A Enrique VIII, rey de Inglaterra
Señor (darte este tratamiento ya es una concesión magnánima):
Es bien conocido el conflicto que tuviste con la Sede de Roma porque pretendías que el Papa disolviera tu matrimonio con Catalina de Aragón. Aquellos sucesos acabaron en un cisma que hoy resulta ridículo. La Sede Apostólica pensó que no podía conceder aquella nulidad y aún previendo las gravísimas consecuencias que derivarían de su firmeza se negó a conceder tal nulidad. Entonces, tú, para conseguir lo que querías, casarte con Ana Bolena, te declaraste Cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Un ejemplo perfecto de cómo se puede elaborar una teoría para satisfacer las pasiones. Ese penoso cisma que provocaste se fue trasformando en herejía, una herejía que permanece hasta hoy y que resulta absurda a cualquier hombre cuerdo. En la Edad Moderna, época de absolutismo real, podría parecer que la Iglesia debía ser una corporación dependiente del Estado. Hoy, en una Inglaterra donde hay tantos católicos y creyentes de otras religiones que son buenos súbditos de la reina, tal planteamiento resulta sencillamente anacrónico.
He vivido catorce años en Valladolid donde, desde la época de Felipe II, hay un seminario de Ingleses que da más gloria a Inglaterra que sus admirables triunfos militares. En esta ciudad, como en Roma y en Lisboa, estudiaban para sacerdotes católicos ingleses a los que nada más regresar a su tierra, en cuanto los encontraban, sin necesidad de Inquisición, eran colgados. Ese Colegio tiene la gloria de contar con santos y beatos mártires elevados a los altares. Además su capilla está presidida por una imagen de la Virgen, llamada Vulnerata, que quiere decir «profanada». El corsario Raleigh, al asolar Cádiz, arrastró la imagen de la Virgen por la ciudad. Hoy esa imagen se venera en el estado deplorable en que quedó después de semejante sacrilegio. Los alumnos del Seminario desde hace siglos reparan aquella infamia.
En el título anterior he expuesto que para alcanzar la sabiduría es necesario amarla. Pero para amarla hay que amar también el modelo de vida que ella comporta. Si nos preguntamos por qué Pilatos no juzgó según verdad podemos contestar que porque no la amaba, pero podemos seguir preguntándonos y ¿por qué no la amaba? Por que no amaba sus consecuencias. Ves, Enrique, lo mismo que tú. La verdad no es algo inalcanzable, sino mas bien todo lo contrario. Los hombres percibimos su luz en el fondo de la conciencia, que es el lugar donde nos habla el Espíritu. Pilatos, sabía que Jesús era inocente y que su función de juez le exigía la absolución del inocente, pero obró mal porque tenía miedo a los judíos. Por eso la Sagrada Escritura enseña que la Sabiduría es fácil, ¡qué contraste con lo al respecto nos dice la filosofía moderna!
Quien busca la verdad la encuentra. Abramos el Libro de la Sabiduría:
«Resplandece sin jamás oscurecerse la sabiduría, fácilmente se deja de ver de los que la aman y es hallada de los que la buscan. Y aún se anticipa a darse a conocer a los que la desean. El que temprano la busca no tendrá que fatigarse, pues a su puerta la hallará sentada. Pues pensar en ella es ya prudencia consumada, y el que vela por ella pronto se encontrará sin afanes. Porque ella misma busca por todas partes a los dignos, y en los caminos se les muestra benigna, y en todos sus pensamientos les sale al encuentro. Pues su principio es el deseo sincerísimo de la instrucción, y procurar la disciplina es ya amarla. Este amor es la guarda de sus preceptos; la observancia de sus leyes asegura la incorrupción. Y la incorrupción nos acerca a Dios. Por tanto,el deseo de la sabiduría nos conduce al reino (...)» (Sb 6,12-20).
Enrique, no es tan difícil caminar por los senderos de la Sabiduría, pero para ello es preciso tener una pureza corazón nos lleve a amarla apasionadamente. Tú desgraciadamente carecías de ella. ¿Por qué hay hombres que no llegan a Dios?, pues porque carecen de esa pureza. Entonces, ¿dónde radica la pureza de corazón? Entiendo que se encuentra allí donde el amor a la verdad está por encima de todas las cosas. Cuando Dios dice que el primer mandamiento de la Ley es «amar a Dios sobre todas las cosas» para luego enumerar los otros mandamientos, no debemos olvidar que todos esos mandamientos se apoyan en un mandamiento previo e implícito, a saber: «amarás la verdad sobre todas las cosas». Este mandamiento es el más radical de todos, ya que la preeminencia del hombre sobre el resto del Universo radica precisamente en su capacidad para poder alcanzar la verdad y vibrar con ella.
Si nos preguntamos por qué existe el escepticismo.La respuesta es muy sencilla, a saber porque hay muchas verdades que exigen un determinado tipo de conducta. Quien busca sinceramente la verdad —con todas sus consecuencias— la encuentra, por el contrario, quien huye de esas consecuencias jamás encontrará la verdad. Los temas sapienciales —y de modo especial el de la existencia de Dios—, no son cuestiones puramente especulativas, su trascendencia es tal y afectan de tal modo a la conducta, que la voluntad no puede quedar al margen y, por lo tanto, interviene en el proceso intelectual con su querer llegar, o no, a la verdad. Así el encuentro intelectual con Dios exige previamente una actitud de humildad y obediencia por parte del hombre, también exige deponer el yo, así como el insaciable afán de placer. Y a estas condiciones no es extraño que no estemos dispuestos.
Por tanto, cuando se aborda el tema de la existencia de Dios, debemos hacerlo con la máxima rectitud de intención y con la más absoluta objetividad. Aunque ambas disposiciones no sean fáciles, pues al no ser la existencia de Dios una cuestión puramente teórica, sino que compromete el comportamiento de un modo radical, es fácil que la inteligencia no actúe limpiamente, sino que presionada por la voluntad llegue a la conclusión de que es verdadero lo que ésta quiera que sea verdadero. Ves Enrique, a Pilatos no le interesó salvar a Jesús porque podía comprometerle con el Cesar, de este modo llegó a la conclusión de que lavándose las manos quedaba justificado. ¡Necio! A ti te pasó lo mismo, te atraía Ana Bolena y estabas dispuesto a pasar por encima de lo que fuera para conseguir tu propósito. Y es así como pasaste por encima de la verdad.
No es extraño que cuando no se quiere un determinado tipo de conducta se pierda la objetividad y se acabe negando la misma evidencia. Cuando se trata de la existencia de Dios lo que está en juego no es una fría verdad teórica, sino una verdad que afecta a toda la conducta humana. Ante cada persona se presenta una opción entre dos modelos de vida. Uno de ellos levanta la bandera de la independencia, de la autonomía, de la falta de sujeción; el otro, la de la humildad, la de la dependencia y el servicio. La primera lleva al egoísmo: al amor sui; la segunda, a la entrega y la obediencia: el amor Dei. La primera a una vida de placer con una dicha aparente y sin esperanza; la segunda, a la virtud sacrificada con la alegría profunda del bien realizado y de la esperanza futura.
La investigación intelectual de los temas sapienciales se halla fuertemente presionada por el modelo de vida que cada hombre quiere para sí, por eso, aunque ellos lo nieguen, es frecuente que los que abandonan a Dios con la cabeza, ya antes le hayan abandonado en su corazón. Este modo de proceder viene de lejos. Ya en el Génesis se recoge la actitud de nuestros primeros padres, quienes, seducidos por la serpiente, quisieron ser autónomos respecto de Dios. Seréis como Dios les dijo la serpiente. Esa tentación sigue presente: ser autónomos, no tener legislador. De la ruptura con la Ley de Dios a la negación de su existencia hay un pequeño paso fácil de recorrer, incluso inconscientemente.
El principal enemigo de la verdad no es tanto la dificultad objetiva de alcanzarla, como el hecho de que los hombres no la aman por sus consecuencias. Este dato es actualmente de una evidencia absoluta. Lo que importa, siempre hablando en general, es vivir bien, satisfacer los apetitos. Por eso, como la verdad se opone a tal comportamiento encuentra en el corazón del hombre una actitud hostil. Una hostilidad, que en otros tiempos pudo ser beligerancia, pero que ahora es del más absoluto desprecio. La verdad no importa, no interesa. Y esto es tremendo porque la verdad es el máximo bien del hombre. De ahí que diga S. Agustín:
«Y son, por desgracia, muchos los que con afán se dedican a este estudio, más para conseguir un grado de cultura superior a los demás que para conocer y practicar sus máximas; de modo que en esta profesión, más que para aspirar a conseguir las virtudes que dicta la sabiduría como necesarias para llegar al conocimiento de Dios, se contentan con recibir como premio de sus afanes, las alabanzas de los hombres, lo que es vanagloria.
No, no buscan éstos la sabiduría con la sana intención que debieran, y por ello, aun cuando parece que la buscan, realmente no la están buscando; pues si así fuera, ajustarían la vida a los preceptos. Lo que en realidad buscan es satisfacer su orgullo y hacer alarde de sus conocimientos; y cuanto más se engríen, tanto más se alejan de la verdadera sabiduría»[1].
A estos tales amonesta la Divina Escritura, diciéndoles que no podrán llegar a conseguir su intento si no practican antes fielmente aquello que desprecian. "Si deseas la sabiduría, dice, practica la justicia, y Dios te la dará"[2].
De manera que el rechazo de la verdad, según las sentencias de San Agustín, es un rechazo «interesado» por cuanto no se está dispuesto a vivir según sus dictados, que pueden ser onerosos. Entiendo que es muy conveniente distinguir entre «la verdad» y «el amor a la verdad». La verdad —que lógicamente debe ser amada por cuanto nos muestra sin engaño cómo son las cosas— puede ser odiada por cuanto los hombres fácilmente prefieren el mal si este se presenta con las apariencias del bien. Así fue como Eva prefirió la manzana a la amistad con Dios, y así, tú, Enrique Tudor para conseguir un objetivo que la Iglesia no te podía conceder provocaste un cisma. Teniendo en cuenta la gran influencia de Inglaterra en el mundo en estos últimos siglos no es difícil vislumbrar los frutos apostólicos que hubiera dado esa noble nación si no se hubiese apartado de la vid.