Carta a Juan evangelista, hijo de Zebedeo, hermano de Santiago el mayor, discípulo amado de Jesús y custodio de Santa María.
Muy querido Apóstol Juan:
Te dirijo esta carta para agradecer las enseñanzas que nos entregas en tus escritos sobre el tema de «la sabiduría divina». Si, entre los evangelistas, eres comparado con el águila por la altura y majestad de tu vuelo, tal afirmación es particularmente acertada cuando se trata del Prólogo, al que en mi infancia llamábamos «el último Evangelio» porque se leía todos los días al final de la Misa, y, si se leía, era por ofrecer una síntesis tan profunda del misterio de Cristo, que no es fácil meditarlo sin sentir una profunda conmoción en lo más íntimo del espíritu.
Es bien conocido que la esencia divina es absolutamente inaccesible al hombre, pues carecemos de un conocimiento directo, experimental, de Dios. Moisés tuvo muchos encuentros con Dios, pero Dios no le mostró su esencia en ninguno de ellos. En una ocasión pidió a Dios verle sin conseguirlo, pero dejemos hablar a la Escritura:
Moisés exclamó: «Muéstrame tu gloria». Y Él (Dios) respondió: «Yo haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre