Vivimos tiempos de cambios. Vivir es cambiar,
aunque solo sea para avanzar. Es conocida la expresión de san Agustín: “Si
dices basta, ya estás perdido. No te detengas, avanza siempre; no
vuelvas hacia atrás, no te desvíes. En este camino, el que no adelanta,
retrocede” (Sermón 169, 18). Y Unamuno selló la frase de que “el
progreso consiste en renovarse”. Esto sucede tanto en el plano material como en
el biológico, en el ámbito familiar y en el empresarial, en la vida cristiana y
en la eclesial.
En un videomensaje a la semana social de Verona en noviembre de 2017, ha
explicado el papa Francisco que la fidelidad significa cambio. En
efecto, para ser fieles se requiere avanzar sobre lo vivido sin dejar de
vivirlo, recomenzar continuamente, renovarse, actualizarse sin olvidar la
propia identidad y los propios fines. Quien no avanza se detiene y deja de ser
fiel a su camino y a su misión. Y esto –observaba Francisco– tiene dos caras.
Una positiva: la confianza en Dios que impulsa y acompaña. Y otra cara
negativa: la resistencia a caminar y renovarse, la rutina, el encerramiento
defensivo en las falsas seguridades.
Fidelidad
a Dios y al hombre
La Historia de la salvación presenta el caso de Abraham, que ante la
llamada de Dios (es la primera vez en la Biblia que aparece tal llamada) tuvo
que cambiar, partir hacia horizontes insospechados, poner en marcha un proceso
inédito, precisamente para ser fiel.
En la vida cristiana la fidelidad no es posible sin avanzar dando
frutos, haciendo rendir los talentos que hemos recibido, sacando del Evangelio,
siempre viejo y siempre nuevo, la novedad y frescura que requiere cada nueva
situación, a base de oración, amor y trabajo.
La fidelidad a Dios es inseparable de la fidelidad al hombre. Pide salir
de uno mismo para encontrarse con las necesidades de los demás, rechazar lo
fácil y cómodo. Basta con pensar en la amistad entre dos personas, que requiere
apertura, confianza y comprensión.
El continuado vivir en plenitud es proceso de “desvivirse” que desgasta. Pero
vale la pena porque la vida cristiana es un corazón, no un frío bloque
de mármol. Está esculpida a golpes de la generosidad de Dios y de la
colaboración de nuestro granito de trigo, bañado en un poco de sangre, que le
da fuerza y energía.
La
fidelidad personal es dinámica
Hasta en la escala más ínfima del ser creado, la calidad del ser depende de
la capacidad de cambio. Sobre todo en los seres vivos se comprueba
que el ser no se reduce a comenzar a ser sino que implica el obrar, poniendo en
acto las potencialidades que hay en toda naturaleza. De hecho llamamos
“naturaleza” a la esencia que “nace” cuando comenzamos a ser como principio que
hace posible el obrar y sigue siempre presente, de modo dinámico, en la acción.
Desde luego, en los seres humanos vivir significa renovarse. Caminar
requiere el mínimo riesgo de levantar el pie para avanzar. Pensar es avanzar de
un pensamiento a otro en un proceso de reflexión. Y en los actos más
propiamente humanos, todo ello se realiza poniendo en juego la libertad. Como
dijo Guardini, la libertad humana no se entiende simplemente como
“libertad de”, sino que requiere la consideración de la “libertad para”.
Es decir, se nos ha dado la libertad para cambiar, para avanzar en pos de la
belleza, para alcanzar nuevas cotas de verdad y de bien.
Por eso hay una verdad propia de la acción humana, verdad que no es
estática, sino que surge cada vez que se actúa bien, haciendo justicia a la realidad
y en apertura al amor, lo que comporta un aspecto de belleza. La fidelidad de
las personas es dinámica o no es fidelidad, tanto a nivel individual como en
los grupos humanos y en la historia.
La
fidelidad cristiana y en la Iglesia
A nivel eclesial se plantea el principio de que la Iglesia debe caminar en
disposición de renovación, porque ni es un mineral ni un mecanismo de
relojería, sino un cuerpo vivo. Por eso la reforma o renovación de la Iglesia
(siempre necesaria), como sucede también con la vida cristiana, no puede
realizarse a expensas de la identidad, sino sobre la base de una identidad que
ha de hacerse siempre vida nueva, crecimiento y conversión que nunca terminan.
Como explicó en un discurso memorable Benedicto XVI en diciembre de 2005, la
Iglesia avanza mediante una reforma o renovación en la continuidad. Ni
puro cambio sin memoria, ni inmovilismo sin proyección. El árbol solo crece
echando ramas y dando frutos a condición de que se apoye sobre sus raíces, de
donde le viene el alimento que le da vida y crecimiento. No hay en la Iglesia,
como tampoco en la vida de las personas o de las sociedades, auténtico progreso
sin tradición viva y viceversa.
Francisco ha señalado algunos criterios-guía para la reforma de la Curia
romana, que análogamente sirven para la renovación general de la Iglesia y de
sus instituciones: conversión personal y pastoral; cristocentrismo;
misionariedad; funcionalidad; modernidad; sobriedad; subsidiariedad;
sinodalidad; profesionalidad (cf. Discurso a la Curia romana,
22-XII-2016).
La dinámica necesaria en la fidelidad es la propia de los miembros de toda
familia y de toda empresa humana. Requiere tener en cuenta, como san
Josemaría decía, que Dios “ha querido correr el riesgo de nuestra libertad” (Es
Cristo que pasa, 113).
El cristiano, que participa de la vida misma de Cristo, aspira a
participar, espiritualmente y poco a poco, de la libertad misma de Cristo. Es
decir, de la sencillez y profundidad de quien se sabe Hijo de Dios, acompañado
siempre de la acción del Espíritu Santo. El Espíritu divino, en su papel de
principio de vida y unidad de la Iglesia, es promotor al mismo tiempo de la
comunión en la diversidad, de la fidelidad y de la vida, del amor y de la
verdad.