo de apuntar más
alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por
el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro
de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en
la vida existe una sola tristeza, la de no ser santos» (GE 34).