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El compadecer de Dios |
El compadecer de DiosWed, 28 Mar 2018 22:11:00
Probablemente recordando el suceso del sacrificio
de Isaac (cf. Gn 22),
que finalmente no tuvo que morir a manos de Abrahán, dice San Pablo que “Dios
no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm
8, 32).
¿Cómo debe entenderse que Dios “no perdonó” a su propio hijo?
Como ha explicado Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, esto
no debe entenderse como si los pecados cometidos por los hombres a lo largo de
los siglos acumularan una inmensa deuda ante Dios, y Dios solo se sintiera
satisfecho o aplacado mandando a su Hijo a la Cruz, quedándose Dios Padre
tranquilo en su trono celeste, mientras Jesús sufría en su naturaleza humana.
No. Jesús en su pasión y muerte estaba acompañado siempre por su Padre, como
había dicho: “Me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el
Padre” (Jn 16, 32).
Escribe Cantalamessa: "Así pues, el Padre celestial y su Hijo Jesús
estaban los dos juntos en la pasión y los dos juntos estuvieron en la cruz.
Jesús estaba clavado más que a los brazos de madera de la cruz, a los brazos
del Padre, es decir, a su voluntad”. Así Dios Padre
participa íntimamente del sufrimiento de su Hijo. Y del abrazo amoroso del Padre y del Hijo en la cruz brotó el
Espíritu Santo (cf. Jn 19, 30).
Dios
y su pasión de amor
Por tanto Dios Padre, que ciertamente en cuanto Dios no puede sufrir al modo
humano (involuntario y forzado), es en sí mismo Amor infinito. Y por eso, como
decían los antiguos escritores eclesiásticos, le corresponde una pasión
de amor. Es lo que San Bernardo llama un “compadecerse” (soberanamente
libre) de los pecados y de los dolores de loa hombres. Y todo esto nos enseña
que “el amor no puede vivirse sin dolor” (Imitación
de Cristo III, 5).
En definitiva, si Isaac es figura de Jesús, Abrahán es figura de Dios Padre,
que ha hecho el sacrificio de entregarnos a su Hijo. Por eso exclama San
Agustín: “¡Cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único sino
que lo entregaste por nosotros pecadores! ¡Cómo nos amaste!" (Confesiones, X, 69). Ya san Pablo se
planteaba una gozosa consecuencia: “¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su
propio Hijo único no darnos todo con Él?” (Rm 8, 32).
Todo ello nos invita a redescubrir el papel de
Dios Padre
y del Espíritu Santo en la pasión del Señor.
Y así señala Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza: “El hombre tiene
un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él
mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta
el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno
que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada
sufrimiento la con-solatio, el consuelo
del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Spe
salvi, n. 39).
En una nota a Gn 22,
la Biblia de Jerusalén (4ª ed. 2009) sugiere que este pasaje provendría de “un
relato de fundación de santuario israelita en el que, a diferencia de los
santuarios cananeos, no se ofrecían víctimas humanas. Justifica la prescripción
ritual del rescate de los primogénitos en Israel: éstos como todas las
primicias, pertenecen a Dios; pero no deben ser sacrificados, sino rescatados
(Ex 13, 11)”. Y añade: “La narración implica, pues, la condenación, repetida
veces pronunciada por los Profetas, de los
sacrificio de niños (cf Lv 18, 21). Añade una lección espiritual más elevada:
el ejemplo
de la fe de Abrahán, que halla aquí un punto
culminante. Los Padres han visto en el sacrificio de Isaac la figura de la
Pasión de Jesús, el Hijo Único”. De este modo, san Pablo nos ayuda a entender,
desde la luz de la obediencia de Jesús, la “obediencia de la fe” de Abrahán.
Una historia real que me contó una madre. Su
hijo de ocho años llegó un día a casa. Le contó que venía enfadado porque en la
catequesis le habían dicho que Dios había mandado a Jesús a morir en una cruz
por los pecados de los hombres. Y que por eso él ya no creía en Dios (necesidad
de una buena teología y de una buena teología).
A esto ha contribuido, muestra Cantalamessa (cf. “No
perdonó a su propio hijo”, en www.mercaba.org), una interpretación de siglos
pasados que hoy se revela inadecuada. A esto se suma el rechazo cultural a las
deformaciones de la figura paterna destacadas por la psicología moderna
(machismo, autoritarismo, paternalismo) hasta invitar a “matar al padre”, y puestas
en relación con la “teología de la muerte de Dios”. En el fondo estaría el
rechazo a un Dios que contemplaría impávido el sufrimiento del hombre. El autor
invita a redescubrir las expresiones de autores como Tertuliano (“¿Cómo iba a
poder padecer el Hijo sin que el Padre padeciese con Él?”) y Orígenes (Dios Padre también sufre una “pasión de
amor”).
Cantalamessa observa que
esto no tiene que ver con la herejía de los patripasianos
(ss. II-III), que atribuían la pasión al Padre porque negaban la distinción
entre las personas de la Trinidad. Pero señala que, desde entonces, se prefirió
no hablar en teología del sufrimiento de Dios; también porque la nueva cultura
que había que evangelizar, la griega, no entendía a un Dios capaz de
apasionarse y de entrar en contacto con la historia.
Todavía en la época
medieval, escribe San Bernardo, consciente del problema: “Dios no puede
padecer, pero sí compadecer” (Sermones in
Cant. Serm. 26,5: PL 183, 906). En nuestros días estamos,
felizmente, redescubriendo la profundidad bíblica y patrística. Así escribe san
Juan Pablo II: “En la humanidad de Jesús redentor se hace realidad el
sufrimiento de Dios” (enc. Dominum et
vivificantem, n. 39). En la misma línea van las enseñanzas sobre la caridad
en Benedicto XVI y sobre la misericordia en el Papa Francisco.
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